Cuando se acaben los dólares prestados

por Juan Pablo Costa

Durante las últimas semanas, el gobierno celebró con bombos y platillos lo que denominó «la vuelta a los mercados», presentándolo como prueba irrefutable del éxito del modelo económico de Milei-Caputo. Pero detrás del show mediático se esconde una pregunta: ¿esta supuesta vuelta es genuina o simplemente un espejismo financiero construido sobre endeudamiento y ajuste recesivo? Más importante aún: ¿le sirve realmente a la Argentina, o estamos ante otra ilusión pasajera que terminará en lágrimas?

El espejismo cambiario: apreciación artificial y crisis latente
Desde mediados de 2024, el gobierno ejecutó un viraje estratégico en su política económica, relegando sus ideas iniciales —¿alguien se acuerda de la dolarización?— para enfocarse casi exclusivamente en la desinflación. Para lograrlo, implementó medidas que generaron una peligrosa apreciación cambiaria, profundizada tras el acuerdo con el FMI y el anuncio de un préstamo de más de 12 mil millones de dólares. El mercado, ávido de señales de estabilidad, interpretó que el gobierno contaría con un colchón financiero para sostener el tipo de cambio en el corto plazo. Así, cuando se relajaron parcialmente las restricciones cambiarias (el mal llamado «cepo»), el dólar no se disparó como muchos anticipaban, sino que inició una tendencia descendente hasta estabilizarse alrededor de los 1.200 pesos, en el centro de la banda de flotación.

¿Qué es la apreciación cambiaria?
La apreciación cambiaria es un mecanismo que los gobiernos implementan cuando priorizan el control inflacionario por sobre la sustentabilidad macroeconómica. Funciona así: el Banco Central o el Tesoro interviene en el mercado de divisas, ya sea mediante la venta de reservas internacionales o a través de instrumentos financieros que aumentan la oferta de dólares artificialmente, bajando su precio. A esto suele sumarse tasas de interés reales positivas que atraen capitales especulativos ávidos de rendimientos inmediatos. El resultado es un dólar barato, o de allí su nombre, un peso apreciado artificialmente, que resta presión sobre los precios al abaratar importaciones y frenar expectativas de devaluación. Pero, en el largo plazo, actúa como un veneno para la industria local: las exportaciones pierden competitividad mientras las importaciones baratas inundan el mercado, generando un déficit comercial crónico que solo puede cubrirse con más deuda o más reservas.

Pero retomemos el debate sobre la coyuntura. Decíamos que el gobierno logra salir parcialmente de los controles de capitales, y el dólar en vez de subir, bajó. Este fenómeno fue festejado por el oficialismo y sus voceros, que rápidamente acusaron de «mandriles» (sic) a quienes señalaban las inconsistencias del modelo. Sin embargo, estamos ante el cuarto intento en la historia reciente de implementar un esquema de valorización financiera basado en apreciación cambiaria. Todos los anteriores terminaron en colapso, víctimas de una misma trampa: la estabilidad del modelo depende de un flujo constante de dólares, pero la apreciación cambiaria socava justamente las fuentes genuinas de divisas.

La paradoja es cruel: para mantener el dólar estable, Argentina necesita aumentar sus exportaciones, reducir sus importaciones o una combinación de ambas. Pero, como vimos, un peso fuerte hace exactamente lo contrario: resta competitividad a los productos locales en el mercado global mientras abarata las importaciones, deteriorando el saldo comercial. La única alternativa entonces es recurrir a la otra fuente de dólares: el endeudamiento. Emmanuel Álvarez Agis lo definió risueñamente con una metáfora imbatible: «La deuda es como la falopa, al principio es rica, después te mata».

La euforia financiera y la cruda realidad social
Los mercados entraron en un estado de euforia tras el acuerdo con el FMI, pero el gobierno enfrentaba un problema mayúsculo: no lograba recomponer las reservas internacionales, lo que mantenía latente el fantasma de una devaluación. Es más, el propio esquema de flotación entre bandas anticipa enormes dificultades para la acumulación de reservas. Ya que si el dólar se acerca al piso de 1.000 pesos, generaría fuertes incentivos a la compra por parte del sector privado, privándolo de recomponer reservas.

La solución fue recurrir a un endeudamiento agresivo. Primero llegó un préstamo REPO (Repayment Agreement) por 1.000 millones de dólares, presentado como el retorno triunfal a los mercados, cuando en realidad se trataba de un crédito a corto plazo respaldado por activos, con riesgo casi nulo para los acreedores.

Luego vino la emisión del BONTE 2030, un bono diseñado específicamente para tenedores institucionales extranjeros, con una trampa peligrosa: mientras la suscripción era en dólares, los pagos de intereses y capital se harían en pesos. Este artificio permitió un leve ingreso de reservas, pero a costa de una presión futura sobre el tipo de cambio. Los fondos no llegaron porque «creyeran» en el modelo, sino porque el gobierno les ofreció una sobretasa del 30% (frente al 24-25% del mercado secundario) y les permitió vender los títulos casi inmediatamente. En criollo: los inversores obtuvieron una ganancia del 5% real en dólares en cuestión de días, mientras el país acumulaba pasivos que deberá pagar con creces en el futuro.

Esta operación no es un síntoma de confianza, sino de desesperación. La prueba más clara es que la agencia MSCI se negó a mejorar la calificación crediticia argentina, una decisión clave que hubiera permitido el ingreso de fondos institucionales más estables. Sin esta mejora, el gobierno depende de capitales golondrina que buscan rentabilidades extraordinarias en el corto plazo, no de inversiones productivas a largo plazo.

¿Hasta cuándo? La bomba de tiempo del modelo
La pregunta que nadie en el oficialismo quiere responder es simple: ¿hasta cuándo podrá sostenerse este esquema? El gobierno necesita desesperadamente que los dólares alcancen para llegar a las elecciones sin una crisis cambiaria, pero incluso en el mejor de los escenarios, el futuro se presenta sombrío. Los vencimientos de deuda de 2026 y 2027 son abultados, y sin capacidad de «rolleo» (refinanciación), el país podría enfrentar un default encubierto.

Mientras tanto, la realidad social se desmorona. Desde fines de 2023 se perdieron más de 115.000 puestos de trabajo registrados, especialmente en sectores intensivos en mano de obra como la industria, la construcción y el comercio. El consumo de alimentos básicos se derrumba en los supermercados, mientras las ventas de autos importados y el turismo al exterior (privilegio de los sectores más altos) repuntan.

La gran perversión de los modelos de valorización financiera es que, mientras duran, generan un “efecto riqueza” en una parte sustancial de la población. Es cierto que van erosionando los sectores productivos e incrementando el desempleo. Pero por cada nuevo desempleado hay millones que aún sostienen el empleo y “disfrutan” de la estabilización. Por eso son modelos que pueden lograr legitimidad política, especialmente luego de períodos de muy alta inflación e inestabilidad macroeconómica. Pasó en el inicio de la convertibilidad luego de la hiperinflación; y pasa ahora luego del tumultuoso final del gobierno del Frente de Todos. Es un problema político que en algún momento habrá que abordar.

Sin embargo, como bien señalan los datos, este «éxito» macroeconómico es un espejismo construido sobre una montaña de deuda, una recesión profunda y un ajuste social sin precedentes.

La historia económica argentina está plagada de ciclos donde el endeudamiento y la apreciación cambiaria terminan en crisis. Hoy, el gobierno insiste en el mismo libreto, disfrazado de «nuevo modelo». La gran incógnita es si esta vez será diferente o si, como tantas veces antes, el final será el mismo: un país más endeudado, más desigual y más lejos del desarrollo que prometieron.

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