Hace 400 años en Buenos Aires

¿Cómo surgió esta Ciudad, qué ambiciones la determinaron? ¿Cómo vivían, qué deseos e intereses tenían los primeros porteños? ¿Cuáles eran sus dificultades, cómo intentaban resolverlas? Doblando la propuesta evocadora del Bicentenario (400 años en vez de 200), Periódico VAS ofrece a continuación un fragmento del Capítulo V de LA OTRA HISTORIA DE BUENOS AIRES escrita por Gabriel Luna. Esta obra ha sido publicada por partes en 25 números del Periódico VAS , y la editorial Punto de Encuentro la publicará con forma de libro.

Por Gabriel Luna

28 de  diciembre  de 1608. Llega al puerto del Buen Ayre la barca portuguesa Nossa Senhora do Rosario con un cargamento de ochenta y siete esclavos negros. Su patrón pide arribada forzosa aduciendo haber perdido el rumbo entre África y Brasil y tener averías graves que reparar.

El calor se corta entre ramalazos de viento. En la Plaza Mayor , actual Plaza de Mayo, hay aguateros, vendedores de pescado, de frutas, de hogazas sin levadura, de cueros curtidos, de papagayos con plumas rojas y azules, de vino cuyano, de pasteles con higos y membrillos, de fritangas varias. El viento disemina los olores y el voceo de los vendedores. Pequeños remolinos de polvo recorren la aldea como fantasmas y desaparecen entre las chozas, las iglesias, las carretas, y los tunales. Un remolino pasa junto al Rollo de la Justicia plantado por Juan de Garay en la vereda actual de la Catedral Metropolitana. Ese Rollo -un tronco despuntado, en nuestro caso- es el símbolo del poder y de la autoridad delegada por el rey. Y es también, para los fines prácticos de la ley, lugar de tormento. Allí, el verdugo Rivera cumple sus funciones: apalear, azotar, exponer en la picota, o eventualmente ahorcar a sus propios vecinos. Otro pequeño remolino llega a la pulpería La Portuguesa de Pedro Luys, ubicada en la esquina de las actuales calles Florida y Lavalle, y desaparece en la entrada. Dentro, están el alguacil de mar Antonio de Sosa (sospechado de portugués) y Diego de la Vega , un comerciante converso. Hablan en la trastienda, entre toneles, vasijas, piezas de tela de Holanda, raso para casullas y hasta un espejo veneciano. Manejan cifras y riesgos, acaban llegando a un acuerdo.

Antonio de Sosa camina rápidamente hacia la Plaza Mayor por una senda que muchos años después sería la calle Reconquista. Un remolino pasa entre él y Manuel Álvarez, cirujano sangrador y primer médico de Trinidad, que atiende a domicilio llevando sus propias sanguijuelas o en el improvisado hospital de San Martín de Tours, al lado del convento de los dominicos. Los dos hombres se saludan sin detenerse. Al llegar a la Plaza Mayor , Sosa bordea la capilla que está construyendo la Compañía de Jesús en un predio ocupado hoy por el Banco de la Nación Argentina y la Av. Rivadavia. Mira hacia la derecha y descubre detrás de los vendedores la figura sombría del Rollo de la Justicia. Dos remolinos bailan en el centro de la plaza. Ese Rollo no es para él, piensa, no es para gente de su condición, piensa. Y tiene razón. Vive en una época donde la ley no es igual para todos, donde los tormentos caen de ordinario sobre los negros, los indios, o sobre algún mestizo. Los tormentos no son para él, que es católico, funcionario de la Corona. Toma hacia la izquierda, pasa junto a la Casa de Oficiales Reales, sabe que Hernandarias no está, y se hace anunciar por la guardia del Fuerte.

Antonio de Sosa, alguacil de mar a cargo del puerto del Buen Ayre, camina entre tapias y parapetos, sube una rampa, y se reúne con Juan de Vergara, escriba, hombre de confianza del gobernador Hernandarias, y le propone un brillante negocio: Vergara denunciaría la carga ilegal de la barca Nossa Senhora do Rosario que entonces, conforme a las leyes, debería venderse en subasta pública y darse la tercera parte del producto al denunciante. ¡Luego se repartirían esa porción y Santas Pascuas!

¿Por qué no hacía la denuncia el propio Antonio de Sosa? ¿Para qué lo necesitaba a él? Porque a Sosa, por su cargo, le estaba vedado cobrar parte del producto. No hay más preguntas. Juan de Vergara, otrora honrado y benemérito, entra en el enjuague. Todo sucede como estaba previsto. La subasta la hace Simón de Valdez, un corsario premiado por la Corona con el título de tesorero real. La única oferta es la del comerciante Diego de la Vega , a quien se adjudica el lote. Los esclavos son después remitidos legalmente a Potosí y vendidos con enormes ganancias. El proceso se conocería con el nombre de contrabando ejemplar.

Tras la Nossa Senhora do Rosario, llegaron centenares de naves cargadas de esclavos en arribadas forzosas. Así surgió el primer gran negociado en estas tierras: un negocio cruel, ilícito y escandaloso, extendido a través de generaciones, que forjaría fortunas de familias patricias, que alentaría la explotación, la lucha sin escrúpulos por el poder, la persecución, el asesinato político. Y desalentaría el desarrollo de las industrias locales, el comercio regional, y la distribución de la riqueza, condenando a la mayor parte de la población a una pobreza endémica.