
No bajó la violencia, bajó el presupuesto
A diez años del primer Ni Una Menos, miles volvieron a tomar las calles con una certeza insoportable: el Estado ya no cuida, recorta. Mientras los femicidios siguen ocurriendo cada 31 horas, el gobierno de Milei celebra el cierre de ministerios, el vaciamiento de programas y la censura de la ESI. El feminismo, lejos de rendirse, se reorganiza y grita más fuerte que nunca: la deuda es con nosotras.
por Melina Schweizer
A veces el tiempo se acumula como una deuda que nadie quiere cobrar. Y un día, diez años después, esa deuda estalla. En cuerpos. En carteles. En gargantas. En bastones, pañuelos verdes, sillas de ruedas, andadores. En las piernas lentas de las jubiladas, en las voces roncas de las enfermeras, en los ojos de quienes no tienen más remedio que salir a la calle porque si no salen, desaparecen. Así se vivió este 4 de junio de 2025, una jornada que no fue solo un aniversario: fue una interpelación colectiva a todo lo que el gobierno de Javier Milei quiere borrar.
Hace una década, el femicidio de Chiara Páez encendió la chispa que parió a Ni Una Menos. En 2025, en una Argentina con el Ministerio de Mujeres disuelto, la ESI vaciada y el aborto legal convertido en un privilegio de clase, ese grito regresó como un puñetazo dulce y furioso en medio de la represión del ajuste.
La cita fue a las 15:00 en la Plaza Congreso. Pero a las 14:30 ya no se podía caminar. “Unir las luchas es la tarea”, dijeron desde el escenario improvisado, y no fue una metáfora: marcharon juntas científicas del CONICET con cuidadoras no registradas, trabajadoras del Garrahan con mujeres migrantes, docentes con madres de niños con discapacidad que no tienen cómo pagar los tratamientos. No había divisiones. Solo causas compartidas.
Una marcha que no fue solo una marcha
● Discapacidad: El ajuste no discrimina, pero hiere más a quienes menos tienen. Entre las columnas más silenciosas –pero más potentes– estuvieron las de familias de niños con discapacidad. Exigen la Ley de emergencia en discapacidad, porque el sistema de salud ya no cubre prestaciones básicas, los transportes están suspendidos por falta de pago y los Centros de Día cierran por goteo. “Nos están diciendo que nuestros hijos no valen”, gritó una madre en silla de ruedas. Y no había forma de rebatirle.
● Migrantes: Estaban. Estuvimos. Con banderas, paraguayas, bolivianas, senegalesas. Con hijos en brazos, con denuncias en pancartas. Mujeres y disidencias migrantes que saben que cuando el Estado se retira, la xenofobia avanza. Sin papeles, sin subsidios, sin vivienda, sin voz. Sin embargo, ahí estaban. “La patria es el cuerpo que lucha”, decían algunas consignas. Porque acá también nos matan.
● Salud pública: Las y los trabajadores del Hospital Garrahan se sumaron con sus uniformes. En un país que abandona sus hospitales, no hay una infancia segura. Reclamaron mejores condiciones laborales, salarios dignos y más presupuesto. Pero también dijeron algo que quedó resonando: “El ajuste mata, pero el silencio también”.
La violencia no bajó. Bajaron las políticas
El gobierno festeja, en las redes oficiales, haber cerrado el Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad, como si desmontar estructuras fuera sinónimo de eficiencia. Se jacta de haber reducido el presupuesto de la Línea 144 en un 64%, despidiendo a más de 80 trabajadoras de los equipos de escucha y seguimiento. No habla de femicidios: prefiere decir “homicidios de mujeres”, una amputación semántica que busca desactivar la potencia política de la palabra. Porque decir “femicidio” es nombrar un crimen estructural, es señalar al Estado por lo que no hizo, por lo que dejó hacer, por lo que permitió al retirarse.
Pero las cifras no mienten, aunque intentan ocultarlas. Según el Observatorio Ahora Que Sí Nos Ven, entre junio de 2015 y mayo de 2025 se registraron 2.827 femicidios. Uno cada 31 horas. De esos crímenes, el 85% fueron cometidos por varones del círculo íntimo de la víctima. Más de 2.500 niños huérfanos cargan hoy con las consecuencias de esa violencia, sin que exista una red pública que les garantice acompañamiento integral. ¿Dónde está el mérito? ¿En gastar menos? ¿En matar mejor?
Eliminaron por completo del presupuesto nacional la implementación de la Educación Sexual Integral (ESI), ley vigente desde 2006, vaciando de contenido a una herramienta clave para prevenir abusos, embarazos forzados y relaciones violentas. Quitaron los fondos, despidieron a los equipos, borraron contenidos de diversidad sexual de las plataformas oficiales. En simultáneo, decretaron la prohibición del lenguaje inclusivo y de toda “perspectiva de género” en la administración pública, institucionalizando la censura desde el organigrama.
También dejaron de comprar y distribuir misoprostol y mifepristona –medicamentos esenciales para la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE)– trasladando silenciosamente la responsabilidad a las provincias. En 2023 se entregaron más de 166.000 tratamientos a través del sistema público. En 2024: cero. Hoy muchas mujeres deben pagar el tratamiento de su bolsillo, a precios que rondan los 160 dólares. En el país de la inflación, abortar volvió a ser un lujo.
El Programa Acompañar, que brindaba ayuda económica a mujeres en situación de violencia, sufrió un recorte del 90%. Las beneficiarias atendidas cayeron un 98,7%. La ayuda se redujo de seis a tres meses, con la exigencia de presentar denuncia policial para acceder. Como si todas pudieran. Como si denunciar no pusiera en riesgo la vida. Como si la justicia fuera accesible.
Desmantelaron también la red de promotoras territoriales, mujeres que desde sus barrios articulaban la primera escucha, la primera alerta, el primer socorro. Las echaron. Porque organizarse desde abajo, para este gobierno, es una amenaza.
El mensaje es claro y brutal: sobreviví si podés. Y si no, hacete invisible. El Estado ya no está para cuidarte, sino para juzgarte. No hay una política pública: hay una estrategia de abandono. Y cuando el Estado se retira, no queda el mercado: queda la violencia en estado puro. La de los golpes, la del silencio, la del miedo. La que no baja. Porque nunca bajó. Porque la única curva que se aplana es la del presupuesto.
Mientras tanto, en los videos oficiales, se celebra el “fin del curro”. Pero lo único que terminó fue la ilusión de que la igualdad se podía sostener sin pelea. Por eso volvimos a las calles. Porque sin políticas no hay derechos. Y sin derechos, no hay vidas que valgan lo mismo.
El feminismo no retrocede: se reorganiza
El 4 de junio no fue una fecha elegida al azar. Fue una decisión política premeditada: correrse un día para caminar junto a otros. Porque en esta etapa, cuando el desmantelamiento estatal se vuelve doctrina y la crueldad se transforma en mérito, ya no alcanza con marchar por separado. Ni Una Menos entendió que la única forma de hacerle frente a esta maquinaria de desigualdad era con alianzas amplias, concretas, incómodas a veces, pero vitales.
Por eso la marcha no fue solo feminista. Fue jubilada, científica, migrante, sindical, universitaria, indígena, discapacitada, precarizada, cartonera. Una pedagogía del entrelazamiento, sí. Una práctica de solidaridad sin permiso. El feminismo mostró, una vez más, que no es un “colectivo” más entre otros, sino una forma de estar en el mundo, una lectura transversal que detecta y denuncia las violencias estructurales donde se esconden: en el presupuesto, en la ausencia del misoprostol, en la lista de espera para una prótesis, en el aula sin contenidos de ESI, en el comedor que cierra, en la niñez sin acompañamiento.
Marchamos por lo que nos quitaron, pero también por lo que aún no tenemos. Por la Ley de Reparación Histórica Travesti Trans, por la legalización de la prostitución como trabajo para quienes la elijan, por el reconocimiento del trabajo doméstico no remunerado, por una justicia sin sesgos patriarcales. Se gritó “¡Fuera Milei!”, pero también “¡Fuera el fascismo!” y “¡Fuera el FMI!”, porque sabemos que los mercados no violan, pero organizan las condiciones para que la violencia prospere. Porque el ajuste no es una medida económica: es una herramienta de disciplinamiento.
Y mientras los drones sobrevolaron la concentración, mientras las vallas bloquearon el Congreso y las fuerzas de seguridad custodiaban no se sabe qué, en las calles se tejía otra escena. No hubo lluvia, pero llovieron verdades. No hubo tregua, pero sí abrazos entre desconocidas. No hubo incidentes, pero sí la presencia muda de la amenaza, esa que no necesita balas para oprimir: le basta con una cámara que apunta, una mirada que vigila, un tuit oficial que hostiga.
Y sin embargo, ahí estuvimos. Ahí seguimos. Porque si algo ha demostrado el feminismo argentino en estos diez años es su capacidad de mutar sin diluirse, de resistir sin romantizar el dolor, de amar con furia y pelear con ternura. Y porque sabemos, cómo lo supieron nuestras madres y nuestras abuelas, que cada vez que nos quieren calladas, aparecemos más ruidosas. Que cada vez que nos empujan al borde, nos volvemos centro. Que cada vez que nos quieren dividir, aprendemos a tejer. Aunque duela. Aunque cueste. Aunque nos quieran convencer de que estamos solas. Porque no estamos solas. Nunca más.
Una década después
Las pibas que tenían 15 años en 2015 hoy tienen 25. Algunas llegaron a la marcha con sus hijas, con sus hermanas menores, con una pancarta hecha a mano y una memoria que no se aprende en los libros. Otras, quizás, no pudieron estar. No porque no quisieran, sino porque las condiciones no se lo permiten: trabajan en negro, cuidan a sus viejos, no tienen con quién dejar a sus hijos o temen que la policía las registre por portar una bandera. Pero estuvieron igual: en los cantos, en los pasos de quienes marcharon por ellas, en los nombres que se repitieron en voz alta para que no desaparezcan del todo.
Las históricas —esas que tejieron feminismo cuando no era moda, cuando ni se nombraba— caminaron al lado de las nuevas. Con sus bastones, sus saberes, sus broncas. Las que ya no están —las que fueron asesinadas, las que se suicidaron, las que se fueron apagando— fueron nombradas una por una. En carteles, en pañuelos, en rituales improvisados. En abrazos que no necesitan permiso.
Las que callaron durante años, hoy escriben. Publican, denuncian, enseñan. Y las que antes temblaban de miedo, hoy gritan con voz propia. Porque el miedo sigue existiendo, pero también sabemos que el miedo compartido se vuelve fuerza. Y que la fuerza, cuando se organiza, se vuelve historia.
El feminismo argentino —aún herido, aún perseguido, aún sin presupuesto— sigue siendo el corazón de la resistencia. No por heroísmo, sino por necesidad. Porque cuando el Estado se retira, cuando los derechos se recortan, cuando la palabra “igualdad” se convierte en mala palabra, somos nosotras quienes armamos refugios, ollas, redes, campañas, marchas, canciones, leyes. Lo hicimos antes. Lo hacemos ahora.
Porque Ni Una Menos no fue una consigna: fue un pacto. Un pacto entre generaciones, entre territorios, entre identidades. Un pacto que no firmamos con tinta sino con cuerpas presentes. Con lo poco que teníamos. Con lo que nunca nos dieron. Con todo lo que seguimos exigiendo. Y ese pacto, diez años después, no sólo sigue latiendo: late más fuerte, más consciente, más plural.
Porque si algo aprendimos en esta década es que el feminismo no es un punto de llegada. Es una forma de caminar. Juntas. Aunque duela. Aunque nos persigan. Aunque el poder nos quiera invisibles. Seguimos. Porque todavía falta. Y porque no vamos a retroceder.