La Otra Historia de Buenos Aires

por Gabriel Luna

Segundo Libro: 1636 – 1735
PARTE VII B

Marzo de 1643. La primera invasión a Buenos Aires no fue exactamente una invasión. Hubo milicias, toque de queda, patrullas en las calles principales y en los arrabales, mujeres y niños abandonando la Aldea rumbo a las chácaras, cañones montados sobre carretas en la costa que va desde el Fuerte hasta la boca del Riachuelo, más cañones y un tercio de infantería en el límite oeste de la Aldea. Hubo letanías en las cuatro iglesias, silencio en las trincheras, ruido de cascos, estruendo de artillería, silencio, y las voces del gobernador Cabrera, montado en caballo brioso, ordenando la defensa. Hubo todo eso pero no batalla. ¿Qué sucedió entonces?
Habían aparecido en el Río de la Plata dos navíos como fantasmas: uno portugués, otro francés. Y el imperio español tenía en ese momento sendas guerras con Portugal y Francia, de modo que los navíos eran enemigos o fantasmas de Buenos Ayres. Seres o cosas que habían estado pero que ya no deberían estar. Hubo una advertencia. Un estruendo de cañones en la costa, pero los navíos no se fueron. Tampoco respondieron el fuego. Venían a comerciar, traían esclavos angoleños, muebles, herramientas y ropa, buscaban cueros y la plata potosina. No les importaban demasiado las lejanas y cortesanas guerras europeas, menos si afectaban sus intereses. Esperaron a prudente distancia, querían un permiso para desembarcar en Buenos Ayres o para entrar al Delta y dirigirse a un puerto clandestino en el río Luján. Esperaron y parlamentaron durante 20 días, pero el gobernador Cabrera no les creyó, negó el permiso. Cabrera imaginó que los navíos podían ser una vanguardia o un señuelo de distracción de una flota numerosa gala-lusitana, formada con el fin específico de invadir la gobernación del Río de la Plata. [1] Entonces, a pesar de la necesidad de ropa y herramientas que había en la Aldea, y a pesar del fuerte interés de la élite porteña que contrabandeaba esclavos con grandes ganancias en los puertos clandestinos, los navíos se fueron por donde vinieron -hacia las costas de Brasil-.
Disipados los fantasmas y el miedo de la guerra, la aldea Trinidad y el puerto de Buenos Ayres recuperaron su rutina. Volvieron las mujeres de las chácaras, los pertrechos al Fuerte, salió una procesión para dar gracias, reanudó las sesiones el Cabildo, abrieron las pulperías y los salones. Y volvieron a correr las noticias privadas y los chismes, que eran como los culebrones de entonces.

María Guzmán Coronado y Ana Matos Encinas, dos hermosas y ricas damas de la sociedad porteña, protagonizaban esos culebrones. Tenían ahora -en 1643- alrededor de 30 años y habían empezado su carrera a los 20, cuando representaban la escena erótica pagana del Baño de la Virgen. Esta escena, también prostibularia y herética, basada en los supuestos milagros hechos por una figura de terracota de la Virgen de la Inmaculada Concepción traída al Río de la Plata por un contrabandista de esclavos, simbolizaba una entrega. La Virgen se entregaba al espectador. [2] Como las hijas de los humildes campesinos fundadores de la Aldea se entregaban a los mercaderes de esclavos y a los militares y a los funcionarios españoles para concebir una nueva elite porteña. No había pecado en esa entrega y la posterior preñez, parecía decir la Virgen con su propio nombre: Inmaculada Concepción. Aunque no hubiera lazos matrimoniales, ni rasgos sentimentales, la Virgen parecía bendecir la entrega.
María Guzmán Coronado y Ana Matos Encinas venían de esa nueva elite porteña y la sostenían y acrecentaban de hecho. María Guzmán Coronado era hija natural de la criolla Francisca Rojas y el capitán español Luis Guzmán Coronado, sobrino del gobernador Marín Negrón. Francisca Rojas, la madre de María, también había sido amante del español, capitular y contrabandista de esclavos Pedro Sánchez Garzón, y estaba casada con el criollo campesino Antón Caro García, con quien crió sus hijos naturales. [3] Si esto resulta algo enredado, lo siguiente resultará más. María Guzmán Coronado nunca se casó, pero los concubinos, amantes, acompañantes e hijos habidos fueron harto más numerosos y diversos que los de su madre. Su primer concubino fue el gobernador Pedro Esteban Dávila, quien le montó una casa espléndida junto a la Catedral, donde María organizaba reuniones sociales y también orgías. Otro concubino notable fue Juan de la Cueva, el hijo del gobernador Mendo de la Cueva, sucesor de Dávila. Y entre éstos, con éstos y a posterior de éstos, María tuvo admiradores, protectores, financistas, amantes y acompañantes numerosos y diversos: hombres y también mujeres. María Guzmán fue tan promiscua como afortunada. Tuvo seis hijos declarados de distintos padres, el primero habido con el gobernador Dávila.
Ana Matos Encinas, muy amiga de María y de similares costumbres, también tuvo un hijo con el gobernador Dávila. Ana Matos Encinas estaba casada con el capitán Marcos Sequeyra y criaron los dos al hijo de Dávila. La vida marital no impedía la lubricidad ni la entrega para concebir la nueva elite porteña. Ana Matos (aunque lejos de la virginidad) se creía bendecida por la Virgen. Tuvo muchos amantes y acompañantes -a veces los mismos de María- que obraron a favor suyo o de su esposo.[4] Era una mujer hermosa y pálida, de cabello oscuro, sensual y mística, de andar pausado, que parecía caminar entre dos mundos. Hasta que el equilibrio se rompió en abril de 1643 cuando Ana Matos se enamoró perdidamente del jovencísimo Tomás Rojas Acevedo y le dijo a su marido, el entonces alcalde Marcos Sequeyra, que iba a dejarle. Semejante escándalo recorrió salones y pulperías y pasó a primer plano en el culebrón de la Aldea, desplazando los amoríos de María Guzmán Coronado y las especulaciones sobre una invasión inexistente.

Las invasiones y los ataques por mar eran una preocupación constante en el Imperio español, que tenía abiertos varios frentes de guerra. Y en este sentido, el virrey del Perú envió unos pliegos y encomendó al gobernador Cabrera una misión secreta. Que entregara a la Corte, por la vía más rápida, los pliegos con las posiciones y la ruta de la flota cargada de oro y plata que iría ese año a España, para poder enviar desde allá refuerzos y prevenir los ataques de holandeses, franceses y portugueses.
Cabrera, exultante por la encomienda, se apodera del navío “Nuestra Señora de Nazaret” -la única embarcación de Buenos Ayres capaz de cruzar el océano-. Pero el navío es de Antonio Martínez Piolino, que arma de inmediato un pleito. Embargado el navío para prestar un servicio al rey, y enterado el Cabildo del asunto, se decide aprovechar el viaje para enviar una carta al rey pidiendo: “Las cosas que al presente necesita la Ciudad por la clausura del puerto debido al alzamiento del reyno de Portugal, y que se restituya el servicio de dos naves anuales para abastecer esta tierra, según fuera concedido al capitán Manuel de Frías”. Satisfecho Cabrera, por el embargo y la adhesión del Cabildo, pone el navío al mando de su hijo Andrés Cabrera y suma a los pliegos del virrey y a la carta del Cabildo, otra carta donde solicita para sí mismo el hábito de la orden de Santiago (tal vez un premio sugerido por el probable éxito de su misión). Y como tampoco conviene enviar una tripulación sólo con papeles y lastre, carga el navío con cueros por su propia cuenta.

Enviado el navío a España, el gobernador Cabrera partió con tropa montada hacia Santa Fe para frenar a los malones calchaquíes que se extendían hasta Santiago del Estero. Tras algunas escaramuzas, el cacique Francisco López ofreció la paz. Y Cabrera, que era un militar imaginativo pero también práctico, aceptó la paz -que consideró como tregua- para reagrupar y fortalecer su tropa, sumar una milicia santafesina, y avanzar contra los charrúas insumisos en Entre Ríos, que destruían sembrados, robaban ganado, y obstruían caminos. No le fue bien a Cabrera en este lance. Murieron muchos españoles y la tropa se retiró sin asegurar el territorio.
Mientras tanto en Buenos Ayres el invierno es crudo. Trabaja a pleno el médico Alonso Garro, que ha sido traído de Córdoba después de la última peste. Sigue el pleito por el navío embargado. Y en octubre se enferma el alcalde Marcos Sequeyra, el marido abandonado por Ana Matos, de algo que el médico Garro no puede determinar. Pese a las sangrías y los cuidados, Sequeyra muere en noviembre. Estalla el culebrón en los salones y las pulperías, se habla de los humores -fluidos del organismo-, de sustancias peligrosas, del alma. Y surge una conclusión sonora: “Lo mató La Matos”.

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[1] Las guerras entre España y Francia y entre España y Portugal, eran muy diferentes. La primera se daba en el marco de la Guerra de Flandes. Y el conflicto con Portugal era emancipatorio y de intereses cortesanos, como ya se explicó en los capítulos anteriores. Pero hubo una alianza entre Portugal y Francia, firmada  en 1641 en París, para extender las guerras contra España con armamento naval, y concurrir con Holanda a invadir los dominios de España en el Nuevo Mundo. 

[2] La historia de la figura de la Virgen de la Inmaculada Concepción, y la escena del Baño de la Virgen se encuentran en las Partes XIX y XX, respectivamente, de La Otra Historia de Buenos Aires / Los primeros cien años 1536 – 1635. Ed. Punto de Encuentro, 2010.  

[3] Francisca Rojas tuvo tres hijas naturales: María Guzmán Coronado, habida con Luis Guzmán Coronado, y Dionisia y María Garzón, habidas con Pedro Sánchez Garzón.

[4] Fue, por ejemplo, el caso del gobernador Dávila, que ascendió en el rango militar a Sequeyra y además le adjudicó tierras en el margen del río Luján. 

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La Otra Historia de Buenos Aires. Libro II (1636 – 1737)

Parte I
Parte I (continuación)
Parte II
Parte II (continuación)
Parte III
Parte III (continuación)
Parte IV
Parte IV (continuación)
Parte V
Parte V (continuación)
Parte V (continuación)
Parte VI
Parte VI (continuación)
Parte VII

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