Cromañón en 194 miradas
En el salón del Espacio UPA (Saavedra 130), cuelgan 194 retratos que reclaman memoria. Gustavo Damián Ruiz tituló la serie simplemente Cromañón. Imágenes tomadas de las banderas y fotos que las familias llevan consigo, dibujadas con tinta negra, a veces rozando el gris, en un trazo que no pretende embellecer sino nombrar.
No es azar que la muestra se aloje a pocas cuadras de la República de Cromañón: la distancia física acentúa la cercanía del dolor, y el espacio cultural funciona como abrazo colectivo hacia aquellas vidas que se apagaron en una noche que debía ser fiesta.
Al recorrer la sala se escuchan voces: sobrevivientes que reconocen rostros, familiares que cuentan pequeñas gestas de coraje. “Ese retrato es mi papá, yo estaba con él, salvó no sé cuántas vidas, pero quedó exhausto en el recinto y falleció…”, relata una joven que entonces tenía 17 años. Historias así convierten cada dibujo en testimonio. El gesto de Ruiz —extraer la figura de una mancha de tinta, dejar que una mirada se imponga sobre el negativo del humo— transforma la fotografía en huella; el retrato, en presencia. Dardo Fabián Flores, curador y coordinador del espacio, lo dice sin rodeos: el retrato como huella de la memoria, despojado de color.
Esa decisión estética tiene sentido: el monocromo remite al humo, a la ausencia, a cuerpos que emergen sin la calidez del color. Pero en la austeridad del blanco y negro también estallan los afectos. No sólo vemos rasgos: vemos manos que se lanzaron a salvar a otros, cuerpos que se convirtieron en puente para la vida ajena. En tiempos en que se enaltece el individualismo, la serie devuelve la imagen de una juventud que, en medio del caos, practicó la solidaridad grupal una y otra vez. Muchas de las historias detrás de los retratos hablan de rescates improvisados, de amigos que se ofrecieron sin dudarlo, de rostros que fueron última compañía.
Las miradas que atraviesan la sala son variadas en su intensidad: algunas fulminan, otras susurran; todas exigen. Ese reclamo latente —de justicia, de esclarecimiento, de memoria— se percibe en cada trazo. No es sólo evocación íntima: es también denuncia. La consigna que acompaña la herida desde hace dos décadas regresa con fuerza en los dibujos y en los labios de los visitantes: “Ni la bengala, ni el rock and roll, a nuestros pibes los mató la corrupción”. La repetición del grito, convertida en lema, muestra que el arte aquí no es escapatoria, sino compromiso.
Ruiz trabaja el dolor sin sensacionalismo. Su tinta, en manchas que se abren y cierran, tiene la fuerza de quien busca mantener viva una ausencia. Al mirar las 194 piezas como si fueran una sola, se entiende la idea de comunidad rota y aun así resistente: cada retrato es una voz que suma a un coro que no cede. El aura que envuelve la obra no es mística, sino ética: la voluntad de que el recuerdo no se disuelva, el deseo de que la historia permanezca como instrucción y como advertencia.
La muestra en el Espacio UPA cumple, entonces, una doble función. Por un lado, restituye nombres y rostros que la tragedia intentó convertir en cifras; por otro, obliga a mirar hacia las causas que permitieron que una noche terminara en masacre. En ese doble movimiento radica su urgencia: transformar el lamento colectivo en memoria activa. Cada visitante, al detenerse ante una mirada, se enfrenta a una historia personal y a una pregunta pública sobre responsabilidad y reparación.
Fuente / Foto: La Izquierda Diario
