Abriendo el telón de la memoria y la resistencia

La historia política y cultural del país, encuentra uno de sus nudos más potentes en el Teatro del Picadero: una caja resonancia escénica que nació de la voluntad de transformar, que padeció la violencia y que después volvió a levantarse. Un relato donde la arquitectura, la política y la comunidad artística se entrecruzan en un edificio que devino símbolo de resistencia.

El origen del Picadero es en sí mismo una declaración de intenciones. En julio de 1980, Antonio Mónaco y Guadalupe Noble abrieron las puertas de un teatro no convencional en el Pasaje Enrique Santos Discépolo 1857, en el Centro porteño. La materia prima no fue un escenario pulido por la tradición, sino una fábrica de bujías. La decisión de reciclar y resignificar ese lugar era coherente con una poética escénica que se buscaba. El proyecto no proponía un teatro “más de lo mismo”; proponía un “campo escénico”. Una sala flexible capaz de mutar para acompañar los requerimientos de cada puesta y donde el espacio desafiaba la disposición rígida de platea y escenario para promover la experimentación actoral.

Transformar lo industrial en un espacio de creación sintonizaba con una época en la que el teatro independiente  buscaba nuevas formas de relación con el público y con el propio material dramático. Se imaginó una sala como laboratorio, donde los límites convencionales entre actores y espectadores se difuminaban, donde la escena podía aproximarse a lo cotidiano, donde la audiencia podía circular y donde la puesta podía organizarse en torno a un núcleo móvil. Así, antes de que la palabra “Picadero” se asocie definitivamente con un hecho trágico, ya había acuñado una identidad definida por la innovación.

Sin embargo, a comienzos de los años ochenta, la ciudad y el país vivían bajo el signo de la represión sistemática. La Dictadura cívico-militar-eclesiástica  golpeaba con censura, clausuras, persecuciones y una atmósfera de silencio forzado sobre cualquier expresión crítica. En ese contexto, el teatro se volvió campo de disputa. Nace entonces —en 1981— el ciclo Teatro Abierto: una iniciativa colectiva que reunió a dramaturgos, actores, técnicos y artistas en torno a la urgencia de decir, de manifestar la voz de la escena frente a la violencia simbólica del régimen. Teatro Abierto fue una apuesta ética y política que articuló el valor del conjunto frente al intento de silenciar.

El Teatro del Picadero fue la sede de ese ciclo. La elección tenía sentido —el “campo escénico” y la voluntad de experimentación coincidían con el desafío de producir un teatro que visibilizara todo aquello que se mantenía oculto—, y un significado simbólico —establecer un modo distinto de relación con el público, generar una acción colectiva capaz de confrontar la brutalidad del presente—. La tarde inaugural de Teatro Abierto fue un momento de esperanza y de riesgo. Muchas voces y cuerpos convergieron para representar, preguntar y sostener la idea de una escena pública posible.

Un día después de esa función inaugural, la madrugada del 6 de agosto de 1981, la violencia se concretó en forma de estallido para silenciar más que para demoler. Una bomba incendiaria arrasó casi por completo el teatro. Solo la fachada y un viejo vestuario resistieron. Fue un acto que dejó claro el propósito del ataque, no tanto en destruir ladrillos, sino en intentar aniquilar la posibilidad de encuentro y de resistencia encarnada en la cultura. El atentado era una muestra extrema de hasta dónde podía llegar la respuesta del régimen.

Pero, la paralización esperada se transformó en solidaridad; el ciclo continuó en el Teatro Tabarís. Aquella continuidad tuvo el sentido de una negación rotunda a la intimidación: si el intento era acallar, la acción colectiva eligió multiplicar la voz en otra sala, con otros cuerpos y, sobre todo, con la convicción de que la cultura debía sostenerse como herramienta de resistencia. Teatro Abierto, así, se consolidó no solo como un movimiento estético, sino como un acto de afirmación democrática y comunitaria.

Entre el abandono, la reconstrucción y la memoria: los años siguientes al atentado mostraron una trama de silencios y reaperturas parciales. El Picadero quedó mucho tiempo en el abandono físico, un esqueleto con la fachada y el viejo vestuario como testigos mudos de aquel episodio. Hubo una reapertura breve en 2001, un gesto que mostró que la semilla de la creación seguía latente, aunque la continuidad estable aún no se había logrado. Finalmente, en 2012, bajo la gestión de Sebastián Blutrach, se emprendió la reconstrucción más decidida: recuperar el edificio no solo como un recinto más, sino como un lugar que restituye su vocación original de campo escénico, actualizando su capacidad de adaptación y de recepción de diversas prácticas artísticas.

Toda restauración patrimonial implica tanto conservar la memoria de lo que fue, como incorporar las huellas del daño sin negar el presente. En el caso del Picadero, recuperar su vocación de espacio flexible implicó también recuperar su historia como lugar de resistencia. Reconstruir fue devolver al barrio y a la escena porteña una sala que contuviera la historia del atentado, pero que también fuera útil a las nuevas generaciones de creadores.

Este año, a 44 años del atentado y ante el desmantelamiento del Instituto Nacional del Teatro, dispuesto por la actual gestión de gobierno, la comunidad artística volvió a congregarse en su puerta del Picadero, para celebrar que el teatro sigue en pie. La constatación de que la cultura se defiende con cuerpo, palabra y encuentro. Fragmentos de textos de resistencia interpretados por voces nuevas: Lorena Vega, Valeria Lois, Elisa Carricajo, Laura Paredes, Andrea Nussembaum, María Inés Sancerni y Mariano Sayavedra.

El cierre estuvo a cargo de Talleres Batuka, que en su performance corporal y coral tradujo la celebración en movimiento. El batucar, el latido colectivo y rítmico, funcionó como metáfora del pulso que guarda la comunidad: aunque el edificio hubiera sido herido, el latido no desapareció. Ese final de encuentro subrayó una idea elemental para comprender la escena cultural como espacio público: la cultura no es solo producción de objetos; es práctica de encuentro, de restitución permanente de lazos.

La historia del Picadero interroga sobre la responsabilidad colectiva frente a la violencia política. El ciclo Teatro Abierto es ejemplo de cómo la comunidad cultural supo organizarse para resistir la censura y el miedo. Ese movimiento demostró que la defensa de la palabra, de la representación y del teatro como espacio público puede articular acciones que exceden la producción artística individual y se transforman en señal política. El atentado, lejos de acallar, reconfiguró la energía de la escena y mostró la voluntad de sostener la cultura como práctica de libertad.

En este sentido, la conmemoración en la puerta del Picadero es, además de la celebración de que el teatro sigue abierto, una reafirmación de la persistencia de una comunidad artística que opera como tejido social. Frente a la violencia, la reacción cooperativa y la solidaridad entre espacios y artistas permitieron que no se interrumpiera la palabra pública. Frente al abandono, la voluntad de reconstruir mostró que la memoria puede activarse en proyectos concretos. Frente al intento de aniquilar la función pública del teatro, la comunidad respondió reafirmando el valor del encuentro.

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