
El Diego era demasiado negro
Maradona fue más que un ídolo plebeyo: fue un cuerpo negro silenciado. Este artículo recupera su herencia afro desde el Congo.
por Melina Schweizer
Diego Armando Maradona fue el emblema plebeyo de una Argentina que se niega a mirarse al espejo. Ídolo de multitudes, sudaca indomable, genio de potrero y fábula de los sin voz. Pero también —y, sobre todo— cuerpo racializado, archivo marrón, herencia africana negada. Desde una lectura decolonial, este artículo propone reponer la historia de Maradona como hijo de la diáspora negra: no como una metáfora, sino como una verdad silenciada por el racismo estructural. Porque si su abuela fue de Angola o del Congo, aunque nadie lo haya escrito, el barro de Fiorito también guarda memorias esclavizadas que no supimos ver.
Un cuerpo incómodo para la blanquitud
Hablar de Diego Armando Maradona no es solo hablar de fútbol, de goles, de camisetas sudadas ni de multitudes coreando su nombre. Es hablar del barro. Del hambre. De los márgenes. De lo sudaca, lo villero, lo impuro. Pero también —y esto duele más— de una herencia africana silenciada, escondida detrás de la épica del potrero y el relato nacional-popular. Si Maradona incomoda, no es solo porque fue rebelde, plebeyo o peronista. Incomoda porque su cuerpo no era blanco. Fue marrón. Rizado. Roto. Negro y bostero.
Desde una perspectiva decolonial, política e interseccional, este artículo se propone leer a Maradona como archivo vivo de una negritud negada. No como fetiche ni como metáfora poética, sino como descendiente simbólico de los pueblos esclavizados de África central, particularmente del Congo y Angola, cuyos rastros fenotípicos, culturales y sociales fueron sistemáticamente borrados por la maquinaria blanqueadora del Estado argentino.
¿Por qué no podemos hablar de Maradona como afrodescendiente?
La pregunta no es si Maradona “tenía genes africanos”, sino por qué la Argentina no pudo —ni quiso— pensarlo como un sujeto afrodescendiente, incluso cuando su corporalidad, su historia y su linaje lo sugerían. Coviello (s.f.) lo plantea sin rodeos: Maradona fue blanqueado simbólicamente, convertido en genio rebelde pero neutralizado racialmente. Se aceptó su desborde social, su populismo desprolijo, pero se omitió toda inscripción afro, toda memoria ancestral que pusiera en crisis la idea de nación blanca y europea.
Desde un análisis político, esto responde a una operación histórica y estatal de blanqueamiento que tuvo como pilares:
● La exclusión de la negritud de los censos desde fines del siglo XIX.
● El exterminio simbólico de las personas esclavizadas liberadas.
● Y el silenciamiento de las resistencias afro en la historia oficial (Frigerio, 2000).
El mito de la Argentina blanca necesitaba negar a los negros que sobrevivieron a la esclavitud, a sus descendientes, y a los cuerpos que cargaban esa memoria en sus músculos, en su lengua, en su risa. Maradona fue, para ese relato, un exceso que había que domesticar con goles, con redenciones religiosas y con prensa amarilla.
La diáspora sin nombre: del Congo a Fiorito
¿Puede un ídolo ser parte de una diáspora sin haber sido nombrado como tal? La perspectiva decolonial responde que sí. Porque la diáspora negra en América Latina no se define solo por pasaportes, nombres o linajes escritos, sino por la persistencia de una memoria corporal que sobrevive a través de generaciones, incluso cuando se desconoce su origen. Maradona, como tantos otros cuerpos marrones del conurbano, portaba en su piel, su pelo, sus gestos y su historia un linaje afrodescendiente negado, particularmente vinculado a las poblaciones esclavizadas traídas del África centro-occidental. Angola, Congo, Guinea (Frigerio, 2000; Davis, 1983).
¿Pruebas? Basta mirar el rostro de Don Diego… Su piel curtida, sus rasgos amplios, su origen mestizo plebeyo. O leer el testimonio de Diego: “¿Y si yo fuera negro?, ¿No me hubieran querido igual?, ¿Qué hubiera pasado?” (citado en Coviello, s.f.).
Ese “¿Y si…?” no es inocente. Es una pregunta lanzada desde el margen, con la certeza de que en este país no se perdona ser negro, ni siquiera si se es Maradona.
Cuerpo, archivo y resistencia
Para el pensamiento afrofeminista, el cuerpo no es solo territorio de control, sino también de memoria y subversión. Es el lugar donde se escriben las violencias, pero también donde se tramitan las insubordinaciones. En el caso de Maradona, su cuerpo fue leído por la prensa y la opinión pública como “desbordado”: gordo, tatuado, alterado, hiperemotivo. Un cuerpo que se salía de los márgenes del buen gusto blanco. Que lloraba en público. Que puteaba. Que se drogaba. Que no obedecía.
Desde el enfoque de Angela Davis (1983), ese cuerpo insurrecto es expresión de una subjetividad racializada que se resiste a la disciplina del amo blanco. Maradona fue, en ese sentido, una figura que no pudo ser del todo domesticada: ni por el fútbol europeo, ni por la Iglesia, ni por la FIFA, ni por los medios. Cada vez que hablaba, hablaba un cuerpo racializado con conciencia de clase. Y eso fue, quizá, lo más insoportable para el sistema.
Lo personal es político (y racial también)
No es casual que buena parte del aparato simbólico del antikirchnerismo haya puesto a Maradona en el altar del “futbolista brillante pero políticamente ingenuo”. Se lo necesitaba mudo, o al menos obediente. Pero Diego nunca lo fue. Habló con Fidel. Con Evo. Con Chávez. Con Hebe. Lloró por los desaparecidos. Se burló del Papa. Se enfrentó a Clarín. Se tatuó al Che.
Desde una lectura política interseccional, esas elecciones no fueron gestos individuales sueltos, sino expresiones de una conciencia plebeya racializada que entendía la política como trinchera. Maradona sabía —aunque no lo dijera en esos términos— que su voz molestaba más cuando hablaba desde su color de piel, desde su acento villero, desde su gesto corporal de sudaca desobediente.
La genealogía femenina negada: Tota, las villeras, las negras
Un análisis afrofeminista de Maradona no puede omitir a las mujeres. Porque en su historia hay una matriz femenina profunda: la figura de Doña Tota, la madre, la portadora de la herencia originaria y racializada. Su rostro es, para muchas militantes negras y marronas, el retrato de una abuela de los pueblos originarios sudamericanos. Pero el relato mediático la convirtió en una “madre buena, sacrificada, humilde”, es decir, la domesticó. Le quitó toda politicidad, toda ancestralidad guaraní, toda potencia marrón.
El pensamiento afrofeminista, desde autoras como Pineda G. (2020) y Curiel (2019), ha denunciado la forma en que las mujeres de pueblos originarios y negras son constantemente reducidas a cuerpos para el servicio o la devoción maternal. En el caso de Tota, se la expropió de su historia y se la puso al servicio de la narrativa nacionalista. Maradona, en cambio, nunca dejó de nombrarla. Y ese gesto —decirla, amarla, reivindicarla— fue también un acto de reparación y de memoria originaria.
¿Y si Diego es del Congo?
La pregunta no busca establecer un dato biográfico. Busca provocar una grieta en el relato nacional. Porque si Maradona es del Congo, aunque sea simbólicamente, entonces la Argentina es una nación que ha construido su identidad sobre el ocultamiento sistemático de la negritud. Y entonces habría que revisar toda la historia patria: desde los afroargentinos en las guerras de independencia hasta las cumbias villeras censuradas en los boliches.
Decir que Maradona es del Congo es, también, decir que la villa tiene memoria africana. Que el potrero guarda huellas de resistencia negra y de los pueblos originarios. Que la pelota también fue un tambor. Y qué, como cantan en los barrios: “Diego no murió, se multiplicó en los morochos de Fiorito”.
“La lucha por la visibilidad de las personas racializadas comienza por nombrar lo que se nos negó: nuestra historia, nuestra voz, nuestro origen” (Pineda G., 2020).