
Dos voces de feria en tiempos de ajuste
En San Telmo y en el Parque Lezama, los feriantes viven la misma crisis desde ángulos distintos: Marta denuncia la precariedad y el hostigamiento que los empuja al borde del desalojo, mientras Marita reivindica la autogestión como herramienta para sostener la feria, aunque sin apoyo real del Estado. Ambas voces revelan la tensión entre la cultura popular que resiste y un modelo económico que la arrincona.
por Melina Schweizer
Dos relatos en un mismo barrio
Las ferias de San Telmo y de Parque Lezama, emblemas turísticos y culturales de Buenos Aires, se han convertido en un escenario donde se cruzan dos relatos que son, al mismo tiempo, distintos y complementarios.
Para Marta Herrera, artesana de bisutería en San Telmo, cada domingo es una batalla contra la suba en los costos, la caída de ventas y la amenaza constante de ser desalojada: “Las ventas ya no son lo que eran, ni siquiera con QR. La gente camina, pregunta, pero se va con las manos vacías”. En cambio, Marita Lezama, delegada de la feria del Parque Lezama, habla desde la autogestión: rescatar un espacio que estaba al borde de la extinción, organizar fiscalizaciones internas y luchar por mejores condiciones. Ambas historias reflejan cómo, en tiempos de ajuste, la vida de los feriantes oscila entre la precariedad y la resistencia.
Marta: Sobrevivir cada domingo
“Nos dicen que somos arte-sucios, pero la realidad es que si no estoy en la feria, no como. Tengo 52 años y nadie me va a tomar en un trabajo en blanco. Esta mesa es mi oficina, mi sueldo y mi dignidad”, sentencia Marta Herrera, que desde hace años se gana la vida en la feria de San Telmo. Sus palabras condensan el drama de millones de trabajadores informales en la Argentina, que sobreviven sin obra social, sin jubilación y sin ninguna protección frente a los vaivenes de la economía.
Antes de ser un atractivo turístico y cultural, la feria se ha transformado en un refugio para más de 300 familias que subsisten cada domingo. Sin embargo, los operativos policiales y las amenazas de desalojo forman parte de la rutina. La represión de 2019 marcó un antes y un después, cuando artesanos, vecinos y hasta turistas fueron detenidos en nombre del “orden” y la “recuperación del espacio público”.
Con Javier Milei en la presidencia, la precariedad se volvió norma. El congelamiento y posterior desmantelamiento del programa Potenciar Trabajo dejó a miles de familias sin ingresos complementarios en plena escalada devaluatoria. A eso se sumó la presión del Fondo Monetario Internacional, que este año obligó al Gobierno a recortar la Asignación Universal por Hijo y otras prestaciones sociales. “El Gobierno va hacia un esquema de ajuste, de recorte y pérdida de ingresos de la AUH”, advirtió el ahora diputado Daniel Arroyo, que fuera ministro de Desarrollo Social durante la gestión de Alberto Fernández, alertando sobre la transformación de un derecho universal en una dádiva discrecional (como si a él no le cupiera responsabilidad alguna respecto al actual escenario político).
La Ciudad de Buenos Aires, bajo el mando de Jorge Macri, reforzó la embestida. En 2024 lanzó el operativo “Orden y Limpieza” con un mensaje claro: no habrá tolerancia a la venta callejera. “Queremos plazas sin manteros”, declaró, al tiempo que la Policía de la Ciudad multiplicaba desalojos de ferias en los barrios de Once, Constitución, Flores y también en San Telmo. Para los feriantes, cada domingo es una pulseada contra la amenaza de ser expulsados del lugar de trabajo.
Los números son elocuentes: el 42% de los ocupados en la Argentina —unos 9 millones de personas— trabaja en la informalidad. En San Telmo, esa cifra se traduce en una feria que sostiene a cientos de familias sin aportes jubilatorios, sin obra social y sin acceso al crédito. “La Ciudad nos usa como postal turística, pero a la hora de apoyarnos, desaparecen”, añade Marta con resignación.
La paradoja es cruel: mientras más familias recurren a la feria como salvavidas frente al desempleo y la inflación, menos personas tienen dinero para consumir. Marta lo explica sin rodeos: “Antes, con un par de ventas ya sabía que me alcanzaba para pagar los servicios. Ahora, aunque la gente pague con QR o tarjeta, lo que entra se lo come la inflación en dos días. La feria lo siente enseguida. Hay domingos en los que vendo una sola pulsera en todo el día. Para nosotros es así: estar o desaparecer”.
Otra mirada desde Parque Lezama
No todas las voces suenan igual. En el Parque Lezama —a pocas cuadras de la feria anterior— Marita Lezama asumió hace tres años como delegada de la Feria Artesanal que funciona allí. Cuando se hizo cargo, apenas quedaban tres estructuras viejas y dos permisionarias. “La feria estaba al borde de la extinción. Hoy, después de mucho trabajo hormiga, conseguimos puestos nuevos y un espacio más digno para los artesanos”, relata con orgullo. Marita insiste en que su feria se rige por una ordenanza específica, la 46.075/92, que garantiza que todo lo que se expone sea 100% artesanal. “Lo que nos diferencia es que cada pieza es única, transformada desde cero por quien la crea. Por eso tenemos pruebas de taller y fiscalización entre nosotros mismos. Queremos preservar el oficio y marcar esa diferencia con ferias manualistas o con reventa”, explica. Su mirada, sin embargo, no es complaciente respecto al consumo. Reconoce que la crisis golpea a todos por igual: “Vimos un decaimiento enorme en los ingresos. Antes el turista extranjero compraba con entusiasmo; hoy regatea hasta lo mínimo. Ya no es la misma feria: hay días en los que sobrevivimos a fuerza de ingenio, haciendo piezas más pequeñas, adaptándonos, siendo camaleones”.
A diferencia de Marta, que vive la feria como un refugio frente al desempleo, Marita habla desde la autogestión. “Nosotros elegimos ser artesanos, es nuestra forma de vida. No tenemos patrón, somos nosotros mismos. Eso nos da cierta tranquilidad, aunque también significa que no hay nadie que te asegure vender. Si no lo logras hoy, será mañana”, dice, y en sus palabras late una mezcla de resiliencia y resignación. Pero también traza un límite frente al discurso oficial. “El espacio público necesita cierto orden; de lo contrario es un desmadre”, admite, aunque enseguida denuncia que ese argumento se ha usado para desalojar ferias históricas, como la de las Vueltas de Rocha en Caminito, a favor de bares y emprendimientos privados. En esa línea, reclama lo mínimo para poder trabajar con dignidad: baños químicos para no depender de la buena voluntad de bares o museos, iluminación adecuada para garantizar seguridad, incluso un grupo electrógeno para realizar actividades culturales. “Son cosas mínimas para el Gobierno, pero para nosotros significan muchísimo”, explica.
Ajuste y disputa por el espacio público
Los testimonios de Marta y Marita revelan aristas de un mismo conflicto: la supervivencia de las ferias populares en una ciudad que las muestra como postal turística mientras las relega a la marginalidad.
Marta denuncia el ahogo económico y la persecución que convierten cada domingo en una batalla por no desaparecer. Marita expone cómo la autogestión logró rescatar un espacio a punto de morir, aunque reconoce que sin apoyo estatal cualquier avance es frágil. El contraste entre ambas deja al descubierto la paradoja del presente. Marta se aferra a su puesto para resistir la miseria cotidiana; Marita defiende un espacio conquistado, pero reclama lo básico para sostenerlo. Una pide sobrevivir, la otra pide infraestructura. La primera sufre el hostigamiento directo de la policía, la segunda exige al Estado que al menos garantice condiciones mínimas.
Y, sin embargo, las dos se encuentran en un mismo punto: el discurso de “ordenar el espacio público” se ha convertido en la coartada perfecta para expulsar a los sectores más débiles y beneficiar a los negocios privados. Cuando Jorge Macri exhibe su “contador de desalojos”, no solo desplaza manteros: erosiona un entramado cultural y social que mantiene vivas las calles porteñas.
En esa tensión se juega el futuro de las ferias: si serán borradas en nombre del orden o si lograrán sostener, domingo tras domingo, la dignidad de quienes las levantan.