Cerró La Roma

Trabajadores a la deriva

El jueves 27 de diciembre les tocó a los trabajadores y trabajadoras de la emblemática pizzería Roma, de Lavalle 888. Al llegar a su lugar de trabajo empleados y empleadas del turno mañana encontraron el local cerrado y vallado. El día anterior el comercio había trabajado normalmente.
Recién por la tarde, un puñado de trabajadores y trabajadoras recibieron los telegramas de despido. Llevan la firma de Fernando Sarlenga y y sus dos hijos, el mensaje es escueto y caótico: “Por fuerza mayor, la casa se cierra definitivamente”.
De inmediato, y con el apoyo del Sindicato de Pasteleros, los trabajadores y trabajadoras ocuparon las instalaciones de la pizzería. Resisten el vaciamiento y luchan por la defensa de su fuente de trabajo. Al enterarse de la medida de fuerza, uno de sus propietarios se acercó las instalaciones. Daniel Sarlenga, no dialogó con los trabajadores, ni con la prensa. Se limitó a observar el estado de la situación y luego se retiró.
En medio de la terrible recesión económica y crisis laboral que atraviesa el país y la Ciudad, treinta y seis trabajadores y trabajadoras quedaron literalmente en la calle. Aseguran que se trata de una maniobra de la patronal para flexibilizar las condiciones laborales. Sus dueños son también propietarios de la pizzería Nápoles, ubicada en Callao y Rivadavia. Años atrás realizaron la misma maniobra de vaciamiento en la confitería Simo en Maipú al 400.
La propuesta que los Sarlenga hicieron a los letrados del sindicato de Pasteleros fue pagar sólo el 50% del monto correspondiente a las indemnizaciones, y en cuotas. Esto motivó la toma de las instalaciones por parte del personal, teniendo en cuenta que hay trabajadores en condiciones de jubilarse.

La pizzería Roma abrió sus puertas en 1953, por iniciativa de Víctor Hernáez, un gallego vinculado a una sociedad de trabajo especializada en gastronomía. Estas sociedades, estructuradas como cooperativas, fueron fundadas por inmigrantes españoles e italianos que venían de las guerras y el hambre. Los primeros que llegaron, sin muchos más recursos que el ingenio y sus propias fuerzas para sobrevivir en una tierra extraña, decidieron asociarse y dedicarse a la gastronomía. Y los que seguían llegando en esas condiciones, aprovechaban el vínculo de identidad y la experiencia laboral de los primeros, y hacían lo mismo. Hernáez monta un kiosco de comidas rápidas, venta de panchos y sándwiches de milanesa, al paso, sin sillas ni mesas. Es un éxito. Hernáez decide entonces utilizar toda la extensión del local, invierte las ganancias, pone mesas, un horno pizzero. Y así empieza la historia de la pizzería Roma, que se convertirá en la pizzería más grande de Sudamérica.
El 1º de mayo de 1958, cuando asume la presidencia Frondizi, hay un cambio de firma en la pizzería Roma y una expansión. Asume la dirección de la Roma una sociedad de trabajo encabezada por Ibañez y Fernando M. Sarlenga, y se inaugura el salón del primer piso. La pizza, por sabrosa, rápida de elaborar, y económica, se convierte en un alimento propicio para las “salidas al cine” de la clase media. Entonces, la pizza sólo se hacía de molde y había tres variantes: de anchoas, napolitana, y mozzarella.
En la década del 60 se registra el auge de la clase media porteña. Un apogeo no sólo relacionado al consumo y al entretenimiento, sino también a lo cultural. Bares, pizzerías, restaurantes, librerías, y otros comercios, que están abiertos toda la noche. La Roma, por entonces se ha expandido, ha anexado un local lindero donde funcionaba una lechería de la Vascongada. El encargado de la pizzería en esa época, don Andrés Pérez, cuenta que “además de ampliar el salón, el anexo permitía mejorar el servicio de comida al paso. Lo usual era pedir en el mostrador la porción de mozzarella con fainá, el vino moscato, a veces la sopa inglesa, y comer de pie en las mesadas de adelante.
El neoliberalismo fue impiadoso con la calle Lavalle, no se trató sólo del fin de los cines -reemplazado hasta cierto punto por otras tecnologías- sino del total declive económico y cultural. Este sistema necesita de la fuerza y el terror (provisto a veces por los militares) y del aislamiento y la descomposición del tejido social para sostenerse. No es conveniente una calle realmente cultural y con gran flujo de personas, que funcione como ágora, como encuentro, que tenga la alegría y solidaridad de lo diverso. Y es por eso que han dejado de ser negocio los cines, los bares notables, las pizzerías como Roma. El sistema va acorralando, impone tendencias. Desde el advenimiento del neoliberalismo y hasta estos días, Lavalle es un sombrío mercado de baratijas made in china, de prostitución, soledad, iglesias evangelistas y sórdidos comercios.

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