La Otra Historia de Buenos Aires

 Parte XI

por Gabriel Luna

La niña está tiesa. Descalza sobre una barrica en el centro del patio, mira hacia la quinta, el gallinero, hacia los naranjos cubiertos de azahares dispuestos en la línea de la senda; y todavía puede mirar más allá, donde la aldea desaparece entre unas chozas, tunales y horizonte. Alrededor de la niña dos mujeres trabajan, le pulen con esponjas el cuerpo moreno: pies, muslos, nalgas, espalda y brazos. Una cubre con albayalde la cara y las manos, el cuello, los pechos menudos pero bien formados, el pubis. La otra pone bermellón en los pómulos y los labios, en los pezones y en el sexo. Luego la visten con una enagua, calzas, medias y zapatillas de seda. Y ciñen entre las dos un corsé emballenado desde las axilas hasta la cintura moldeando el cuerpo en una suerte de cono invertido. La niña, ahora vuelve a respirar, mira entre los naranjos y los limeros unos perros cimarrones que saltan y juegan. Las mujeres cubren el corsé con una camisa de encaje de Holanda y sostienen de la cintura el verdugado, una armazón flexible y acampanada de anillos concéntricos. Recién entonces, con mucho cuidado, traen la falda, blanca, de raso labrado de Flandes, y la extienden sobre el armazón cerrándola por delante con alamares. La niña mira la falda, más blanca y pura que los azahares, cayendo desde su cintura sin un pliegue hasta el ruedo bordado de plata. Ya no ve la barrica, tampoco ve buena parte del suelo, parece suspendida en el aire. La circunferencia del ruedo tiene cuatro varas, le dicen. ¡Cuatro varas, niña Margarita! Pero la niña no escucha, ella, aunque el atavío le pesa también se siente suspendida en el aire. Las mujeres traen el cuerpo del vestido: el pecho y las hombreras altas bordadas como el ruedo y espaciadas de abalorios, las mangas del mismo raso que la falda y ahuecadas hasta los antebrazos. El resultado es imponente. La figura, formada por tres conos ascendentes -dos en las mangas y el gran cono de la falda- parece a punto de elevarse.

1616. Aldea Trinidad, futura Ciudad de Buenos Aires. La lucha jurídica y sanguinaria entre el gobernador Hernandarias y los contrabandistas no terminaba. Si bien Hernandarias, asumiendo el cargo de juez pesquisidor, había probado con lujo de detalles los asesinatos cometidos por los “confederados” de un gobernador y varios oficiales, y también los sobornos a funcionarios, los perjuicios a la Hacienda del Río de la Plata y a la Corona, el proceso seguía sin resolverse. El expediente crecía y se enmarañaba por las oposiciones y diligencias chicaneras de la defensa, encabezada por el letrado Sánchez de Ojeda.1 Y aunque habían sido revelados los mecanismos operativos del contrabando y la trama de corrupción, fraude, amenazas, cohechos, encierros, prebendas y distribución de cargos públicos, urdida por los “confederados” para controlar el Cabildo y la Aduana, los principales responsables estaban en libertad.

Simón Valdez llega a España por sus propios medios y no sólo nadie lo arresta sino que usa influencias en el Consejo de Indias para recuperar su cargo de tesorero de la Real Hacienda. Juan Vergara, que ha escapado al igual que Valdez de la prisión impuesta durante el proceso, se presenta ante la Audiencia de Charcas como víctima inocente de una tiranía, y solicita a la Audiencia que le retire a Hernandarias las actuaciones. Diego de Vega, otrora pirata y judío portugués devenido en católico español, comerciante próspero, y primer banquero de Buenos Aires,2 huye a Chile.

Los demás responsables están prófugos fuera de la provincia. Y hasta los principales testigos de la causa han viajado a las ciudades de Córdoba y Santiago del Estero para refutar sus propios dichos alegando haber confesado bajo tormento. Hubo torturas, es cierto. Pero también eran ciertos los dichos. ¿Por qué entonces el empecinamiento en ocultar la verdad?, se pregunta Hernandarias, y expone su amargura en una carta al rey Felipe III.

Toda la aldea sabe de los múltiples crímenes perpetrados por los “confederados”, sin embargo los apaña. Y aquel que los denuncia es malquerido y odiado, dice Hernandarias, se transforma en un enemigo del pueblo. No se le cree en absoluto. ¿Los delitos “desaparecen”? ¿Cómo pueden desaparecer? Surge entonces un conflicto entre la verdad y la conveniencia. Entre lo que está bien y lo que es útil. Este conflicto recreado a través de diversos asuntos a lo largo de la historia llegará hasta nuestros días. Pero volvamos a Trinidad, la remota aldea original. ¿Por qué nuestros primeros vecinos encubren los crímenes de los “confederados”?

Tal vez no haya una sola sino un conjunto de respuestas. Porque creen que les conviene. Porque han sido concreta y particularmente sobornados. Porque en parte viven del contrabando de esclavos. Porque han sido amenazados. Porque creen que el desarrollo económico ulterior vendrá desde el Puerto.

Ocurría entonces que la división entre el espacio rural y el mercantil y la hostilidad entre sus respectivos actores, “beneméritos” y “confederados”, desaparecían frente al enemigo común que intentaba disminuir el tráfico portuario: Hernandarias. De hecho, las hostilidades en varios casos se transformaban en alianzas. ¿Cómo sucedía eso?

Veamos la historia desde los ojos de sus protagonistas. La riqueza corría por el lado del sector mercantil. Nuestros primeros pobladores, los empobrecidos campesinos “beneméritos” tenían tres opciones: aliarse a los mercaderes, subordinarse, o permanecer al margen en la oposición defendiendo un desarrollo propio y regional. Esta última opción equivalía en lo inmediato a elegir la pobreza. Desde el punto de vista de la conveniencia, la alianza era la mejor opción porque suponía una relación entre iguales en donde cada cual aportaría elementos equivalentes para el beneficio común.

El aporte del sector mercantil, “confederado”, resulta evidente. ¿Pero cuál es el aporte de los “beneméritos”?

Los “confederados” eran en su mayoría extranjeros, no tenían la condición de vecinos y esto significaba que no podían comprar casas ni tierras, tampoco tenían derecho de vaquería ni podían participar en el Cabildo. Y lo que es más importante: tenían una residencia precaria proclive a la expulsión. Si hubo una acción violenta característica del reinado de Felipe III, esa fue la expulsión. Solamente de Valencia, el rey echó a 127.000 personas por cuestiones religiosas: eran moriscos. La expulsión por ser mahometano, judío, luterano, converso, o simplemente extranjero, era de trámite simple en el territorio del Imperio. De modo que el aporte de los “beneméritos” a los “confederados” consistía en transferirles la carta de vecindad casando a sus hijas y nietas con los mercaderes. Las tasas de matrimonios y las dotes aumentaban al compás del arribo de los barcos y según crecía el tráfico ilegal de esclavos.

La niña que está sobre la barrica tiene catorce años. Se llama Margarita Carabajal. El nombre es por la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III. El apellido es por Juan Carabajal, fundador de la aldea con Garay y abuelo de la niña; y por Gonzalo Carabajal, el padre, “benemérito” y regidor del Cabildo. Ambos campesinos curtidos, criollos, cansados de la pobreza. Las mujeres siguen trabajando, traen la gola de tul plegado para el cuello, golillas para las muñecas, un collar de dos vueltas. Lo último es el tocado. Las mujeres se alejan para percibir el efecto del conjunto. ¡Es una reina!, dicen aunque nunca han visto una. Llaman a la parentela. Todos rodean la imagen sin atreverse a tocarla. Nadie habla. La niña mira una línea de azahares diluyéndose en el fondo de la tarde. Su vida ha cambiado para siempre. Los juegos, su casa… Se mudará al otro lado de la Plaza, y nadie volverá a llamarla niña, tampoco hará mandados a la pulpería. Será doña Margarita Carabajal de Texeido Acuña. Ese vestido traído de Flandes que no podrían pagar su padre y su abuelo trabajando durante veinte años, le ha cambiado la vida en pocas horas. Y a ellos también. La parentela se abre para dar lugar a la silla de manos transportada por esclavos negros. La niña pasa de la rústica barrica, del patio de tierra apisonada, a la silla de madera labrada y cojín de terciopelo, las mujeres le acomodan la falda.

Los esclavos cargan la silla a los hombros sosteniéndola por las varas. Aunque todavía hay luz se encienden cuatro antorchas. La procesión empezará frente al rancho de los Carabajal, solar ubicado en la actual esquina de Mitre y Florida donde muchos años después nacería Mariano Moreno y donde hoy está (paradoja del destino) la sede central en nuestro país del Banco Boston, y terminará en la Iglesia Mayor, actual Catedral Metropolitana. Los vecinos llegan de todas partes para ver a la niña. Algunos tocan el ruedo de la falda, hay mujeres que lloran, otros se persignan. Traen regalos a modo de ofrendas, colchas, sacos de frutos y de harina, animales vivos: una yunta de bueyes, tres gansos, dos corderos, un puerco. La niña ya no distingue los azahares; ve, sí, la hilera de naranjos y después una luz que corresponde a la pulpería La Portuguesa en la esquina actual de Av. Corrientes y Florida. La procesión de parentela, vecinos y devotos avanza lentamente por Mitre hacia la Iglesia Mayor.3 Apura el paso frente a las viviendas de Domingo Griveo y Cristóbal Remón, y toma la huella convertida hoy en la calle San Martín. La imagen de doña Margarita vestida de plata e iluminada por antorchas parece flotar sobre el sendero, entre los techos de los ranchos, sobre los aldeanos rústicos y esperanzados.

La imagen, como esa estrella de la Epifanía de los Reyes, parece conducir a los campesinos hacia un destino venturoso. Pero en realidad ocurre otra cosa: se trata de una entrega. Son los campesinos -y no todos, sino los propietarios más ambiciosos- quienes entregan las hijas y sus cartas de vecindad a los extranjeros para consumar una alianza que los libre no sólo de la pobreza, también de la autonomía y del trabajo de construir un destino con sus propios recursos.4

1617. El inmenso proceso llevado a cabo por Hernandarias con la ayuda de los “beneméritos” Ocampo Saavedra, actuando como fiscal, y Domingo Griveo y Cristóbal Remón, como secretarios, tenía ya 16.000 fojas. Había sido necesario traer papel de otras provincias para sustanciarlo. Pero el asunto, si bien de gravedad y volumen, no tuvo peso en España. En el reinado de Felipe III triunfaban los políticos frente a los juristas. La clave del poder radicaba en que por encima del derecho estaba la solidaridad de intereses y que, a la hora de entenderse, era más fácil la conexión entre las elites centrales y las locales que cualquier otra forma de articulación. Dicho de otra forma: campeaba la corrupción a través de los intereses particulares. Y fue por esto, gracias a intereses y conexiones, que Simón Valdez, pese al inmenso proceso, recuperó su cargo de tesorero de la Real Hacienda en el Río de la Plata. No fue el único beneficiado.

Sin embargo la radicalización del conflicto entre los campesinos y mercaderes de Trinidad mostrado en las cartas de Hernandarias y del Cabildo al rey (con referencias a asesinatos, cohechos, torturas, exilios), y reflejado en las diligencias de los mercaderes ante la Corte y el Consejo de Indias, urgía una solución. Considerando las características del Imperio, esa solución sería política.

Después de algunos debates y muchas negociaciones el Consejo de Indias resuelve neutralizar a Hernandarias. El 16 de diciembre de 1617 el rey firma la división de la gobernación del Río de la Plata en dos provincias. Al norte, el Paraguay con las ciudades de Villa Rica, Santiago de Jerez, y Asunción. Al sur, el Río de la Plata con Santa Fe, Corrientes, Concepción, Trinidad y el puerto del Buen Ayre. Hernandarias continuaría su mandato en la provincia de Paraguay con sede en Asunción. Y el nuevo gobernador del Río de la Plata sería el noble Diego de Góngora, que había peleado de joven en la guerra de Flandes y recibido la orden de Santiago.

Las negociaciones entre “confederados” rioplatenses, nobles españoles, y una compañía holandesa traficante de esclavos, que determinaron la división política del territorio, se pondrán pronto en evidencia. El nuevo gobernador, Diego de Góngora, acompañado por Simón Valdez, partirá hacia Buenos Aires al mando de una flota cargada de contrabando financiada con el dinero “confederado”.

BIBLIOGRAFÍA

Historia Argentina Tomo 1, José María Rosa. Ed. Oriente, 1981.

El Primitivo Buenos Aires, Héctor Adolfo Cordero. Ed. Plus Ultra, 1986.

La Pequeña Aldea, Rodolfo González Lebrero. Ed. Biblos, 2002.

Hernandarias de Saavedra, Col. Felix Luna. Ed. Planeta, 2000.

Felipe III, revista La Aventura de la Historia N° 9. Ed. Arlanza, Madrid, 1999.


1 A este abogado y a otros dos, el Cabildo “benemérito” de 1613 les había prohibido ingresar a la aldea (Ver PARTE VII) para evitar entuertos. Entrarían más tarde, con los “confederados” en el poder.

 

2 Diego de Vega se transforma en banquero al diversificar en negocios el capital acumulado del contrabando. Hernandarias secuestra durante el proceso su libro de deudores.

3 No existía entonces la diagonal R. S. Peña para acortar el camino.

4 Este rasgo inicial de entrega o de “pecado original” –aunque bendito por la Iglesia- junto al conflicto entre lo bueno y lo útil, señalado anteriormente, se desarrollarán bajo distintos disfraces a lo largo de nuestra historia: civilización, integración al mundo, crisol de razas, generosidad, progreso, liberalismo… Hoy, por ejemplo, se habla continuamente de los beneficios de la Inversión Externa y de cómo hacer para procurarla.