La Otra Historia de Buenos Aires

Parte XV

por Gabriel Luna

Año 1621. Octubre / Noviembre. Aldea de Trinidad y puerto del Buen Ayre. Pasadas la sequía y la peste de viruela atribuidas a la maldición del escribano [1], pasados el apedreamiento y el destierro del sagaz Delgado Flores[2], la plaga de hormigas, y el furioso viento pampero que impedía el arribo a los barcos, la aldea vuelve a la calma. Reanuda su actividad el puerto del Buen Ayre. Sobre la playa hay un despliegue de balsas y carretas junto a los barcos, la aduana se alborota, las carretas suben y bajan de la aldea por las sendas de menor pendiente, que son las actuales calles Viamonte y Chile. Abren los prostíbulos para la marinería y los troperos, las tiendas de ultramarinos para los vecinos ricos; abren los casinos, y los toneles, festejan borrachos oficiales reales y mercaderes, cuentan monedas los campesinos, bolsas de monedas los banqueros, prebendas los curas, y se levantan tiendas y conventos, sube el humo de los altares, y brotan la ambición y la envidia, los azahares, las espinas, y las flores de durazno en los huertos. Es primavera.

A pesar de que el rey ordenara aprovisionar la región sólo con barcos sevillanos y prohibiera expresamente el tráfico de esclavos a Potosí o a cualquier otra parte fuera de la provincia del Río de la Plata, han llegado dos navíos holandeses de importante calado[3] –el Adam em Eva y el Wassende Maen– y varios de calado regular, portugueses y holandeses. Todos cargados de esclavos negros y mercancías diversas con destino a Potosí. Aún no se ha instalado la aduana “seca” en Córdoba, ordenada por el rey, para evitar ese tráfico. Nuestros primeros vecinos contrabandistas –los “confederados”-, confían en la gestión del banquero Diego de Vega que está viajando a España para torcer esa orden. Vega planea unirse con León Pinelo[4] y recitar en la Corte madrileña una suerte de infortunios y miserias para concluir que sólo la bondad de Su Majestad y las ventajas del libre comercio podrán salvar de la extinción a Trinidad, esa ciudad del reino tan remota como pobre. No dirán que ese libre comercio consiste en transformar la aldea en una factoría de esclavos. Un lugar de “invernada”[5] antes de marchar a las subastas de Potosí. Tampoco dirán que ese libre comercio sirve muy poco al desarrollo de la industria local, ni que las ventajas son sólo para un grupo reducido de la población, entre los que se cuentan ellos mismos.

Mientras viaja Vega crece el contrabando o el pretendido libre comercio en el puerto del Buen Ayre. A la práctica habitual de las “arribadas forzosas”[6] se suma otra, ejecutada por el mismísimo gobernador Góngora. Es la siguiente: Góngora ha conseguido el título de “juez en comisión” de un monopolio esclavista español que opera en el Caribe, como “juez en comisión” puede incautarse de las cargas de esclavos ajenas a ese monopolio; y, como el monopolio sólo opera en el Caribe, Góngora en Buenos Aires puede apoderarse de cualquier carga negrera, subastarla y legalizarla. Estas prácticas de “contrabando ejemplar” (¡llamadas así por los mismos “confederados”!) eran acordadas entre las compañías esclavistas de origen holandés o portugués, y la banda “confederada” porteña.

La banda era una organización criminal de carácter mafioso enquistada en el Cabildo, la Casa de Oficiales Reales, la Gobernación, y la Iglesia. La organización compraba esclavos, los legalizaba mediante el artilugio de las “arribadas forzosas”, financiaba las “invernadas” y los traslados, y vendía los esclavos en Potosí al cuádruple de lo que había pagado.[7] La nueva práctica de Góngora trajo ciertas desavenencias en la banda “confederada”. En particular, porque los oficiales reales que decomisaban las cargas en las “arribadas forzosas” eran reemplazados por Góngora y perdían ingresos. Y en líneas generales, porque el capital acumulado de Góngora, su investidura de gobernador y el título de “juez en comisión”, le daban la oportunidad de quedarse con todo el negocio. La banda se había formado hace doce años[8], su cúpula –a excepción del feroz Simón Valdez, huido y desaparecido en Chile con un misterioso tesoro- no había cambiado desde entonces: Mateo Leal de Ayala, nieto de conquistadores, jefe de los oficiales reales, procurador general de la ciudad, Diego de Vega, hijo de judíos portugueses quemados por la Inquisición, pirata, converso al catolicismo y devoto, mercader próspero devenido en el primer banquero del Río de la Plata, y el inefable Juan Vergara, de origen sevillano, familia noble, y estudios en Salamanca, mercader y estanciero, dueño a perpetuidad de seis cargos en el Cabildo[9], alcalde, proxeneta, notario del Santo Oficio, consejero de los jesuitas, primo del obispo Carranza.

La banda tuvo altibajos. Fue resistida por los primeros vecinos de la aldea –los “beneméritos”-, y atacada frontalmente por Hernandarias, el gobernador criollo. La banda a su vez produjo cohechos, chicanas, fraudes, intrigas, asesinatos, para consolidar el tráfico esclavo y sus ganancias. Pero, en el fondo, e indirectamente, la actividad de la banda era regulada desde Madrid. No porque existiera una política colonial determinada sino porque Madrid era el centro del Imperio y donde estaban los jugadores del gran tablero, los que ponían o sacaban sus fichas de las casillas coloniales según sus propios intereses y con una visión del conjunto. Las fichas eran gobernadores, visitadores, tesoreros, jueces, oidores, oficiales reales, y también ejércitos de ocupación y flotas armadas… Todo eso se disponía en Madrid. Y allí es donde iba Diego de Vega, el pirata devenido en banquero de una remota casilla colonial, a palpar la desmesura.      

¿Cómo era ese lugar atravesado por ambiciones sin límites de donde surgían y caían fortunas fabulosas impulsadas por los jugadores del gran tablero? Madrid estaba signada por el derroche clerical y cortesano, la impunidad medieval, el fanatismo religioso, el ocio, la picardía y la usura, el declive de la industria; y a la vez –quizá como contraste o crítica de todo esto- había una efervescencia cultural prodigiosa, notable en la literatura y la pintura. Era el tiempo de Cervantes, Calderón de la Barca, Francisco de Quevedo, el Greco, Murillo, Juan de Mesa… Un ejemplo de crítica fue Velázquez que, a pesar de ser pintor de la Corte, retrataba a los nobles mostrándolos ridículos y envarados en su boato hasta donde lo permitía la suspicacia. Quevedo escribía El Buscón, una crítica moral, aguda y graciosa, sobre el ocio, la usura, y la vida madrileña poblada de mentiras y engaños. También le dedicó unas coplas satíricas a don Rodrigo Calderón –un jugador del gran tablero, que colocó a Hernandarias de gobernador en el Río de la Plata[10]– ahora caído en desgracia. Otro caso fue el de Lope de Vega, autor del Peribáñez y de la famosa Fuenteovejuna. Las dos obras hablan del abuso de poder y de la impunidad de los nobles. Pero nada de esto advirtió Diego de Vega. Se había enterado durante el viaje de la muerte de Felipe III, y no sabía cómo incidiría esa muerte en el gran tablero ni en sus planes. Pronto lo sabría.

Era diciembre de 1621 y en Madrid, invierno. Vega caminaba por la Plaza Mayor, construida hacía dos años por Gómez de Mora el arquitecto del rey. En nada –salvo en el nombre- se parecía esta plaza a la de Trinidad. Aquí se podía respirar el poder ajeno. Vega veía el rectángulo de la plaza enmarcado en recova por un conjunto de edificios de cinco pisos de estilo renacentista. Los muros de tonos rojos y ocres estaban en armonioso contraste con el negro de las techumbres y con el gris piedra que formaba los pilares de la recova y las pilastras de las ventanas. La construcción parecía un vestido cortesano. Confluían en la plaza seis calles abiertas y otras tres por medio de arcos internos en los edificios. Diego de Vega caminaba extasiado por el costado norte, entre la actual calle de Felipe III y una torre rematada en chapitel llamada Casa de la Panadería. Pudo haberse cruzado con el poeta Francisco Quevedo que frecuentaba una taberna muy próxima, y que era fácilmente reconocible por su andar cojitranco y sus lentes gruesos, pero no sabía nada de Quevedo. Vega respiraba el aire del poder, y hasta pensó en montarse un piso en alguno de esos edificios y dirigir sus asuntos desde allí, como hacían los jugadores del gran tablero. No advertía de su simpleza. Tampoco advirtió que se acercaban a él un teniente de alguaciles y dos guardias de escolta armados hasta los dientes. Lo arrestaron de inmediato.

La carta justiciera[11] de Manuel Frías había llegado a Madrid. Antes de la muerte de Felipe III esa carta no habría tenido mayores consecuencias. Pero a Felipe III le sucede su hijo Felipe IV que apenas tiene dieciséis años. El conde-duque de Olivares se convierte en su valido, una suerte de primer ministro. Y Olivares emprende un ataque tenaz contra la corrupción y el despilfarro. En este contexto, y dada la circunstancia especial de que uno de los incriminados en la carta de Frías –Diego de Vega- estaba precisamente en Madrid solicitando una audiencia, el Consejo ordenó una pesquisa. Y lo que salió a relucir no fue oro sino plata. La plata que había traído Vega de contrabando en dos baúles para costear una flota negrera. Ese fue su abrupto final. De la suntuosa Plaza Mayor de Madrid pasó a la lóbrega cárcel de Alcalá de Henares, que tuvo el raro privilegio de compartir con el conde de Oliva y marqués de Siete Iglesias don Rodrigo Calderón[12] y con el alicaído duque de Uceda -dos de sus admirados jugadores del gran tablero-. De una manera oblicua, su ilusión de vivir junto a los nobles se hizo realidad.

Año 1622. Trinidad y puerto del Buen Ayre. Llega a la aldea Pedro Beltrán de Oyón, el alguacil mayor de la Audiencia de Charcas nombrado juez pesquisidor con facultades extraordinarias para obrar en la causa contra los “confederados” iniciada por Hernandarias y continuada por Delgado Flores. El 31 de marzo Oyón ordena la detención de los oficiales reales Mateo Leal de Ayala y Mateo de Grado, y del abogado Sánchez Ojeda, alcalde de primer voto y hábil enredista al servicio de los contrabandistas. Precisamente a Ojeda se le ocurre la siguiente artimaña. Como ya había una orden de detención contra ellos dictada por Hernandarias cuando estuvo a cargo del sumario, orden que no se cumplió por intervención de Góngora, los tres se constituyen en prisión en el Cabildo. Y el Cabildo, manejado por Juan Vergara, se niega a entregarlos a Oyón sin una autorización expresa de Hernandarias que vive en Santa Fe. Es una chicana para ganar tiempo, preparar una fuga, o incitar al alguacil a dar un paso en falso.

Entonces ocurre algo extraordinario, una jugada política digna de Uceda o de Calderón. El gobernador Góngora ve la oportunidad de resolver sus problemas con los oficiales reales y, además, de quitarse de encima al molesto juez pesquisidor quedando a la vez en buenos términos con la Audiencia de Charcas. Le dice a Oyón que le entregará a los oficiales y al letrado. El alguacil no pierde tiempo. Decide partir con los detenidos a Charcas el amanecer del 2 de abril. Los aprestos se hacen de madrugada, y no en el Fuerte sino en la Plaza Mayor -hoy Plaza de Mayo- para evitar una posible resistencia de los demás oficiales reales. Amanece nublado. Juan Vergara, que vive frente a la plaza –en la actual calle Hipólito Irigoyen, donde está el Banco Hipotecario- distingue a sus socios, Ayala, Grado, y Ojeda, que salen encadenados del Cabildo, conducidos por la guardia del gobernador hasta los carruajes de Oyón. Vergara no los volverá ver. La columna del alguacil escoltada por diez lanceros de caballería parte hacia el oeste envuelta en esa llovizna pertinaz que mucho después se llamará garúa.

Tras las caídas de Diego de Vega y Mateo Leal de Ayala, la cúpula de la banda contrabandista se redujo a Juan Vergara y al advenedizo Góngora.

(Continuará…)

BIBLIOGRAFÍA

La Política Internacional de Felipe IV, Francisco Martín. Ed. Sanz, Segovia, 1998.

Historia Argentina Tomo 1, José María Rosa. Ed. Oriente, 1981.

El Primitivo Buenos Aires, Héctor Adolfo Cordero. Ed. Plus Ultra, 1986.

La Pequeña Aldea, Rodolfo González Lebrero. Ed. Biblos, 2002.

Madrid Antiguo, Rafael Chanes y Ximena Vicente. Ed. Autor, Madrid, 1981.

Felipe III, revista La Aventura de la Historia N° 9. Ed. Arlanza, Madrid, 1999.


[1] Cristóbal Remón. Ver Parte XIII.

[2] Ver Parte XIV.

[3] Calado: parte sumergida de un barco. Para la época y el puerto, un calado importante es de 12 pies y corresponde a barcos de más de 100 toneladas.

[4] Un jurista defensor del tráfico esclavo.

[5] Los traficantes solían dejar los esclavos 6 meses en la aldea para reestablecerlos del viaje y venderlos a mejor precio en Potosí.

[6] Práctica de contrabando detallada en  Historia del Barrio San Nicolás, Parte V

[7] Ver  Parte IX.

[8] Ver  Partes V y VI.

[9] Vergara compró los seis cargos de regidores en subasta a razón de 700 pesos, lo que valía un esclavo en Potosí, y los distribuyó entre parientes y fieles reservándose uno para él.

[10] Ver  Parte XII.

[11] Ver  Parte XIV.

[12] Ver Parte XI.