La Richmond: filosofía barata y zapatos de goma

por Clarisa Ercolano y Rafael Gómez

Tomar un cafecito rodeado de estantes flotantes que exhiben zapatillas y perchas con remeras deportivas en pleno Centro de Buenos Aires, resulta ser el último grito de la moda. ¿O será simplemente para gritar? Basta darse una vuelta por la histórica confitería Richmond que, tras tres años de persianas bajas, cedió casi todo su espacio a un negocio de ropa deportiva multimarca.
¿Moda? ¿Tendencia? ¿Esnobismo? No. Marketing a secas. Ahora, apenas quedan ocho mesas originales, el lugar de despacho. Y si bien en la iluminación y en algunos detalles arquitectónicos se vislumbra un pasado de gloria, casi nada queda de ese bar notable que, paradójicamente, estaba en una nómina de edificios con protección cultural. La gran parte del local ahora está ocupada por plásticos, percheros, cajas, probadores, zapatillas, zapatos de goma, iluminación led. Hay una competencia entre Nike y Adidas, que no es lo mismo que un encuentro entre Borges y Girondo, que los comentarios de un juego de billar -porque había billares en La Richmond-, que las mesas llenas de platitos con el vermut entre rumor de conversaciones y diarios desplegados, o que un ambiente distendido de boiserie, arañas de broce y opalina, y sillones Chesterfield, para encontrarse con amigos, para escribir o leer un cuento. Todo eso se ha ido para siempre. Y lo que es peor, se ha convertido en una mascarada, en resto anacrónico entre profusión de plástico, zapatillas, camisetas y la filosofía barata del consumo. Si Usted piensa en el patrimonio, en un sentido de pertenencia, y cree que fortalecer una identidad cultural sirve para mejorar el cuerpo social, entonces puede simplemente gritar… O puede seguir leyendo y hacer algo.

Cuando La Richmond cerró sus puertas, la Legislatura porteña aprobó una ley declarándola “sitio histórico”. Pero la letra chica sólo impedía modificaciones edilicias y no el cambio de rubro del local.
Los dueños alegaron actividad no rentable y pese a los esfuerzos del personal, los abrazos simbólicos y las quejas de los vecinos, fueron inútiles las buenas intenciones. Los dueños de la confitería Richmond vendieron el local a un grupo inversor por 9 millones de dólares. La ex legisladora kirchnerista María José Lubertino, aseguró entonces que el local de la Richmond estaba siendo entregado “por lo bajo” a Nike. Y, aunque la empresa luego la desmintió, la realidad demuestra lo contrario.
«La confitería Richmond forma parte del patrimonio histórico y cultural de la Ciudad, está protegida por la ley 1227 y por amparos judiciales», explica Lubertino en un comunicado de su sitio web. Por lo tanto, sostiene que «estamos ante un hecho gravísimo de incumplimiento de los deberes de funcionario público por parte de los ministros Lombardi y Chaín».
En 2012, el juez Fernando Lima emitió una orden de amparo que prohíbe vender o refaccionar la confitería Richmond sin la aprobación previa del Ministerio de Cultura de la Ciudad. Lubertino responsabilizó al ministro Hernán Lombardi: «Tiene la caradurez de presentar un proyecto ante la Unesco para declarar patrimonio de la humanidad tomar café en los bares porteños y simultáneamente autoriza por debajo la entrega de los Bares Notables de la Ciudad».
La defensa de los Bares Notables, hecha a pulmón por los vecinos de Buenos Aires que activan en varias organizaciones dedicadas a proteger el patrimonio, ayudó en su momento a que sobrevivan El Gato Negro, El Británico y Las Violetas. Ayudó a reabrir el bar Los 33 Billares, impidiendo que se convierta en otro multimarca, y también el London City, frecuentado en los 40’ por Cortázar.
La suerte y la jurisprudencia no corrieron igual para la confitería Richmond. Construida por el arquitecto belga Jules Dormal, que terminó el Teatro Colón, La Richmond fue inaugurada el 17 de noviembre de 1917 y sus mesas presenciaron lo más rico del debate del “Grupo Florida” -que editaba la revista Martín Fierro-, integrado entre otros, por Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal, Oliverio Girondo, Ricardo Güiraldes, Conrado Nalé Roxlo y Macedonio Fernández.
De este sitio vinculado a un pasado notable y a las costumbres porteñas, que era hasta hace poco un remanso elegante en el fluir del Centro, apenas quedan unas ocho mesas y las letras de molde que dicen “Richmond” en la entrada; casi como una chanza que la modernidad mal entendida le juega a la historia.

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