
CABA. Castigar al pobre como espectáculo
El gobierno de Jorge Macri convierte la basura en espectáculo y la pobreza en delito. Inspirada en el análisis sobre violencia y crueldad de la escritora y antropóloga Rita Segato, esta nota revela cómo la Ciudad de Buenos Aires se ha convertido en laboratorio de una pedagogía que naturaliza el dolor, criminaliza la miseria y celebra la crueldad como orden urbano.
por Melina Schweizer
En la Ciudad de Buenos Aires, el gobierno de Jorge Macri transforma la pobreza en delito y la humillación en espectáculo. Siguiendo la clave conceptual de Rita Segato, lo que vemos no es un exceso ocasional ni una medida aislada: es la instalación de una pedagogía de la crueldad que convierte el hambre en objeto de castigo, los cuerpos pobres en superficie de escarmiento y la desigualdad en relato disciplinador.
El 4 de agosto de 2025, la cuenta oficial de la Policía de la Ciudad difundió un video que mostraba a agentes identificando, palpando y obligando a limpiar un lugar a las personas sorprendidas revolviendo basura en contenedores. El propio Macri acompañó las imágenes con su frase: “Di la orden al Ministerio de Seguridad y a la Policía de la Ciudad que, si encuentran personas removiendo basura, les exijan que limpien y ordenen todo. Si se niegan, que los sancionen según la normativa vigente”.
La escena no es un comunicado administrativo: es un espectáculo de humillación pública, que convierte la miseria en contenido audiovisual, la pobreza en material de propaganda y la policía en pedagoga de un orden cruel que disciplina no sólo a los vulnerables, sino a toda la sociedad que observa el video.
El laboratorio porteño: del hambre a la represión
Cada operativo policial contra cartoneros, cada multa aplicada bajo el artículo 94 del Código Contravencional, cada intervención que obliga a una persona en situación de calle a recoger los restos de basura que había separado, se convierte en un acto ejemplarizante. El mensaje excede al individuo sancionado: se transmite a toda la sociedad que la pobreza no puede mostrarse, que la miseria debe ocultarse, que sobrevivir en público será castigado.
La lógica no se agota en los contenedores. Apenas unos días después, el 13 de agosto de 2025, un fuerte operativo policial en la Plaza Congreso terminó con la detención de dos trabajadoras de prensa —Camila Rey y Yasmín Orellana— que cubrían la Marcha de jubilados y del personal del Hospital Garrahan. Según testigos, fueron apresadas “al voleo”, cazadas por la Policía de la Ciudad en medio de una protesta contra el veto presidencial al aumento jubilatorio. Todo quedó registrado por las cámaras de televisión.
Ese mismo día, un jubilado, con lágrimas en los ojos, resumió el trasfondo de la protesta: “Vengo porque no como”. No se trataba de metáforas: en agosto de 2025, la jubilación mínima, incluso con bono, alcanzaba apenas $384.305, un monto congelado en un contexto de inestabilidad económica y repunte inflacionario. La represión a quienes reclaman comer y la criminalización de quienes buscan sobrevivir en la basura son dos caras de la misma pedagogía de la crueldad.
El mensaje es claro: no sólo está prohibido revolver contenedores, también está prohibido reclamar en la calle y documentar lo que ocurre. De esta forma, la represión se vuelve transversal: alcanza a cartoneros, jubilados, periodistas. Se trata de una pedagogía del miedo que, como señala Segato, no se limita a castigar cuerpos individuales, sino que modela sensibilidades sociales, imponiendo la idea de que todo acto de resistencia será reprimido y que todo cuerpo vulnerable será disciplinado.
El espectáculo de la humillación
El neoliberalismo no se conforma con disciplinar: necesita teatralizar. Por eso, la orden del Jefe de Gobierno porteño se convirtió en un video institucional donde la Policía de la Ciudad hace del castigo una escena pública, un protocolo filmado y repetido en loop por las redes oficiales. Esa puesta es la esencia de lo que Segato describe como pedagogía de la crueldad. En la pedagogía de la ternura, la comunidad aprende de la reciprocidad; en la de la crueldad, la sociedad aprende de la humillación de los otros. Las imágenes difundidas inducen a los vecinos a pensar que la pobreza es un problema de seguridad, que la policía tiene derecho a palpar, interrogar y degradar a los cuerpos vulnerables, que revolver basura no es consecuencia del hambre, sino un crimen contra el orden urbano.
La crueldad tiene que ser visible para cumplir su función: no alcanza con castigar, hay que publicitar el castigo. Por eso la difusión del video es un paso necesario en la maquinaria del poder. La humillación no es un efecto colateral, sino la materia prima de esta política. La cámara convierte la represión en una pedagogía que busca arrancar de raíz cualquier atisbo de empatía. La crueldad convierte a la represión en marketing político, al tiempo que induce a la ciudadanía a mirar para otro lado.
En definitiva, lo que se construye es un nuevo contrato pedagógico: aceptar que la humillación pública de los pobres es un requisito para vivir en una ciudad “ordenada”. Esa es la verdadera lección: no sólo se reprime al vulnerable, se educa a la sociedad en la indiferencia, se coloniza la mirada social para que deje de ver personas y comience a ver “problemas” que deben ser castigados.
De Milei a Macri: la crueldad como protocolo
El episodio porteño no puede leerse en un contexto aislado. Forma parte de un clima mayor, de un modelo político que, en palabras de Segato, convierte la violencia en pedagogía y la crueldad en un método de gobierno.
El ataque de Javier Milei contra Ian Moche, un niño autista de 12 años, mostró la esencia de esa pedagogía: nadie está a salvo, cualquiera puede ser convertido en enemigo público. El látigo no discrimina: puede caer sobre un cartonero, sobre un jubilado, sobre un niño. El mensaje es que el poder tiene derecho a humillar, y que la autoridad se afirma castigando públicamente al más débil.
En el plano nacional, la crueldad se ejerce desde arriba hacia abajo: Milei humilla a un menor en las redes sociales, veta aumentos jubilatorios mientras millones de personas mayores no llegan a comer, congela bonos mientras la pobreza infantil supera el 50%. El manejo discrecional del presupuesto se vuelve un instrumento de castigo colectivo: recortes a comedores, negación de medicamentos, veto a la moratoria previsional. Todo con el mismo hilo conductor: la pedagogía del látigo como política de Estado.
Jorge Macri toma esa línea y la traduce al escenario urbano. Si Milei construye espectáculo desde la Casa Rosada, Macri lo reproduce en la Ciudad. El presidente aplica el látigo a escala nacional; el jefe de Gobierno lo baja a escala barrial. Milei disciplina con decretos y presupuestos; Macri disciplina con códigos contravencionales y patrulleros.
Es la misma pedagogía cruel, un protocolo compartido: exponer, humillar, enseñar a obedecer mediante el miedo. Milei veta la comida de los jubilados y Macri multa al hambriento que busca un resto en la basura. Milei manda el mensaje de que un niño autista puede ser hostigado públicamente, y Macri manda el mensaje de que un cartonero puede ser filmado y usado como material de propaganda policial.
El engranaje es claro: el Poder Ejecutivo nacional marca la agenda y el Gobierno porteño copia la coreografía. La pedagogía de la crueldad baja en cascada —del presupuesto nacional a la multa municipal, del látigo presidencial al operativo barrial, del veto a los jubilados a la detención “al voleo” de periodistas—, siempre con el mismo adoctrinamiento: no hay derecho al reclamo, no hay derecho al buen vivir, no hay derecho a existir fuera del orden que impone el látigo neoliberal.
Contra-pedagogías: la ternura como resistencia
Frente al despliegue sistemático de la pedagogía de la crueldad, Rita Segato nos invita a pensar en la necesidad de contra-pedagogías, que no son simples gestos aislados de compasión, sino prácticas sociales que reordenan la sensibilidad colectiva. Allí donde el poder enseña a naturalizar la humillación, la comunidad responde enseñando a cuidar; donde el Estado criminaliza, los barrios producen solidaridad; donde la ciudad convierte la pobreza en espectáculo, los movimientos sociales convierten la pobreza en resistencia organizada.
En Buenos Aires, esas contra-pedagogías existen, aunque sean invisibilizadas por los medios corporativos y denostadas por los gobiernos. Están en las cooperativas de cartoneros, que sostienen la economía circular y el reciclaje mucho más eficientemente que cualquier plan oficial; están en las ollas populares levantadas por mujeres que alimentan a miles de chicos, cuando el Estado se ausenta; en las redes barriales de cuidado, que garantizan atención, educación y refugio en un contexto de abandono estatal. Entonces se produce otra pedagogía, la de la ternura social, que enseña que el hambre no se castiga, que la pobreza no se criminaliza, que la vida —toda vida— merece ser cuidada.
El futuro en disputa
La Ciudad de Buenos Aires se ha transformado en un aula brutal donde el mensaje oficial es claro: el pobre es culpable, la basura es delito, la humillación es espectáculo. Se trata de una pedagogía de la crueldad que pretende naturalizar la violencia como forma de gobierno y la indiferencia al pobre como norma social.
La pregunta, sin embargo, no es sólo qué aprendemos de este poder, sino qué otras lecciones seremos capaces de escribir como comunidad. Porque el futuro está en disputa: Podemos aceptar vivir en una Ciudad donde el orden se mide por la limpieza de las veredas y no por la dignidad de sus habitantes, o podemos inventar un nuevo programa de estudio colectivo donde el cuidado se imponga al castigo, donde la solidaridad desplace al miedo, donde la vida sea el valor supremo.
Si no lo hacemos, lo que quedará como enseñanza para las próximas generaciones será una pedagogía del exterminio silencioso: aprenderemos a convivir con la crueldad, a naturalizar la humillación y a llamar “orden” al disciplinamiento de los vulnerables. Pero si logramos sostener y expandir esas contra-pedagogías de la ternura que ya existen en los márgenes —en los barrios, en las ollas, en las redes comunitarias—, entonces la Ciudad podrá ser un espacio de cuidado y no de castigo, un territorio de vida compartida y no de espectáculo del dolor.