
El crimen político de desatender el hambre
Con más de 8 mil personas durmiendo en las calles sólo en CABA y un recorte del 44% en el presupuesto habitacional, el Gobierno Nacional decidió retirarse formalmente de la asistencia directa. El Decreto 373/2025 delega a las provincias lo que antes era obligación del Estado: garantizar el derecho a no morir de frío.
Mientras más de 8 mil personas sobreviven en la calle solo en la Ciudad de Buenos Aires y miles más en el resto del país, el Gobierno de Javier Milei firmó el Decreto 373/2025, que desmantela por vía administrativa la Ley Nacional 27.654 de protección para personas en situación de calle. Lejos de fortalecer el sistema, el Estado se retira: deja de asistir directamente y traslada la responsabilidad a provincias ya desbordadas y sin presupuesto garantizado. La medida se oficializa en pleno invierno, con temperaturas bajo cero y muertes por hipotermia en años recientes. Mientras tanto, la Ciudad de Buenos Aires recortó un 44% en términos reales el presupuesto para subsidios y paradores, y 1 de cada 3 personas en calle declara haber sufrido violencia policial. La decisión no solo es regresiva: es un crimen político planificado que transforma el abandono en doctrina.
por Melina Schweizer
Desatender el hambre no es una omisión ni una consecuencia inevitable de la crisis: es una decisión política, y por lo tanto, un crimen con responsables. El Decreto 373/2025 no es solo una medida administrativa: es una doctrina. Marca el momento exacto en que el Estado nacional decide retirarse de la vida de quienes no tienen nada, en nombre del orden fiscal y la eficiencia territorial. Le quita a la Nación la obligación de asistir directamente a las personas en situación de calle, transfiere la responsabilidad a las provincias sin garantizar recursos, y convierte el derecho a la subsistencia en una carga repartida entre jurisdicciones desiguales.
Lo hace invocando el principio de subsidiariedad, pero pervirtiéndolo: en lugar de acompañar a los gobiernos locales cuando no pueden, se desentiende desde el inicio, como si la miseria pudiera ser administrada por código postal. Y lo hace, además, en pleno invierno, cuando el frío y la intemperie se convierten en sentencia para miles de personas que sobreviven entre el asfalto y el abandono.
Fue publicado un lunes de frío, como si el azar supiera lo que hacía. El Decreto 373/2025, firmado por el presidente Milei y sus ministros, modificó por la vía administrativa —y sin debate legislativo previo— una ley que protegía a una de las poblaciones más vulneradas del país: las personas en situación de calle. Con la excusa de la «eficiencia territorial» y apelando a una lectura convenientemente recortada del federalismo, el Estado Nacional se retiró de su responsabilidad directa para convertirse en una suerte de comentarista institucional: supervisa, recomienda, sugiere. Pero ya no asiste.
Este decreto viola la Constitución y los pactos internacionales que obligan a garantizar derechos sociales sin regresión, pero también traiciona el sentido mismo del Estado democrático: proteger a los más vulnerables, no tercerizar su muerte. En lugar de construir un piso de dignidad común, el Gobierno naturaliza que algunos vivan y mueran fuera del contrato social, invisibles, sin nombre, sin ley.
Por eso, más allá de su forma legal, el Decreto 373/2025 debe ser leído como lo que es: un crimen político planificado. Porque cuando se retira el plato de comida, la cama de abrigo y el techo protector del que no tiene otra opción, no se está ajustando: se está eliminando por omisión.
¿Por qué se llega a la calle?: una radiografía de las causas que nadie quiere mirar
No se nace en la calle. Se llega. A veces empujado, a veces expulsado, otras tantas por caída libre tras años de precariedad. Nadie vive a la intemperie por elección. Lo que hay detrás de una persona en situación de calle no es misterio, sino una combinación de factores tan previsibles como evitables.
La primera causa es la más brutal en su simpleza: el desempleo y la pobreza extrema. Sin ingresos, sin salario estable, sin subsidios que cubran siquiera el costo de una pieza en una pensión barata, la caída es vertical. En un país donde la inflación desarma cualquier intento de planificación y la informalidad laboral arrasa con derechos adquiridos, quedarse sin techo es apenas el último eslabón de una cadena de exclusiones. Las organizaciones sociales lo vienen diciendo hace años: sin políticas habitacionales inclusivas, el mercado decide quién duerme bajo techo y quién duerme bajo estrellas congeladas.
Después están los desalojos y el déficit habitacional. Familias enteras expulsadas de inquilinatos, conventillos, tomas o pensiones por no poder pagar. El precio del metro cuadrado sube; el salario, no. Los jueces firman órdenes de desalojo sin alternativa, y el Estado mira hacia otro lado. En la Ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, el subsidio habitacional cubre hoy apenas un tercio del valor real de una habitación. Lo demás corre por cuenta del hambre. Un ejemplo reciente: quince familias desalojadas de un inmueble porteño fueron derivadas a hoteles por pocos días. Después, la incertidumbre como única respuesta.
Pero no todo es pobreza estructural: la violencia también expulsa. Especialmente a mujeres, niñas, adolescentes, personas trans y travestis. Más de la mitad de las mujeres y disidencias en situación de calle declararon haber sufrido violencia de género. El hogar como trampa, como cárcel, como campo minado. Y cuando la red familiar se rompe, si no hay refugio, si no hay Estado, la calle aparece como el único escape. No como elección, sino como escape desesperado de algo peor.
Las adicciones y los consumos problemáticos aparecen muchas veces en este relato, no como causa única, sino como parte de un círculo vicioso. Algunos llegaron a la calle por su consumo; otros empezaron a consumir para soportar la calle. Alcohol, paco, pastillas, silencio. La falta de dispositivos públicos de atención en salud mental y adicciones no solo agrava el problema: lo perpetúa. Y lo convierte en una condena sin redención.
Los trastornos de salud mental no tratados también empujan. Personas con esquizofrenia, trastornos bipolares o depresiones severas terminan en la calle porque el sistema de salud los expulsa. La desinstitucionalización, sin alternativas reales, es otra forma de abandono. Y vivir en la calle, sin acompañamiento, sin medicación, sin escucha, es una bomba de tiempo que el Estado prefiere no mirar.
Pero hay más. Divorcios, muertes, pérdidas, salidas de instituciones sin acompañamiento. Jóvenes que egresan del sistema de cuidado sin red de apoyo. Personas que salen de la cárcel o de un neuropsiquiátrico y no tienen a dónde ir. Gente con discapacidades físicas que no pueden sostener su vida de forma autónoma en un mundo que les exige movilidad, rapidez, fuerza, conexión. Vidas quebradas por múltiples lugares. Una, dos, tres vulnerabilidades que se cruzan, hasta que ya no hay dónde caer.
Por eso, la calle no es sólo falta de techo. Es falta de red. Es falla del sistema de salud, de vivienda, de justicia, de trabajo, de afectos. Es la evidencia más descarnada de lo que pasa cuando un Estado se achica tanto que deja de existir para quienes más lo necesitan.
Lo dijo una organización social con brutal honestidad: “La calle no es solo una cuestión habitacional: es una múltiple violación de derechos”. El frío, el hambre, el insomnio, la violencia, la desconfianza. Todo eso junto. Todo eso encima. Todo eso sin nadie que lo nombre, que lo remedie, que lo escuche.
Y entonces, el círculo se cierra: sin políticas integrales, sin presencia efectiva, sin voluntad política, la calle se convierte en destino. Pero no es inevitable. Es política. Y lo que es político, se puede cambiar. Si hay decisión. Si hay empatía. Si hay justicia.
Un retroceso constitucional con nombre y apellido
La Ley 27.654, sancionada en 2021, fue una conquista lenta y fragmentaria de organizaciones sociales, defensorías públicas y académicos comprometidos. Reconocía el derecho al acceso a una vivienda digna como obligación directa del Estado Nacional. No hablaba de filantropía ni de beneficencia: hablaba de políticas públicas ancladas en los artículos 14 bis y 75 inc. 22 de la Constitución, donde están incorporados con jerarquía constitucional los pactos internacionales que garantizan techo, asistencia y protección contra la pobreza extrema.
El nuevo decreto, sin embargo, vacía la ley de contenido garantista. Redefine su arquitectura institucional. Sustituye al Estado garante por un Estado orientador. Le cambia el alma a la norma con silenciosa eficiencia. El nuevo artículo 3° limita la actuación de la Nación a la aprobación de «directrices generales», y la supedita a una eventualidad: actuar solo si las provincias no tienen recursos. Es decir: la Nación se reserva el derecho de no hacer nada.
Y al hacerlo, viola la obligación internacional de progresividad de los derechos humanos. Porque donde había un derecho garantizado por el Estado central, ahora hay una expectativa sin sujeto obligado. Una promesa. Un tal vez.
En la tabla se observa la divergencia entre fuentes oficiales y censos independientes. Por ejemplo, el Censo Nacional 2022 identificó apenas 2.962 personas durmiendo a la intemperie en todo el país mientras que el Relevamiento ReNaCalle 2023 –realizado por organizaciones sociales en 11 ciudades– halló unas 9.440 personas sin techo. Solo en la Ciudad de Buenos Aires, las ONGs relevaron más de 8.000 personas en situación de calle, cifra muy superior a las ~4.000 reconocidas por el Gobierno porteño en 2024 Esta brecha se explica por diferencias metodológicas: las organizaciones realizaron un “barrido” territorial exhaustivo durante varios días e incluyeron a gente en paradores, evitando subestimaciones. En cambio, el INDEC y la Ciudad efectuaron relevamientos acotados (en una sola noche, y en ciertas zonas), que tienden a subcontar a una población “difícil de censar” por su movilidad y dispersión. De hecho, INDEC no relevó todas las jurisdicciones en 2022 (provincias como La Rioja o Santa Cruz no fueron cubiertas, reportando “cero” casos). Por otro lado, hasta 2021 la Ciudad de Buenos Aires ni siquiera incluía en sus conteos a las personas alojadas en refugios, criterio que debió sumar tras críticas de las ONGs.
La perversión del principio de subsidiariedad
En los fundamentos del Decreto 373/2025, el Gobierno invoca un concepto técnico: el principio de subsidiariedad. A primera vista, parece una decisión sensata: permitir que las provincias —supuestamente más cercanas a la realidad social de sus habitantes— asuman el liderazgo en la atención a las personas en situación de calle. Pero el problema no está en el principio, sino en el modo en que lo pervierten.
El principio de subsidiariedad tiene raíces filosóficas en el pensamiento aristotélico y fue desarrollado políticamente por la doctrina social de la Iglesia Católica desde la encíclica Quadragesimo Anno (1931). También es parte de la tradición federal argentina desde la Constitución de 1853. Pero su sentido original no era habilitar la deserción del Estado nacional, sino evitar que una autoridad superior intervenga en lo que puede hacer eficazmente una autoridad inferior, siempre y cuando esta tenga los medios para hacerlo.
Es decir: la subsidiariedad no significa “que se arreglen las provincias”. Significa que el Estado nacional debe acompañar, fortalecer, asistir y garantizar recursos, precisamente cuando las jurisdicciones no están en condiciones de sostener por sí solas un derecho fundamental. Lo que el Gobierno hace, en cambio, es intervenir para retirarse.
En vez de actuar cuando la provincia no puede, como establece el principio, se desliga de entrada, y deja una cláusula condicional por si acaso. Una especie de botón rojo que el Estado activará —si quiere, si puede, si le parece— cuando el daño ya esté hecho.
Y más grave aún: lo hace sin compensación presupuestaria, sin un plan nacional de apoyo a los gobiernos locales, y sin ningún mecanismo claro de control parlamentario, ciudadano o judicial. Así, lo que se presenta como una “reorganización territorial racional” es, en términos jurídicos, una forma de neutralización del principio de igualdad federal.
La subsidiariedad, en manos de este decreto, se transforma en una coartada tecnocrática para justificar el vaciamiento. Un barniz jurídico sobre una política de omisión planificada.
Y esa omisión no es neutra. Reproduce, profundiza y consolida desigualdades históricas. Porque si hay algo que la historia argentina ha demostrado una y otra vez es que las provincias no arrancan de la misma línea de largada. Descentralizar sin reparar esa asimetría es lo mismo que abandonar con GPS.
La descentralización del abandono
La descentralización puede ser un instrumento virtuoso cuando va acompañada de recursos, capacidad instalada, transferencia tecnológica y voluntad política. Pero cuando lo único que se transfiere es la responsabilidad desnuda, sin un peso, sin una estructura, sin equipos ni garantías, lo que se está descentralizando no es la gestión: es el abandono.
El Decreto 373/2025 consuma esta operación con pulcritud administrativa: asigna a las provincias y a la Ciudad de Buenos Aires la “responsabilidad inmediata” sobre la atención de las personas en situación de calle, pero no crea un fondo federal, no establece mecanismos de redistribución progresiva, no garantiza el cumplimiento equitativo del derecho al techo. Lo que deja es un vacío ordenado, prolijamente firmado por quienes no lo van a habitar.
El Gobierno de Javier Milei no descentraliza competencias, descentraliza el costo político de una crisis social en expansión. Y lo hace con una estrategia cruel: invisibiliza el problema en términos nacionales para aislarlo en unidades territoriales menores, menos ruidosas, más vulnerables, más permeables al ajuste.
La lógica es clara: lo que se fragmenta, no duele. Lo que no se ve en cadena nacional, no existe. Si la persona en situación de calle muere en San Juan, en Reconquista o en el límite de Tucumán con Catamarca, no será tapa de Clarín, no generará movilización nacional, no interpelará al presidente.
Pero la pobreza, incluso cuando no sale en los medios, sigue siendo una forma de violencia estructural y de Estado. Y cuando se institucionaliza la fragmentación de la respuesta, se consagra un modelo de país con ciudadanos de primera, de segunda y de ninguna.
Porque la Argentina no arranca de la misma línea. Mientras en CABA hay una red mínima de paradores, con ONG’s en red y subsidios habitacionales (restringidos, pero existentes), en provincias como Formosa, San Luis o La Rioja no hay ni un protocolo oficial para personas en calle. Muchas veces ni siquiera se reconoce su existencia como sujeto social. La calle no figura en las estadísticas provinciales porque, en términos administrativos, no existe.
El informe Personas en situación de calle en Argentina (2023–2025) lo deja claro: el 38% de la población sin techo está en el AMBA, pero el crecimiento más rápido se da en Rosario, Córdoba, Mar del Plata, Mendoza, La Plata, Resistencia y San Miguel de Tucumán. En esas ciudades, el aumento interanual superó el 50% en 2024, con más mujeres, más familias completas y más personas expulsadas de pensiones, hoteles familiares y hogares institucionales que ya no reciben transferencias.
Y en los márgenes más profundos, el norte del país —Jujuy, Santiago del Estero, Chaco— funciona como zona expulsora de pobres invisibles, aquellos que no entran en ningún plan ni en ningún Excel. Allí, el cierre de comedores, la eliminación de fondos nacionales para niñez y la parálisis de los programas de salud mental han empujado silenciosamente a miles hacia las grandes ciudades, donde el único espacio que queda es el cordón de la vereda.
Esta descentralización sin red no es federalismo. Es feudalismo contemporáneo, donde cada gobernador, cada intendente, administra su miseria con lo que tiene y con lo que calla. El Estado nacional ya no actúa como garante de igualdad, sino como curador del ajuste, repartiendo ruinas entre jurisdicciones.
En nombre de la cercanía territorial, se está construyendo un mapa de abandono diferencial: una patria donde la dignidad humana depende del código postal. Y eso no es eficiencia. Eso tiene nombre: injusticia organizada.
Lo que se cae no es solo el techo: denuncias, vacíos y prioridades que matan
No hay decreto que pueda borrar lo que el cuerpo recuerda. Durante los últimos dos años, mientras se multiplicaban los cartones y las lonas sobre el asfalto, llovieron denuncias de abandono, de recortes, de cinismo presupuestario, no solo desde las organizaciones de base, sino también desde defensorías oficiales y medios que aún conservan el olfato para detectar la injusticia.
En julio de 2024, un informe periodístico lo dijo sin vueltas: “La falta de presupuesto profundiza el abandono de personas en situación de calle”. Lo decía mientras, en las esquinas de la Ciudad de Buenos Aires, más de 8 mil personas dormían al raso, en veredas donde se barría más seguido que lo que se asistía. Según ese reporte —basado en documentos presentados en la Legislatura— las partidas destinadas a subsidios habitacionales y programas de paradores habían caído un 44% en términos reales respecto al año anterior. La decisión fue calificada de insensible, pero también de peligrosa. “No es un simple ajuste contable —decían—, está en juego la vida de los más postergados.”
Y no se trataba solo de que faltara dinero. En muchos casos, el dinero estaba y no se usaba. En 2022, la Auditoría porteña reveló que el programa Buenos Aires Presente —diseñado para asistir emergencias sociales en calle— había dejado sin ejecutar fondos disponibles, incluso frente a necesidades urgentes. Mientras tanto, la Ciudad seguía invirtiendo en estética urbana, en espacios verdes para turistas, en cemento limpio para fotos, mientras los cuerpos sucios quedaban afuera del plano.
La Defensoría del Pueblo no se quedó callada. En 2020, durante la pandemia, elevó un informe alarmante: los paradores no cumplían con el mínimo sanitario necesario para el aislamiento, no había protocolos de higiene, ni alcohol, ni barbijos, ni colchones limpios. Exigió hoteles de emergencia, más recursos, presencia del Estado. Algo se hizo, sí, pero —como siempre— llegó tarde y llegó poco.
Pero el abandono no es exclusivo del mapa porteño. En Santa Fe, Córdoba, el conurbano profundo, las escenas se repiten con precisión cruel: familias completas en la calle tras desalojos, sin relocalización, sin paradores, sin seguimiento. Vecinos que llaman desesperados cuando ven criaturas durmiendo con sus padres entre cartones, y el municipio no responde. La ayuda llega en forma de voluntarios, nunca de funcionarios.
Y lo que aún no se cayó, lo están dejando caer. El Programa Integrar, creado en 2023 para articular subsidios y soluciones habitacionales, no fue cerrado formalmente, pero ya no tiene presupuesto asignado. Está en el limbo, entre la indiferencia y el desguace. El decreto 373/2025, al redefinir las competencias nacionales, lo deja flotando sin ancla, sin financiación, sin destino. Horacio Ávila, referente del Proyecto 7, lo dijo claro: “El decreto deja afuera a un montón de gente. A los que están en consumo, a la población trans, a quienes nunca tuvieron un DNI”.
No sorprende que algunos colectivos evalúen acciones judiciales. Ya en 2019 hubo amparos colectivos contra el Gobierno de la Ciudad por no garantizar alojamiento adecuado ni realizar censos confiables. El fallo fue favorable, pero no alcanzó. Porque contra el frío, los fallos no abrigan.
Lo que las denuncias sostienen es simple y brutal: el Estado está eligiendo no estar. No estar con presupuesto, no estar con operativos, no estar con acompañamiento. Y cuando aparece, lo hace mal y tarde. Se excusa diciendo que hay crisis fiscal. Pero, mientras subejecuta partidas sociales, ejecuta al 100% obras de maquillaje urbano.
Es una cuestión de prioridades. Y en este país, cuando las prioridades excluyen a los que duermen bajo el cielo abierto, ya no se está gobernando: se está administrando el abandono con firma digital.
Relatos cruzados: cuando la intemperie también se disputa en palabras
En la Argentina del ajuste perpetuo, hasta la miseria tiene portavoces. Y la forma en que se describe la calle, no es neutral: revela el lugar desde el que se mira, y sobre todo, el lugar desde el que se decide. Así como los cuerpos no mienten, los discursos tampoco disimulan las prioridades.
Durante el gobierno de Alberto Fernández, el relato oficial giraba en torno a los derechos humanos. Se hablaba de inclusión, de justicia social, de avanzar “con todos adentro”. La entonces ministra de Desarrollo Social, Victoria Tolosa Paz, presentaba el Programa Integrar como ejemplo de articulación estatal: una política innovadora, decía, para garantizar derechos y coordinar esfuerzos. También se celebraba la sanción de la Ley 27.654, impulsada por el oficialismo como gesto reparatorio tras años de vacío normativo.
Pero entre el dicho y el hecho, las demoras fueron reveladoras. La ley fue sancionada en 2021, pero su reglamentación llegó dos años más tarde. Las organizaciones lo advirtieron: el Estado declaraba derechos, pero no los financiaba. Y sin presupuesto, cualquier derecho es ficción.
La asunción de Javier Milei en diciembre de 2023 marcó un punto de inflexión: el lenguaje cambió, la mirada se endureció, la distancia se formalizó. Ya no se hablaba de “garantizar derechos”, sino de “coordinar esfuerzos locales”. Ya no se prometía abrigo, sino “rectoría”. El Decreto 373/2025 formalizó el repliegue: la Nación se retiraba, las provincias quedaban a cargo. En plena ola polar, el Estado pasaba de actor a comentarista.
La retórica porteña tiene sus propios matices. Desde 2007, el mismo signo político gobierna la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y el relato sobre la calle siempre fue problemático. Las cifras oficiales suelen ser notoriamente más bajas que las que relevan las ONGs. En 2019, un funcionario minimizó el censo popular de 7.000 personas en calle diciendo que muchas “duermen ocasionalmente en casas de familiares”. En 2024, admitieron 4.000, pero con una salvedad: “la mayoría viene de otras provincias”. La Ciudad se presenta así no como responsable, sino como víctima. Una capital sitiada por la miseria ajena.
En cuanto a las causas, el gobierno porteño enfatiza los factores individuales: adicciones, salud mental, conflictos personales. Reconocen la crisis económica, pero la relativizan con frases que culpabilizan a las propias víctimas. “Nadie duerme en la calle en invierno salvo que quiera”, llegó a decirse, insinuando que hay cupos suficientes. Lo que no se dice es en qué condiciones se duerme en esos lugares, ni qué implica adaptarse a horarios, normas y hostilidades que muchos no toleran. Dormir en la calle no es una elección, es la única opción cuando el Estado cierra la puerta y encima te culpa.
Frente a este relato oficial, las organizaciones sociales levantan otro espejo. Uno que muestra cifras más crudas, dolores más hondos, violencias más sistemáticas. Horacio Ávila, de Proyecto 7, denuncia que los censos oficiales están mal diseñados, porque no contemplan a quienes se ocultan de noche por miedo a ser agredidos. El CELS, ACIJ y otras entidades sostienen que los relevamientos estatales sub registran miles de casos, y que esta “invisibilización” no es un error, sino una estrategia: si no los ves, no tenés que cuidarlos.
También acusan la falta de políticas estructurales. Denuncian que lo que hay son parches: planes precarios, subsidios intermitentes, respuestas que no resuelven la raíz del problema. En 2024, la Ciudad recortó un 44% del presupuesto real destinado a esta población, en un año donde la calle estaba más colapsada que nunca. Para las ONGs, eso no es un ajuste: es abandono deliberado.
El Decreto 373/2025 fue la gota que colmó ese balde desgastado. Las organizaciones emitieron comunicados en bloque: el Estado, dijeron, se está desentendiendo de su responsabilidad histórica. Federico Fagioli, impulsor de la ley y legislador provincial, explicó que el relevamiento ReNaCalle nació de la inacción oficial: si el Estado no cuenta, las organizaciones cuentan. Si el Estado no abriga, la comunidad lo intenta. Si el Estado se borra, la resistencia toma nota.
Y no es solo por inacción. También hay represión. El relevamiento de 2023 indica que uno de cada tres personas en situación de calle sufrió algún tipo de violencia institucional. Fuerzas de seguridad que desalojan plazas, que tiran colchones, que confiscan cartones, que criminalizan la pobreza. El CELS y la ACIJ exigen protocolos claros, porque la intemperie no puede ser sinónimo de delito.
En síntesis, mientras el Estado recorta, minimiza o culpa, las organizaciones denuncian, acompañan y resisten. Hablan de vivienda, salud, derechos, políticas públicas reales. Exigen que la calle deje de ser un territorio de exclusión y muerte lenta. Porque saben que detrás de cada discurso hay una política, y detrás de cada política, una vida que puede salvarse… o dejarse caer.
Las dos orillas del relato: el Estado que se corre, las organizaciones que resisten
En la Argentina de los márgenes, donde cada cartón desplegado sobre la vereda es una declaración de derrota social, el relato también se disputa. Porque el modo en que se nombra el problema determina cómo —y si— se lo enfrenta. Y en ese plano simbólico, las diferencias entre el discurso del gobierno y el de las organizaciones sociales son tan marcadas como las que separan una oficina calefaccionada de una plaza en pleno julio.
Durante la gestión 2020–2023, el gobierno nacional de Alberto Fernández ensayó una retórica de derechos. Se habló de inclusión, se celebró la sanción de la Ley 27.654, se lanzó el Programa Integrar como un intento de respuesta integral. La entonces ministra Victoria Tolosa Paz lo presentó como una herramienta para “garantizar derechos” a quienes dormían en la intemperie. Pero el papel no abriga. Y la reglamentación llegó dos años tarde. Las ONGs lo advirtieron: la voluntad declamada nunca se transformó en política sostenida.
Con la llegada de Javier Milei, el tono mutó a algo más frío, más crudo, más ausente. Desde el Ministerio de Capital Humano, encabezado por Sandra Pettovello, se explicó que “se priorizará el abordaje territorial local” ante la llegada del invierno. En otras palabras: que el Estado nacional se corre, y que la intemperie será administrada por los gobiernos locales, si quieren y si pueden.
En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el relato tiene otra cadencia. Históricamente, el gobierno porteño —que no cambió de color político desde 2007— ha subestimado la cifra real de personas en situación de calle, enfrentándose a las organizaciones que hacen relevamientos más exhaustivos. En 2019, un funcionario llegó a decir que muchas de las 7.000 personas censadas por las ONGs “en realidad rotaban en casas de familiares”. En 2024, admitieron que hay 4.000 personas sin techo, pero deslizaron que “la mayoría viene de otras provincias”, como si la pobreza importada eximiera de responsabilidades. El ministro Waldo Wolff repitió esa idea, consolidando un discurso que presenta a la Ciudad como víctima colateral del desborde ajeno.
¿Las causas? Para el gobierno porteño, la situación de calle es muchas veces atribuida a elecciones personales, adicciones o problemas de salud mental. Se llegó a decir que “nadie duerme en la calle en invierno salvo que quiera”, porque “hay lugar en los paradores”. La frase dolió. Porque ignora lo obvio: que muchos paradores tienen reglas humillantes, horarios inhumanos o condiciones indignas. Y que quienes sobreviven ahí no “eligen”, simplemente resisten.
Del otro lado de la orilla discursiva, las ONGs resisten el relato del retiro. Y lo hacen con cifras, con nombres, con cuerpos. Horacio Ávila, de Proyecto 7, denunció que los censos oficiales subregistran por metodología errónea, porque se hacen de noche y dejan fuera a quienes se esconden por miedo o se mueven durante el día. Estudios del CELS y ACIJ muestran que los censos populares duplican —y a veces triplican— los números del gobierno. Y no se trata solo de técnica: se trata de voluntad política. Ocultar es no intervenir. No contar es no cuidar.
Las organizaciones también denuncian el recorte sistemático del presupuesto. En 2024, la Ciudad recortó un 44% real en partidas para subsidios habitacionales y paradores, justo cuando la calle alcanzaba cifras récord. Lo dijeron sin rodeos: “Quien ajusta en esto tiene en sus manos la vida de quienes duermen a la intemperie”. Y ese juicio, en un país que se jacta de proteger la vida desde la concepción, debería doler mucho más.
El viraje del gobierno nacional en 2025 no hizo más que confirmar sus temores. El Decreto 373/2025, que delega toda asistencia en las provincias, desmantela de hecho el único marco legal que había sido construido con participación social. El Programa Integrar quedó sin presupuesto. ReNaCalle —el relevamiento nacional construido por las propias ONGs— se creó por la inacción del Estado. Y ahora podría desaparecer con él.
Y mientras los gobiernos hablan de frío, clima, recursos limitados, las organizaciones hablan de vidas. De infancias sin abrigo. De identidades disidentes sin parador. De desalojos violentos, de pertenencias quemadas, de operativos que limpian plazas pero no salvan a nadie. Uno de cada tres en situación de calle sufrió violencia de las fuerzas de seguridad. Lo dicen los datos. Lo gritan los colchones incinerados.
Por eso, mientras desde el poder se justifican recortes con discursos de eficiencia, en las calles se construye otra narrativa: la de la dignidad, la de la resistencia, la de quienes exigen no volver al país de las injusticias naturalizadas. Un país donde el relato no tape la intemperie. El hambre, en este esquema, no es una falla: es parte del diseño. Y eso, en una democracia que se dice republicana, no debería ser negociable nunca.