21 años de Cromañón, 21 años de impunidad

por Cristina Peña

El 30 de diciembre de 2004, el incendio del boliche República de Cromañón, en el barrio de Once, durante un concierto de Callejeros, resultó en una tragedia con 194 muertos y más de 1500 heridos. A 21 años de Cromañón, la corrupción, no el rock and roll ni las bengalas, asesinó a estos jóvenes. Son 21 años de impunidad política y de lucha constante por la memoria, liderada por sobrevivientes y familiares.

Pasadas las 11 de la noche, Callejeros, una popular banda de rock con letras contestatarias, comenzó su recital. En un boliche repleto –con 4000 personas donde debían entrar 1000–, lanzaron una bengala, práctica común en recitales y canchas, como símbolo de festejo. La bengala incendió una media sombra en el techo. El fuego generó humo, cortando la luz. Los matafuegos estaban vacíos debido a un incendio anterior y la salida de emergencia, cerrada con candado. La cueva, similar a tantos otros locales populares de recitales, se convirtió para algunos sobrevivientes en una «cámara de muerte» durante los juicios. Muchos jóvenes no lograron escapar; otros, en cambio, regresaron para rescatar a quienes podían, mientras el humo llenaba el lugar. Las pericias determinaron que la mayoría de las muertes fueron causadas por la inhalación de monóxido de carbono y ácido cianhídrico. El número de víctimas fatales pudo haber sido mayor si varios espectadores no hubieran arriesgado sus vidas volviendo a entrar para rescatar a otros.

Tras las pérdidas, con el dolor clavado en los cuerpos, comenzó la lucha por esclarecer los hechos e identificar a los responsables civiles y políticos. Paralelamente, desde sectores interesados, se intentaba responsabilizar a jóvenes y familiares, en una burda campaña orquestada por políticos, empresarios, funcionarios y periodistas que intentaban culpar a la juventud que solo quería celebrar el fin de año. Aníbal Ibarra, Jefe de Gobierno con discurso “progresista”, participó de esta operación para evadir su responsabilidad. La noche porteña, como la del resto del país, estaba plagada de locales sin controles estatales, funcionando gracias a una red de coimas y corrupción donde el lucro capitalista primaba sobre la vida de los jóvenes, realidad que persiste.

La masiva movilización popular, impulsada por miles de jóvenes del conurbano, clamó contra la corrupción al grito de “ni una bengala ni en el rock and roll, a nuestros pibes los mató la corrupción”. Organismos de derechos humanos, partidos de izquierda y organizaciones estudiantiles se sumaron a familiares y sobrevivientes en las manifestaciones, cuya presión social resultó en la destitución de Aníbal Ibarra mediante juicio político. Pero lo que siguió no fue mejor.

El juicio contra los responsables políticos del caso jamás progresó: Ibarra nunca fue acusado, ni llamado a declarar ni inhabilitado para ejercer cargos públicos, y en 2015 regresó como legislador porteño por el kirchnerismo. Omar Chabán, mánager del local Cromañón, fue acusado y arrestado por homicidio con dolo eventual por la muerte de 192 personas; tras pagar una fianza quedó en libertad provisoria antes de ingresar a la cárcel de Marcos Paz en noviembre de 2005, donde falleció en 2014. En el segundo juicio de 2012, Rafael Levy, propietario del local que se resistió a su expropiación, fue condenado a cuatro años y medio de prisión, aunque permaneció en libertad, mientras que cuatro exfuncionarios y un excomisario previamente juzgados fueron absueltos. Las penas a los integrantes de Callejeros oscilaron entre 3 y 7 años —con Fontanet recibiendo la mayor— y otros músicos como Maximiliano Djerfy, Elio Delgado, Cristian Torrejón y Juan Carbone fueron condenados a cinco años; el fallo generó fuerte polémica por el papel atribuido a la banda, que simultáneamente había sido parte de la organización del evento, era el exponente artístico con numerosos jóvenes seguidores y sufrió censura que les impedía tocar, en un contexto mediático que estigmatizó a la escena rockera como “cultura del reviente” o “del mal camino”. Por otro lado, algunas víctimas se dividieron entre los que bancaban a la banda y quienes los consideraban responsables de los hechos.

Asociar la cultura del rock y otras expresiones juveniles con la delincuencia o las drogas es una campaña persistente que busca desarmar su carácter crítico y cuestionador del sistema; además de los ataques, el propio mercado y el Estado intentan integrar y neutralizar esas expresiones convirtiéndolas en mercancía inofensiva, con megaestadios, grandes empresarios y circuitos comerciales que desplazan a los espacios independientes. Los espacios del under quedaron relegados a la mínima expresión. No solo los empresarios, sino también el Estado aspiran a vaciar cada lugar independiente.

Casos como Cromañón muestran cómo una escena contestataria que fue resistencia contra la dictadura y posteriores gobiernos fue sometida a la lógica lucrativa, mientras que la lucha de familiares y víctimas mantiene viva la memoria y vincula la reivindicación de justicia con una demanda más amplia: recuperar la cultura como espacio autónomo y crítico frente al aparato empresarial y estatal. La construcción de nuevas bases sociales —donde la juventud que defiende educación pública, derechos reproductivos y campañas como Ni Una Menos participe— aparece así como condición para una cultura liberada de las ataduras del mercado, algo que sus protagonistas consideran incompatible con el capitalismo.

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