El Obelisco de remate

Crónica de una privatización anunciada

 La concesión del Obelisco expone un conflicto entre la preservación del patrimonio público y la lógica mercantil. La falta de audiencia pública y el choque con ordenanzas vigentes plantean problemas de legalidad y legitimidad. La transferencia de renta a privados y la mercantilización del acceso constituyen riesgos concretos para la identidad y el uso colectivo del monumento.

El 20 de mayo de 2025, la administración porteña licitó la concesión por cinco años del Obelisco, monumento emblemático de Buenos Aires, para «revalorizar» el símbolo, su plaza y el Centro de Monitoreo Urbano, buscando incentivar el turismo. Esta medida revela una lógica preocupante: transformar espacios colectivos en negocios privados, cediendo control y ganancias a empresas en detrimento del interés público.

El Obelisco,erigido en 1936 para conmemorar los 400 años de la fundación de Buenos Aires, es sitio de celebraciones y congojas,  punto de encuentro multitudinario, la imagen que recorta la ciudad en postales, películas y recuerdos personales. Más que un monumento es un símbolo por exelecia nos identifica como ciudadanía. Por eso, en 2019 se lo declaró monumento histórico nacional. Este reconocimiento, que subraya su valor patrimonial y simbólico para la ciudad y el país, parece haber despertado la voracidad empresarial, ya que comienza a ser tratado como un activo comercializable. Privatizar la explotación del Obelisco —incluso en nombre del «turismo» o la «revalorización»— implica alterar el tejido simbólico que mantiene viva la ciudad como espacio público compartido.

La privatización del Obelisco se plantea como una operación cuestionable desde el inicio. La Ciudad financió obras e infraestructura, como el ascensor y mirador de 360 grados inaugurado en abril, para luego delegar la explotación comercial a privados por un canon que se denuncia como irrisorio en comparación con las ganancias proyectadas. A su vez, la administración evita un debate público y legislativo amplio que, por normativa, debería involucrarse en decisiones de esta magnitud. En paralelo, la administración porteña evita la discusión amplia con la ciudadanía y los organismos legislativos que, por normas y Constitución, deberían intervenir en procesos de este calado.

Desde el Observatorio del Derecho a la Ciudad, cuestionan esta maniobra. «Desde el punto de vista legal, el artículo 63 de la Constitución de la Ciudad exige la realización de una audiencia pública para cualquier modificación del uso o del dominio de bienes públicos», dicen y asegutan que no  hubo convocatoria de ese tipo; por lo tanto la ciudadanía no tuvo la posibilidad de discutir ni de informarse a fondo sobre las implicancias de entregar la gestión del Obelisco a un consorcio privado. Por otra parte, sostienen, que «la ordenanza 46.229, establece la prohibición de concesionar espacios verdes de uso público, categoría en la que se ubica la Plaza de la República, donde se erige el monumento». En rigor, la concesión debió pasar por la aprobación de la Legislatura porteña y no solo haber sido instrumentada mediante un llamado a licitación.

El 8 de agosto se comunicó que la concesión había sido preadjudicada a la unión transitoria de empresas Autotransportes Andesmar SA – DA Fre Obras Civiles SA UT. La oferta económica contenida en la propuesta contempla la posibilidad de cobrar tarifas que, en algunos supuestos, podrían trepar hasta los 20.000 pesos por acceso. El canon inicial mensual declarado en la oferta es de 26.100 millones de pesos —una cifra que a simple vista parece abultada, pero que, según quienes analizan el negocio, resulta insuficiente frente a la escala de ingresos proyectados—.

Las estimaciones privadas que acompañan la propuesta son contundentes: con un mínimo razonable de visitantes, la explotación del mirador y otras actividades turísticas permitiría al concesionario obtener, de entrada, alrededor de 72 millones de pesos mensuales solo por venta de entradas. Esa cifra no considera las ganancias adicionales que se derivarían de la venta de merchandising, alimentos, publicidad, eventos privados y la explotación del Centro de Monitoreo Urbano para experiencias pagas o recorridos guiados. Dicho de otro modo: el Estado financia e inaugura mejoras —el ascensor y la puesta a punto del entorno— y luego deja que la renta turística fluya a actores privados.

Esa transferencia de renta y control tiene efectos concretos sobre la vida urbana. Primero, la accesibilidad: cuando un bien público pasa a regímenes de concesión, la lógica del acceso universal se ve tensionada por la lógica del ticket y del consumo. Segundo, la resignación del uso plural del monumento: lo que hoy es testigo de marchas, vigilias, festejos deportivos y protestas puede verse reglamentado, comercializado y segmentado. Y tercero, la transformación simbólica: cuando el centro gravitacional de la ciudad se administra como un producto turístico, la ciudad pierde parte de su posibilidad como espacio de encuentro y política.

La memoria de la Ciudad también guarda otros episodios que, juntos, conforman un patrón. Desde la tala y desmonte en la autopista Dellepiane hasta la demolición de infraestructuras icónicas como el puente Ciudad de la Paz, pasando por la privatización —fuertemente cuestionada— de Costa Salguero, el proyecto vigente parece configurar una política sistemática: obras públicas para después concesionarlas o cederlas, muchas veces sin el debate que las normas exigen y casi siempre en beneficio de operadores privados vinculados al mercado del turismo o la construcción.

Los defensores de la medida argumentan que la concesión generará empleo, dinamizará el entorno y contribuirá a «poner en valor» el Obelisco para atraer turistas. Estos argumentos no son en sí mismos inocuos: una gestión profesional puede mejorar servicios y generar dinamismo económico. Pero la discusión pública debe centrarse en cómo se preserva el carácter público del bien, cómo se regulan tarifas y accesos para evitar exclusiones, cómo se obliga al concesionario a garantizar usos culturales, de memoria y de participación ciudadana, y cómo se distribuyen los ingresos para beneficio colectivo. Ninguno de esos puntos fundamentales fue trabajado con la profundidad que exige una decisión de esta magnitud.

Más allá de la legalidad formal, hay una cuestión ética y democrática. La pregunta que subyace es: ¿Qué ciudad queremos? Entregar los espacios más emblemáticos a intereses privados en nombre del turismo global implica resignar un grado de soberanía sobre el relato urbano. El Obelisco no es sólo un punto turístico; es, para millones de porteños, un marcador de identidad. Sus usos han sido plurales, conflictivos y festivos; han sido escenario de abrazos y de reclamos, de actos multitudinarios y de silencios colectivos. Convertirlo en un centro de lucro sin controles públicos férreos es despojar a la Ciudad de una porción de su memoria viva.

La falta de audiencia pública es la negación del derecho de la comunidad a deliberar sobre su propio patrimonio. Las audiencias públicas no son una mera formalidad administrativa; son el espacio donde la pluralidad de intereses —vecinos, organizaciones culturales, especialistas en patrimonio, operadores turísticos y representantes gubernamentales— pueden confrontar visiones, proponer garantías y exigir salvaguardas. Saltarse ese paso institucional implica empobrecer la democracia urbana.

En el terreno económico, la ecuación tampoco cierra a favor de la ciudadanía. Los números presentados por la oferta privada y las proyecciones de recaudación indican que el sector privado se apropia de una masa de ingresos que, con una regulación distinta, podría devolver beneficios directos a la Ciudad: mejores programas culturales, mantenimiento del espacio público, tarifas populares o incluso la reinversión en barrios postergados. En vez de eso, la renta turística queda concentrada en operadores que, por lógica de mercado, priorizan la maximización de ganancias.

Es pertinente, además, mirar las posibilidades de regulación que quedaron fuera del debate público: mecanismos de control de tarifas, cláusulas que garanticen la gratuidad para actos públicos o ceremonias ciudadanas, obligaciones de transparencia sobre ingresos y gastos, participación de la comunidad en la gobernanza del espacio y la preservación del patrimonio material e inmaterial. Sin estas salvaguardas, la concesión corre el riesgo de convertirse en una caja opaca desde la cual se imponen reglas comerciales sobre lo que antes era espacio común.

La preadjudicación a Autotransportes Andesmar SA – DA Fre Obras Civiles SA UT abre interrogantes sobre la cadena de responsabilidades: ¿Qué antecedentes tienen estas empresas en la gestión de espacios públicos? ¿Qué inversores y socios las respaldan? ¿A qué condiciones se someten en otros contratos? La ciudadanía tiene derecho a conocer no solo la cifra del canon, sino el detalle de las garantías financieras, los plazos, las cláusulas de rescisión y los mecanismos de fiscalización. Sin esa transparencia, la adjudicación se parece más a una transferencia discrecional que a una gestión pública responsable.

El discurso de “revalorización” también merece ser deconstruido: ¿A quién revaloriza realmente el Obelisco? Si la revalorización significa exclusión paulatina, mercantilización del acceso y pérdida de usos ciudadanos, entonces no es revalorización sino redestinación del bien a un público de pago. La revalorización legítima debería implicar ensanchar la posibilidad de apropiación colectiva, mejorar la conservación y asegurar que el monumento siga siendo lugar de memoria y convivencia ciudadana.

La crónica de esta decisión no puede soslayar el hartazgo y la reacción ciudadana. Organizaciones sociales, referentes del patrimonio, colectivos vecinales y académicos han levantado la voz, señalando la inconstitucionalidad del proceso y el peligro de naturalizar la entrega de lo público. Sus reclamos no son meras nostalgias: son advertencias fundadas en la necesidad de recomponer las reglas del juego entre Estado, mercado y comunidad.

Frente a esta situación, las herramientas institucionales y sociales existen: recursos legales que impugnan la concesión por ausencia de audiencia pública y la violación de ordenanzas; demandas de acceso a la información para desentrañar los términos de la oferta; movilización ciudadana y mediación política para obligar a un debate en la Legislatura; y propuesta de alternativas que prioricen la gestión pública con participación ciudadana y mecanismos de transparencia y control.

En última instancia, la discusión sobre el Obelisco interpela la idea de Ciudad que queremos legar. ¿Será una metrópoli donde los principales símbolos y espacios se administran según las reglas del mercado global del turismo, o será una ciudad donde la memoria y el uso común se preservan, con la pluralidad y la disputa pública como elemento constitutivo? La respuesta quedará, en buena medida, en manos de la sociedad porteña: de su capacidad para movilizarse, litigar y participar en los foros pertinentes, y de su voluntad para reclamar que los bienes comunes no sean simplemente mercancías más.

Mientras tanto, el Obelisco continúa erguido en la Plaza de la República, testigo de la disputa. Sus paredes guardan la acumulación de festejos, protestas y paseos cotidianos. Cada llamado a licitación, cada obra inaugurada y cada cláusula de contrato escriben una nueva página en su historia. Pero si esa historia se reduce a una operación inmobiliaria o turística sin debate ni transparencia, la Ciudad más que un igreso, la Ciudad habrá perdido la capacidad de decidir colectivamente sobre su propia forma de existencia pública.

La crónica queda abierta. El proceso judicial y político todavía puede torcer el curso. La reacción ciudadana, la intervención de organismos de control y la decisión de la Legislatura siguen siendo factores determinantes. Si la Ciudad recupera la deliberación que la Constitución y las ordenanzas explicitan, el Obelisco podrá seguir siendo, además de un icono, un lugar de todos. Si no, lo que quedará será el registro de otro bien público transformado en activo comercial, y la constatación de que la apropiación del paisaje urbano por intereses privados avanza con la comodidad de los procedimientos administrativos y la pasividad cívica.

 Fuente: Observatorio por el Derecho a la Ciudad

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