Crónicas VAStardas

Mochi

por Gustavo Zanella

No era amigo de Mochi, era de otro curso. En realidad se llamaba Alejandro Villegas pero no creo que nadie lo recuerde así. Solo Mochi. Era su marca. No me caía muy bien. Era amigo de mi amigo, David. Había repetido una o dos veces, me parece. Tenía, pues, más o menos nuestra edad. Petiso, retacón. Era desenvuelto, medio fulero pero entrador. Tenía una voz nasal y una colita en el pelo que le quedaba como el orto pero en esa época era un imán para las chicas.

A la salida de la escuela paraba con nosotros en una de las plazas de Pontevedra. La de adentro. La que está frente a la iglesia. Por ahí es mejor decir que nosotros parabamos con él, porque él paraba con muchos. Era un tipo popular; y si uno quería tomarse unas licencias con excesos incluidos, Mochi estaba en el selecto grupo de los sujetos indicados. Baqueano de la muy conurbana noche de Merlo era una especie de Virgilio con look rock-chabón años antes del rock-chabón. Promediaban los noventa. También promediaban en el cóctel el vino berreta en tetra, el pucho, el porro, y allende la frontera, la merca.

Mochi fumába muchísimo a los 16 y hacía años que lo hacía. Una vez se lo dije, a riesgo de repetir el papel de tarado culto al pedo que siempre interpretaba con él y su gente. Me contestó que había pocas cosas más lindas que la imagen de la luz del pucho en la oscuridad, tirado en la cama, escuchando música; que le gustaba el ruido del tabaco al quemarse.

No era un tipo leído y no tenía, que yo supiera, más intereses estéticos que tocar de vez en cuando y mal, una guitarra criolla. Pero me impactó la imagen que describía. Me pareció bella, a lo Bukowski, a lo Thomson, a lo Sabina, si se quiere. Era un gran conversador.

Siempre andaba con el Negro. Otro igual a él. Vivían en Barrio Rivadavia. Eran como hermanos. Uno de esos vínculos forjados en la juventud y el hambre compartida. Hasta que se pelearon. Nunca se supo por qué. Ninguno de los dos lo contó jamás. El negro se casó con su novia de secundaria y tuvo dos pibes. No lo vi nunca más.
Mochi venía de fábrica medio jugado. Tenía algo parecido a la epilepsia y alguna cosa neuronal. También asma.

Es decir, se rifaba una muerte y el pibe tenía todos los números. Una vez estaba con David y el negro chamuyándose a unas pibas en la plaza y le agarró un ataque de epilepsia, o algo así. Las pibas salieron corriendo y los pibes, cagados en las patas, lo llevaron hasta la salita. No recuerdo si fue esa u otra vez parecida en la que le inyectaron algo y estuvo una hora expectorando una baba parecida al alquitrán del asfalto.

Cuando su curso hacía fiestas para el viaje de egresados, todos queríamos que lo pusieran en la barra porque nos regalaba unos tragos asquerosos pero pegadores. Me decía “un especial para vos, amiguito” y me regalaba una mezcla de licores de cuarta cuya receta se inventaba en el momento. Una vez me dio uno al que bautizó “el rock”. Vomité 4 horas y no recuerdo nada de ese día.

Como pasa siempre al terminar el secundario y decirnos que no se corte, se cortó. Y sabía de él lo que me contaba David, que lo veía seguido. Algunos pocos años después me llama una amiga en común y me lo zampa. Mochi estaba muerto. Se había duchado y, con el pelo húmedo y en remera, salió a pistear con la moto durante un par de horas. Siempre con el pucho en la boca. Volvió. Se sentó en la mesa de la cocina. Le dijo a su mamá “vieja, no me siento bien. Vamos al hospital. Llamá a un remís”. Llegó muerto. Era domingo a la mañana. Hacía frío. Era julio. Lloviznaba.

Al principio, tengo que decirlo, me chupó un huevo. Cuando uno le toca el culo a la muerte lo más probable es que se lo tome a mal. Pero durante el día esa muerte se me afincó, se me pegó. Por la noche bastó el llamado de otro pibe, Claudio, también de su grupo. Me preguntó “¿Vas a venir, no?”. No iba a ir, pero fui, después del trabajo. De Ezeiza a Merlo a las 12 de la noche de un domingo-lunes atravesando Catán, Morón, Castelar, Ituzaingó y San Antonio de Padua. Llegué a las 3 de la madrugada, de casualidad. Estaba todo el piberío de años atrás. Otros ya se habían ido. Fue la primera vez que nos volvimos a ver, y también una de las últimas. En un velorio.

Mochi estaba en un cajón marrón con una remera de Los Ramones que no se sacaba nunca. Creo que lo enterraron de jean y zapatillas Topper de lona. Tenía una palidez sorprendente para quienes no habíamos visto muchos muertos en vivo y en directo. El tanatólogo o quién carajo haga ese laburo le había pegado los labios con la gotita de una manera grotesca. Se le veía la rebarba del pegamento en la línea de los labios morados. No supe si reír o indignarme. Junto al cajón estaban la mamá de Mochi y su novia.

David estaba devastado. La noche anterior habían estado juntos en su casa.

Cuando nos fuimos, unos cuantos esperamos el mismo bondi y tomamos de una petaca que alguien acercó y nos reímos mucho, con ganas, en memoria de Mochi y de nosotros, pero sobre todo de Mochi. Digo de nosotros porque los cambios estaban a la vista. Pelos cortos, ojeras, pancita de abandono, todo eso que impone la disciplina laboral de trabajos medio pelo donde nos boludeaban por ser adolescentes, cuando teníamos la gracia de tenerlo. Gobernaba el grupo sushi y no abundaba.

No recuerdo si Mochi trabajaba. Seguro que sí. Seguro que pivoteaba entre alguna fábrica de algo que lo contratara en negro o entrar a la policía, como les pasó a muchos.

Mochi estaba muerto. Mochi ahí, en el cajón, en formato fiambre para el tiempo. Alguien tiró aquello de que murió en su ley. Alguien dijo que podíamos juntarnos a comer después del entierro. A ese no fui. No sé si se juntaron luego. Se dijo que fueron muchos, que algunas de nuestras ex compañeras fueron con sus hijos recién nacidos, que cantaron canciones de los Redondos y Hermética en su honor cuando desandaban el camino de piedras del cementerio de Santa Rosa, pero me parece que eso es mentira y parte del halo místico que sedimenta en la memoria la muerte en plena vida.

Ayer en la galería Bond Street me crucé con un pibe igual. 17 o 18 años. Su doble perfecto, su doppelgänger como le dicen los que saben. Como si se hubiese levantado del cajón de mi recuerdo, el pibe tenía remera de Los Ramones y topper de lona. Colita. Fulero. Pucho. Cuando tropezamos, a pesar de la diferencia de edad, que se nota y mucho, el pibe me dice “sory, amiguito” y sigue en la suya. Hubiese jurado que alguien en el cielo o el infierno le había dado a Mochi una oportunidad de vivir todo lo que le quedó pendiente. Pero luego de unos instantes supe que no era él. Mochi jamás hubiese usado la palabra “sory“.

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