Un pibe corre

por Horacio Dall’Oglio para revista Cítrica

Un pibe corre y le da la espalda al representante del Estado que sostiene su arma reglamentaria en alto, a unos metros de distancia, cargada de nuevos reglamentos y avales políticos. El pibe le da su espalda, pero mucho antes el Estado, ese mismo que ahora le apunta y que ya no necesita dar la voz de alto porque puede resultar «evidentemente inadecuado o inútil», se la dio a él, y como compensación por los años que estuvo ausente ahora está por ofrecerle una bala de plomo.

Un pibe corre, y si no fuera por la urgencia de escapar, de encontrar una salida, un desvío, un sentido a esa injusticia, bien podría recitarle al policía que le apunta una poesía de Bertolt Brecht titulada «Sobre la violencia», y decirle, con tono grave de poeta de los suburbios: «Al río torrentoso lo llaman violento/pero al lecho que lo comprime/nadie lo considera violento». Podría, el pibe que corre, si tuviera tiempo, también explicarle, la similitud entre esa ejecución sumaria que está por perpetrar y aquel cuento de Kafka, «En la colonia penitenciaria», donde el oficial encargado de administrar la muerte a través de un «aparato singular» admite que el condenado no conoce sus propia condena, y que «no tendría sentido anunciárselo» puesto que lo «experimentará en su cuerpo». Un pibe corre, y quisiera detenerse y decirle al policía que se ha convertido en un burócrata de la muerte, un burócrata gris como los que pueblan las historias de Kafka, y contarle que él es usado, él como todos los ahora apuntan a otras espaldas indefensas, como un engranaje de esa gran máquina anónima que produce, que “procesa”, cada vez más condenados a muerte.

Un pibe corre y parece una espalda sola, aislada; una espalda que no habla, no grita, no se queja. Pero si pudiera verlo el pibe que corre, si pudiera contemplar cómo se ponen en fila todos los cuerpos que dan la espalda a un funcionario del Estado, y a otro, y a otro, y a otro, y cómo todos estos mismos alfiles de la ley apuntan con sus armas, vería pronto que hay una serie; una cadena de producción de cuerpos vueltos de espalda, donde no hay rostros a quien hablarle, ni gestos para leer. ¿Pero acaso no habla esa espalda?, ¿quién escucha sus silencios y sus ilusiones de tirarse al pasto para ver pasar las nubes?, ¿quién atiende la singularidad de esas existencias convertidas, de pronto, en meros blancos hacia los que es preciso apuntar para «inmunizar», para «limpiar» la sociedad de «elementos amenzantes»?

Un pibe corre y parece una espalda sola, aislada; una espalda que no habla, no grita, no se queja.

Un pibe corre y no le falta fuerza ni velocidad; bien podría, si tuviera la oportunidad, ser velocista o participar en maratones, pero le falta tiempo, y cada vez tiene menos tiempo con ese policía que le apunta por la espalda y mantiene firme, con las dos manos, el arma ejecutora, como cuando le enseñaron a disparar en las prácticas de tiro y enfrente había una silueta y no una persona; una silueta como aquellas que en 1983 denunciaron el terror perpetrado desde el Estado. Siluetas de ayer, siluetas de hoy. Maratones y corridas. ¿Acaso el pibe que corre no podría cuestionar, si no lo apremiara ese policía apuntándole, la jerarquía que se establece entre aquellos que hacen “vida sana” y practican running en plazas y parques, y esta corrida tremenda que está dando para dejar de ser calculado por el policía que mide la distancia, que lo convierte en objeto, en animal de caza? ¿No es una cuestión de imagen todo?, ¿no podría, el pibe que corre, argumentar que previo al disparo que está por salir de esa arma reglamentaria hubo un “disparo” mental que produjo una imagen, como en una cámara fotográfica, de “sujeto peligroso” con sus pantalones comprados en la feria del barrio y su gorra de visera, y que por lo tanto lo que está por dispararse no son balas sino prejuicios?

Un pibe corre y quiere evitar con todas sus fuerzas que ese fuego, robado por Prometeo a los dioses para satisfacer las necesidades humanas, termine quemándolo; ese fuego que se enciende en un ritual donde hay que presentar los sacrificios al dios Capitalismo. Un pibe corre y quisiera gritar a los cuatro vientos que desde la post dictadura ningún gobierno se animó a tanto, y que no es casualidad que el mismo gobierno que apela desde su inicio y de diversas formas al “sacrificio”, a “cruzar el río”, a “escalar el Aconcagua”, sea el mismo que haya oficializado el “gatillo fácil” como política de Estado; hay coherencia entre esos sacrificios de muertes lentas, anónimas, productos del hambre y la miseria, y los sacrificios inmediatos, expeditivos, de la vida de pibes y pibas, perpetrados todos por este experimento fallido, este terrible experimento de restauración que ha sido el macrismo.

Un pibe corre y quisiera gritar a los cuatro vientos que desde la post dictadura ningún gobierno se animó a tanto

Un pibe corre pero podría ser una piba, un compañero de laburo, una amiga, un militante social, una luchadora; podría ir en bicicleta, en moto, o en un auto prestado; podría no detenerse en un control de tránsito o estar en su casa tomando mates; podría caminar sin rumbo por la ciudad o asistir a una marcha; podría estar en San Miguel del Monte o el «Alto» de Bariloche, en el conurbano bonaerense o en el Gran Rosario. Un pibe corre porque hay funcionarios, esbirros del mismísimo Ades, que suponen que “si un policía tiene un arma y no puede usarla, estamos en el peor de los mundos”; y puede que el arma la tenga un policía, un prefecto, un gendarme. Un pibe corre, un pibe que no tiene tiempo de que nuevos gobiernos deshagan los reglamentos que avalan la pena de muerte porque ahora es él, como podríamos ser cualquiera de nosotrxs, quien corre y quisiera volar, “con la utopía, la de sobrevivir”, y de poder seguir con su vida, con su familia, con sus amigos y amigas, con sus amores, con sus recuerdos, con sus anhelos, con sus nostalgias y sus esperanzas.

Un pibe corre y sueña con un futuro donde no tenga que correr, y donde se pueda vivir en comunidad, sin opresores ni oprimidos.

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