¿Qué pasó con Santiago Maldonado?

por Elizabeth Lerner

La peligrosa potencia de la pregunta

La pregunta, como recurso didáctico, es fundamental. El interlocutor se convierte, con ella, en sujeto activo del discurso, derrota las teorías de la comunicación puramente monológicas y abre el abanico del dialogismo y la polifonía. La palabra es una construcción colectiva, el conocimiento lo es. Platón y sus diálogos lo habilitan: hay diversos interlocutores que conversan, indagan, intercambian pareceres. En el momento en el que el acto de preguntar se vislumbra como “peligroso”, lo primero que se pone en riesgo es el aprendizaje. Se anula la posibilidad de curiosear, de descubrir, de formular hipótesis a partir de un hecho incomprensible o que, como mínimo, genera dudas. ¿Avanza el acto de conocer -el mundo, una persona, un hecho, un fenómeno, un procedimiento matemático- si se obtura, sesga o condiciona la acción de preguntar?

I. ¿Tienen voz los indios?

Las paredes ajadas. Los bancos y las mesas hundidas por cientos de alumnos que antes se habrán sentado allí. Alguna inscripción en la madera. Cajones de metal rebosantes de fichas amarillentas tipeadas en una Underwood. Año 1996. Yo cursaba Literatura Argentina los sábados a la mañana con Beatriz Sarlo, titular de la materia por entonces. Recuerdo que las clases disparaban mil lecturas y esas, otras mil. Por eso mi visita semanal a ese lugar de paredes ajadas y anaqueles de hierro llenos de libros y revistas -el Instituto de Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires, en la calle 25 de mayo-. Una de esas tardes lo vi entrar. Muy alto, como un hombre de las nieves pero con sobretodo negro y enormes cejas blancas. Me saludó con un gesto más propio del siglo anterior que del pasado, y se escabulló por un pasadizo interno de la biblioteca, a hablar con uno de los chicos que trabajaba allí. De ese hombre increíble aprendí a entender la historia y la literatura de este país a partir de preguntas. Fui de la generación que por un pelito no lo tuvo como profesor, sin embargo, fue el mejor maestro. Lo leí y releí. Primero en artículos específicos sobre Walsh y Sarmiento. Luego, en el libro que aún hoy hago circular -como regalo a la gente que más quiero o en las clases que doy- y que marcó mi forma de leer. David Viñas tenía una inteligencia narrativa impactante: lograba convertir un hecho -en tanto suceso que, por acuerdo y convención social, “ocurrió”- en un interrogante corrosivo. El libro en cuestión, Indios, ejército y frontera, fue publicado por Siglo XXI en 1982: Malvinas y fin de la Dictadura. Viñas lo escribió ya con sus dos hijas desaparecidas, además. En pleno 82 “el viejo”, como le decían algunos, no eligió escribir sobre el exterminio de 30.000 personas en manos de un estado terrorista. Optó por hacer un brillante arco analógico: contó sobre el exterminio de miles de personas cien años antes (o más) y desarmó el concepto rubricado escolarmente en los manuales como “Conquista del Desierto”. ¿Cómo lo hizo? Abriendo el libro con preguntas que sonaban en mi oído, en esos años 90 y a mis escasos veinte, como una sucesión infinita de golpes, de esos cross a la mandíbula arltianos que no suelen pegar tantas veces ni tan fuerte. En el inicio de Indios, ejército y frontera, Viñas pregunta: el ejército “¿negó la importancia numérica de los indios? ¿O bien pretendió disolver su responsabilidad alegando que, en función de esos números escasos jamás hubo genocidio sino a la sumo ¨matanza¨? Y más adelante: “¿No tenían voz los indios?, ¿se tratará paradójicamente del discurso del silencio? ¿O quizá los indios fueron los desaparecidos de 1879? Todos estos interrogantes, especialmente ahora, necesito aclararlos. Lo intentaré, trataré de hacerlo. Dado que, francamente, la versión que me ofrece el circuito neoliberal de 1879 hacia acá, no me convence”.
En mi cuaderno de clase apunto: preguntar es desarticular el discurso heredado.

II. ¿Puedo volver al ajedrez?

Corría el año 1999 y era invierno. Me restaban dos seminarios para recibirme. Nuevamente los sábados me encontraban en el segundo piso del edificio de la calle Puán. Había leído algunos cuentos de Walsh y Operación Masacre, al final de la escuela secundaria. Esos sábados de fin de siglo XX volví a los textos con otra mirada: estaba más grande, más paciente, más incisiva. Nunca fui una gran lectora de paratextos. Le esquivo a las contratapas y prefacios, a lo sumo consumo una solapa para pispear la foto de autoras y autores. O el año de nacimiento. Pero el Prólogo de Walsh a Operación Masacre, en esta segunda vuelta, me sacudió particularmente. Los sucesos de los fusilamientos de 1956, dice Walsh, le llegaron “de forma casual” mientras paraba en un café de La Plata. Lo interesante es qué es lo que dispara su voluntad de investigar y luego escribir sobre la masacre. La casa de Walsh en ese entonces estaba pegada a un cuartel militar. Una noche escucha morir, detrás de su propia persiana, a un conscripto, y sus últimas palabras le quedan grabadas: “No me dejen solos, hijos de puta”. Entre ese estertor y los fusilamientos se gesta el libro pues ya no puede volver atrás. Escribe: “¿Puedo volver al ajedrez? La violencia me ha salpicado las paredes, en las ventanas hay agujeros de balas, he visto un hombre con los sesos al aire, pero es solamente el azar lo que me ha puesto eso ante los ojos. Seis meses más tarde, una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre me dice: -Hay un fusilado que vive.” Y Walsh habla con ese sobreviviente a los fusilamientos, porque afirma: “me sentí sin saberlo como cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana”.
Garabateo en plena clase, ese invierno del 99: preguntar es conocer los límites del propio entendimiento y cruzarlos, bien lejos, hasta llegar a una posible verdad; la escritura es fusil.

III. ¿Qué pasó con Santiago Maldonado?

Es 2017 y los caminitos de Ciudad Universitaria están prolijamente coloreados. Hay promotoras de shampoo y percheros con ropa diseñada por los alumnos de Indumentaria. Hay un auditorio lujoso al lado del aula sin acústica ni buena luz donde damos clase cada lunes y jueves. Subo a la tarima porque es el único acceso al pizarrón, y escribo: la abducción es una forma de razonamiento por el cual se puede llegar a una postura posible a partir de hechos novedosos, sorprendentes y que desafían el razonamiento convencional y al lado, en imprenta muy grande (el aula es muy muy larga y los de atrás apenas ven el pizarrón) rayo: PEIRCE. Explico entonces que hablaremos de ese tema, que lo contrastaremos con otros modos de inferir y conocer que ya conocen -la deducción y la inducción- y doy el ejemplo trillado pero infalible del Triángulo de las Bermudas. ¿Cómo se esfuman allí las aeronaves? ¿Por qué los barcos son chupados en esa zona? ¿A qué obedece la desaparición de tantos buques a lo largo de las décadas? Nos reímos y jugando el juego de la abducción, lanzamos hipótesis: que fueron los alienígenas, que hay un campo magnético en esa parte del océano, que es un mito creado por la CIA para distraer de sus operaciones militares en la zona. Una vez que la catarata de conjeturas está constelada en el pizarrón elegimos aquella más “plausible”, “más aceptada” por la comunidad social y científica. Y, alienígenas no eran. Dejo que se calmen las risas y bajo de la tarima. El pizarrón, está copado así que solo queda mi voz. Pregunto: ¿Qué pasó con Santiago Maldonado? El contraste es grande. El Triángulo de las Bermudas despertó la elocuencia aún de los más tímidos. Pero ante este interrogante, el silencio. Repito: ¿Qué pasó con Santiago Maldonado? Y creo que ahí empiezan a entender. A asociar. Como Walsh. Como Viñas. Entienden que todo acto de razonamiento, toda palabra, toda pregunta es una invitación a desarmar y rearmar, a buscar, a descartar todo lo que no convence, a bucear entre discursos y no ahogarse en el trayecto. Creo, espero, confío, que en esa secuencia de clase haya habido una incomodidad, al menos un escozor: tal vez el primer paso para empezar a entender. El temor de los padres, de ciertos sectores de la sociedad, a que esta pregunta inunde las aulas, llegó al extremo de manifestaciones explícitas de prohibición: números 0800 para denunciar actividad política en las escuelas, docentes acusados y miles de posteos en Facebook. Pero hay una fuerza que olvidaron: la de la pregunta, la de la curiosidad de chicos, de jóvenes, que sentados en sus bancos y con lápiz en mano, preguntan: por la velocidad de la luz y las relaciones simbióticas; por el sujeto y el predicado; por el logaritmo y los ejes cartesianos, por el signo lingüístico, por los indios, por su voz, por la voz de otros y por el territorio, por la geografía, por los ríos comprados, por los mapuches, por los derechos civiles, por el río que Santiago cruzó o no cruzó, por los gendarmes que lo detuvieron o no, por si es igual a otras desapariciones o no. Por Santiago, por dónde, por cómo, por qué, porque sin pregunta no hay posibilidad de conocer, preguntamos: ¿Qué pasó con Santiago Maldonado?

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