Crónicas VAStardas

Teogonías 

por Gustavo Zanella

 

Colectivo semi repleto. Media mañana. Lunes. Sin preguntarse por si es o no correcta la oportunidad, una pareja que va con una bebé comienza a moverse en sus asientos. Inquietos, revuelven cosas en un bolso de mano, intercambian lugares. El tipo se pone de pie. La mujer extiende una mantita, desnuda a la bebé y le cambia el pañal. El olor a mierda entre sólida y chiclosa inunda al colectivo que, como está fresco, lleva las ventanillas cerradas. Alguien tira unas arcadas que todos ignoramos, pero no impugnamos. Se corren todos los vidrios e incluso el chofer abre las puertas a riesgo de perder a alguno de los que van parados porque es medio salvaje, y cuando dobla parece uno de esos psiquiátricos que hacen motociclismo en La Isla de Man.

En un pase de magia digno de Hermione Grenger, el padre de la criatura saca del bolso un frasquito de talco sin tener en cuenta la ventolera. Todos cuantos estamos detrás suyo nos llenamos al instante de un blanco cocaínico. Momentos después, hasta el chofer empalidece por obra y gracia del ventarrón circulando. Un loco que tengo sentado a mi lado, morrocotudo, morochón, vestido de negro y con pinta de skinhead subsahariano queda como un muñequito de nieve canadiense. El padre balbucea unas disculpas inaudibles y mentirosas. Le chupa un huevo.

El colectivo entero se llena de una bruma espesa, que huele por partes iguales a detritus y alcanfor. Una nenita, que antes se quejaba por la incomodidad, ahora se ríe fascinada por la neblina made in Johnson & Johnson. También se les derrama un poco del aceite de bebé, entonces reaccionan. Se putean el uno al otro porque parece que el aceite es caro, no como el medio kilo de talco que tengo en los pulmones.

En Laferrere, la gente que se apretuja por subir se sorprende ante la escena nevada y la neblina, y eso que es gente de asombro difícil por aquello de vivir en zonas donde comer a diario es lo anormal. Van dejando sus huellas en el blanco, que con las pisadas se va mezclando con la tierra que trae la monada. Rato después, el piso en su totalidad es o bien un campo de sky o el suelo de los pueblos alrededor de Auschwitz en los días que prendían la hornalla. Cuando alguien se acomoda, se levanta el polvito, que flota un instante y vuelve a caer.

Cuando subimos a la autopista, la madre de la beba tira el pañal por la ventanilla, saca el celular y se pone a mirar un capítulo de Casi Ángeles hasta que la beba le reclama y le pone Dora la exploradora para que deje de gritar.

El tránsito es a paso de hombre. Un auto se la puso solo contra el muro que separa los lados de la Ricchieri y el que manejaba está despedazado sobre el asfalto. O salió despedido o tuvieron que trocearlo para poder sacarlo. Un brazo por acá, una pierna por allá. Duerme el sueño eterno sobre un charco de sangre mientras dos laburantes de la autopista esperan algo, no sé qué, tal vez una ambulancia, tomándose unos mates a pocos metros del auto. Los del bondi y los de abajo se persignan espantando la imagen, como si ese sólo gesto pudiera convencer a los dioses de darnos un destino distinto o al menos una muerte con algo de glamour.

Minutos más tarde, al unísono, como si la Selección o Deportivo Midland hicieran un gol en el último minuto, dos o tres personas anuncian a los gritos la muerte del Papa. La muerte parece mezclarse con la del automovilista despedazado, pero sólo por un instante: esto es otra cosa. La muchachada empieza a teclear en sus celulares. Les basta una repasadita rápida por sus redes para dar por cierta la noticia. Si lo dice Twitter, debe ser verdad. Todos comentan, algunos se santiguan, invocan a la Santísima Trinidad, besan sus crucecitas y rosarios. Una señora saca de la cartera una estampita con la cara de Bergoglio y la besa. Basta con morir para llenarse de fans o, en su defecto, hacer algo raro en una sociedad que se trepa como desesperada a cualquier moda con capacidades diferentes. En los ´90 no había un solo rollinga hasta que vinieron los Stones y entonces hasta los nenitos de jardín de infantes decían seguirlos desde sus tiempos del Marquee Jazz Club de Londres. Con Bergoglio pasa lo mismo. No te respetan una cuaresma ni se confiesan hace años hasta que pegan un papado y ahora esperan su Godofredo de Bouillón para tomar Tierra Santa. Les dura lo que un pedo en una canasta. Cuando se enteran de que el Reino de los Cielos es un reino de conciencia, se les pasan las ganas. Creyentes, pero no boludos. Lo mismo pasó con Ricardo Fort y con el kirchnerismo, pasaron a mejor vida, pero volvieron en forma de memes.

Cuando pasamos el peaje Dellepiane, ya a nadie le quedan dudas. Se murió nomás, y eso que hasta ayer estaba vivito y coleando, aunque un poco desmejorado, como suele ocurrirle a la gente que envejece y la pone poco. Tal vez por eso una vieja de cristianismo indefinido y con una biblia -no muy católica que digamos- propone en un gesto ecuménico tirar unos rezos en memoria del finadito y arranca en punta con un Padre Nuestro tarareado y sin eses. Aun así, de delirante como suena, se le suman varios, que como pueden se dan la mano entre la muchedumbre: una vieja que siempre pone de excusa alguna enfermedad o dolencia para ganarse un asiento y que ya no convence a nadie, un estudiante de la UADE que siempre que puede se hace el boludo y no paga el boleto, un ex falopero que vende porciones de pastaflora y alfajorcitos de maicena, un viejo trajeado, pelado y de bigotes canos que labura de seguridad en el Congreso y siempre que hay goma lo celebra, 2 adolescentes darkies de género fluido que sólo hablan de animé y películas de terror ultra sangriento; incluso la madre de la bebé, que si bien no dejó el asiento, estiró el brazo y le puso la mano en el hombro a uno que estaba en la ronda. El morocho que tengo al lado saca de su mochila una biblia de bolsillo, azul, con letras doradas; la aprieta con los ojos cerrados. Estoy a un paso de decirle a él y a todos que, aunque haya un aire de familia, la cosa no va muy en la línea del muerto, pero me contengo porque los debates teológicos siempre terminan con alguien prendido fuego, sin su cabeza o cosas peores.

Dicen los que saben que la diferencia sustancial entre el culto judío y el cristiano es que los primeros necesitan juntar al menos 12 muñecos rezando para que la divinidad se pegue una vuelta, mientras que a los segundos solo les bastan 2. Así que se da por sentado que en este momento algo transmundano se hizo presente porque, mientras estos le dan al rezo como patada de monja, el colectivo agarra velocidad abriéndose paso por las aguas de un Nilo de asfalto. El chiflete que nos insufla el aliento de los ángeles vuelve a levantar el talco del piso cual fumata blanca. La escena ayuda al click espiritual de un par, que si bien no puede acercarse al grupo principal, se suma al rezo dándose las manos. El rito se prolonga entre la mierda y el talco.

Alguien me ofrece una mano, pero no la acepto; la tiene toda sudada. Son tiempos libertarios, que cada uno salve su alma como pueda.

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