
El Eternauta y los amigos del campeón
por Gustavo Zanella
Cuando un producto cultural argentino es bueno, hay que celebrarlo. El problema es el oportunismo masivo que vacía el debate en torno a la obra, al logro o a la persona, con la intención de vender más, generar contenido, y sacarse una selfie.
Se ha dicho hasta el hartazgo que los argentinos somos exitistas. Bien lo sabe Lionel Messi, que fue lapidado durante años mientras su rendimiento en la Selección no era el esperado. Cuando ganó un Mundial, se volvió un ser sobrehumano, inapelable e incuestionable. Debido a su participación activa en todas nuestras dictaduras, el ocultamiento de abusos a menores y algunas posiciones retrógradas, la Iglesia católica sufrió un fuerte retroceso durante la primera década de los 2000 hasta que Jorge Bergoglio fue elegido Papa. A partir de allí, los amigos del campeón se vieron enardecidos por la pasión de los conversos que cuelgan estampitas y parafrasean cada dicho con tal de llevar agua para su molino, o al menos para que ciertos efectos de ósmosis espiritual les garanticen un control de aduanas celestial un poco más amable. Algo semejante pasó con las figuras eminentemente políticas de Carlos Menem, Cristina Fernández o Mauricio Macri. Mientras ganaron elecciones y mantuvieron a sus tropas disciplinadas, fueron los salvadores de la patria. Cuando el imperio de la realidad les marcó fronteras judiciales y económicas, pasaron a ser la encarnación del mal. Con algo menos de alcance, podría decirse lo mismo de Máxima Zorreguieta, Franco Colapinto, Maradona, Charly García, Guillermo Vilas y una frondosa lista de personas y personalidades que cuando están en la cima amamos amarlos y cuando caen, los odiamos amorosamente.
Podés salvarte de la nieve radiactiva, pero no de la grieta
El inesperado suceso de la serie del Eternauta en una plataforma de alcance global (dato no menor) sigue esa línea. Quienes frecuentan los avatares de la cultura popular conocen desde hace décadas la importancia de la obra de Héctor Germán Oesterheld en la historieta mundial, en especial la de su trabajo más popular, El Eternauta. Para simplificar, Oesterheld es a la historieta nacional lo que Borges a nuestra literatura o Gardel al Tango: la cima de calidad que por momentos llega a obturar o impedir, por momentos, el desarrollo del género. Sin embargo, para el público general, tanto la biografía del autor como su trabajo fue ignorado desde siempre; mitad por pereza intelectual, mitad porque el mercado –más allá de curiosas excepciones– fue parco en reediciones que lo hicieran llegar de modo accesible a los lectores. Salvo por algunas reediciones en los años 80 (expurgadas de sus componentes político-partidarios más revulsivos) o reediciones y continuaciones piratas de su obra en los años 90, El Eternauta era una historieta para iniciados, aquellos que habían visto el auge y el declive de lo que fue la pujante industria editorial del cómic argentino golpeada hasta la desaparición y la irrelevancia por las sistemáticas crisis económicas. No fue sino hasta su introducción en varias colecciones del Grupo Clarín a principios de los 2000 que el Eternauta volvió a tener cierto reconocimiento, si no popular o económico, al menos editorial. Cuando la agrupación juvenil La Cámpora irrumpió en la escena política utilizando por aquellos años nuevos lenguajes comunicativos, retomó al personaje de Juan Salvo y lo subsumió a la figura del NestorNauta (mientras Néstor Kirchner estaba con vida) y luego el EterNéstor (cuando el expresidente falleció). Allí operó también un desplazamiento. El Eternauta era una herramienta para cuestionar a la dictadura que desapareció al autor y a gran parte de su familia. También fue ícono del leitmotiv “el héroe colectivo”, que no aparece en la historieta sino como una frase del prólogo de una reedición en los años 60, que Oesterheld escribió cuando ya comenzaba su viraje ideológico hacia posiciones populares y de izquierda. Esa idea del héroe colectivo alimentó la catequización sobre la figura de Néstor Kirchner, acercando al Eternauta a militantes políticos afines y expulsando a los críticos. Cuando el kirchnerismo viró en cristinismo y el cristinismo y sus satélites perdieron el poder, las figuras del Eternauta y el Eternestor fueron diluyéndose del imaginario partidario hasta que Netflix, Bruno Stagnaro y Ricardo Darín construyeron para el Eternauta un sábado de gloria y un domingo de resurrección que hoy todos aplaudimos con el corazón henchido de fe.
Gritar para que nadie escuche
Ahora bien, el suceso del Eternauta como serie nos permite ver en tiempo real la oportunidad y el oportunismo de nuestra sociedad en el marco de nuestros consumos culturales. Así como la historieta se vuelve el producto más vendido en la Feria del Libro de Buenos Aires e inunda los perfiles de ventas en Mercado Libre y Marketplace a precios exorbitantes, también es objeto de análisis de vuelo bajo en todos los medios masivos. Personas que se anoticiaron de la existencia del Eternauta sólo cuando vieron las métricas de visionado de Netflix aparecen ahora como especialistas en cómic, del mismo modo que lo fueron de automovilismo cuando Franco Colapinto consiguió una plaza en la Fórmula 1, o intérpretes de la cristiandad cuando falleció Francisco I.
Harold Bloom, uno de los más destacados teóricos literarios del siglo XX y uno de los mayores especialistas en la obra de Shakespeare, sugiere en 2 de sus libros, El canon occidental y Shakespeare: la invención de lo humano, que las obras pueden ser interpretadas desde cualquier lugar, pero que no cualquier interpretación es válida, valiosa o siquiera razonable. Es cierto que la serie El Eternauta permite algunas interpretaciones o lecturas del presente. Lo hace porque es un clásico. Como proponía también Ítalo Calvino, algo es un clásico cuando aún tiene algo que decir de nosotros mismos más allá del tiempo que haya pasado desde su creación hasta nuestro presente. Hay algo que aún nos toca una fibra, nos interpela como individuos, como sociedad, como especie. Por eso leemos todavía a Platón, o miramos los cuadros del Bosco, o escuchamos a Ignacio Corsini, o leemos (o miramos) al Eternauta. Por eso es para celebrar que una historieta de fines de los años 50 nos llame a reflexionar sobre la importancia de, por ejemplo, la escuela técnica, o revalorice a lo viejo como elemento que aún puede aportar algo a nuestra vida en común. También nos dice algo sobre el rol del Estado como financiador de la cultura de un pueblo. O sobre la guerra de Malvinas, o sobre nuestros habituales cortes de luz como elementos ficcionales. Bienvenidos estos debates. Pero no deberíamos engañarnos. Así como La Cámpora en su apropiación del Eternauta escondió bajo la alfombra o, siendo buenos, olvidó los componentes de violencia política que mueven a Juan Salvo en su evolución como personaje, del mismo modo los analistas progres que recién llegan al fenómeno no deberían olvidar que todos esos temas de trinchera que les permiten pensar la realidad actual no están necesariamente en el horizonte narrativo de la historieta (o, para ser justos, en el horizonte del Eternauta 1, del cual la serie, hasta donde pudo verse, toma solo un 30% de la historia).
En nuestro afán de encontrar épica y poesía que alimente nuestra resistencia al individualismo libertario de capacidades diferentes, corremos el riesgo de invisibilizar la naturaleza misma de nuestro enemigo. Y he aquí una opinión personalísima: Milei y su troupe tragicómica (spoiler alert) no son ni los cascarudos, ni los gurbos, ni los Manos ni los Ellos. No les da el piné para ese protagonismo. No combatimos contra un enemigo tan conspicuo como los que imaginaron Oesterheld y Solano López, ni todos nosotros podemos gozar de sentirnos a resguardo en un shopping de zona norte como proponen Stagnaro y Darín. Quizás, si se quiere seguir esa línea, nuestro enemigo colectivo sean aquellos que se ven como nosotros, hablan como nosotros, se disfrazan de nuestros seres queridos, amigos, amantes, pero han sido abducidos por cierta haraganería reflexiva, cierto odio mal enfocado, que los lleva a votar en contra de sus propios intereses, del pan de sus padres y abuelos, contra la educación pública que los cobija, o contra la denostada industria nacional que les da trabajo. El ser querido, el amigo, el amante que no olvida jamás nuestros cumpleaños y pasa con nosotros Navidad y Año Nuevo, pero al mismo tiempo vota a favor de la crueldad y el ajuste y celebra que otros –como nosotros– se queden sin trabajo porque “para eso los votó”, no es ni querido, ni amigo, ni amante: es el enemigo a vencer porque, a diferencia de aquellos que han sido abducidos en la serie Eternauta, ellos han podido elegir a quién votar y a qué políticas apoyar. Ellos han elegido sus líderes de opinión y los medios a los cuales darles crédito. No son marionetas sin voluntad. Eligieron subirse a la ola cruel del momento.
El Eternauta, en algún momento, cierra los ojos y con todo el dolor del alma ve a sus seres queridos volverse enemigos. Y se hace cargo. Queda por ver si la progresía tiene el valor de hacer lo mismo.