
Ferrocido argentino
La profunda dicotomía entre marchar y arrastrarse
En 90 páginas, “Bellos durmientes” narra el devenir de los ferrocarriles argentinos, desde el apogeo hasta su desmantelamiento. Un recorrido histórico por los avances y retrocesos de un sistema ferroviario que llegó a tener 41000 kilómetros de vías férreas, capacidad productiva para fabricar locomotoras y vagones, y un entramado vial que interconectaba, comunicaba y vinculaba las distintas regiones y culturas del país, superando barreras geográficas y fomentando la integración.
por Mariane Pécora
La maquinaria ferroviaria argentina se puso en marcha en un contexto de profundas disputas entre un modelo federal y otro con hegemonía en el puerto de Buenos Aires. En agosto de 1857, empieza con la locomotora La Porteña, que conecta la Estación del Parque (actual Plaza Lavalle) con el entonces pueblo de Floresta, iniciando el recorrido de la línea de ferrocarril del oeste. Esta primera iniciativa dio lugar a una veloz expansión ferroviaria, que se desarrolló bajo la tutela de capitales británicos. Un estratégico trazado que vinculaba las distintas regiones del país con el puerto, facilitando así el drenaje de materias primas. Este modelo agroexportador consolidó la preponderancia geopolítica de Buenos Aires en detrimento del resto de las provincias argentinas.
El 20 de junio de 1887, trabajadores, operarios, maquinistas y fogoneros fundaron La Fraternidad, una organización que nació como una sociedad de resistencia contra los abusos patronales, y que, en 1917, se convirtió en el primer sindicato ferroviario. Entonces gobernaba el país Hipólito Yrigoyen, que frenó la privatización de la empresa ferroviaria estatal y promovió una planificación descentralizada y federal, diseñada por técnicos argentinos. En 1930, el país ya cuenta con 28.000 km de vías férreas, de los cuales 9.500 km pertenecen a la empresa estatal. Ese mismo año, se inició un ciclo de golpes militares que, entre breves periodos democráticos, se extendió a lo largo de cuatro décadas. El primer gobierno de facto del siglo XX lo encabezó el general José Félix Uriburu que, alarmado ante los avances sociales, destituyó a Hipólito Yrigoyen, cerró el Congreso e intervino provincias y universidades. La resistencia política y social lo fuerza a convocar a las elecciones de 1931. Y siguen 10 años de gobiernos liberales pro-británicos que profundizan el modelo extractivista. Este período, conocido como “la década infame”, finaliza en 1943 con un nuevo golpe militar, esta vez por parte del ala nacionalista de las fuerzas armadas, entre los que se destaca un enigmático coronel. Desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, Juan Domingo Perón forjó un estrecho vínculo con el movimiento obrero, que le resultará clave a la hora de consolidar su liderazgo político en 1945. En 1946 es electo presidente y, un año más tarde, inicia la estatización de los activos ferroviarios que se concreta el 1 de marzo de 1948, incorporando a Ferrocarriles Argentinos 47.000 km de vías, talleres, puertos, empresas eléctricas, tranvías y hoteles cercanos a las estaciones. Tras la Segunda Guerra Mundial, la hegemonía británica declinó y Estados Unidos emergió como potencia global en el marco de un nuevo orden internacional bipolar, donde disputará la supremacía con la URSS. En este contexto, la empresa de transformar una economía primaria agrícola-ganadera en una industrializada se fue materializando a lo largo de diez años de gobierno peronista. En 1955, el general Eduardo Lonardi encabeza la Revolución Libertadora, golpe de Estado que destituye a Juan Domingo Perón. Un mes después, el gobierno de facto queda en manos de su par, Pedro Eugenio Aramburu, quien proscribe al peronismo, disuelve los sindicatos e inicia una feroz persecución política contra militantes y trabajadores. En 1961, bajo la presidencia constitucional de Arturo Frondizi, se produce el primer enfrentamiento entre la creciente industria ferroviaria nacional y las aspiraciones expansionistas de Estados Unidos. Con apoyo del Banco Mundial, la potencia del norte pretende instaurar el “Plan Larkin”, que consistía en el desplazamiento de los ferrocarriles en favor de automóviles y camiones. Impulsado por el entonces ministro de Economía, Álvaro Alsogaray, este plan proponía suprimir un tercio de la red vial, aumentar tarifas, desguazar formaciones y despedir operarios. La resistencia de los trabajadores logró frenar el embate; no obstante, algunos ramales fueron cerrados. Las disputas entre un modelo desarrollista y uno dependiente no tuvieron tregua hasta la corta presidencia de Arturo Illia (1963-1966), que fue derrocado tras el golpe militar encabezado por el general Juan Carlos Onganía. Entre 1968 y 1970, durante el gobierno de facto, Ferrocarriles Argentinos exporta coches a Uruguay, Chile, Cuba y Bolivia. También se construye el expreso Buenos Aires-Tucumán del ferrocarril Mitre. En 1973, durante la tercera presidencia de Juan Domingo Perón, Ferrocarriles Argentinos inicia el plan de renovación de coches y vagones. Su fallecimiento, en 1974, y la posterior interrupción de la democracia el 24 de marzo de 1976 ponen fin a este ciclo. Entonces el país contaba con 41.000 km de vías férreas que redundaban en ganancias en torno al traslado de pasajeros y mercancías, con una planta de personal de 150 mil trabajadores. Todo cambió a partir del golpe de Estado de 1976. Con el objeto de impedir cualquier desarrollo autónomo, el llamado Proceso de Reorganización Nacional, que se extendió hasta 1983, instauró el orden económico neoliberal, ligado al sistema financiero internacional a través del constante endeudamiento externo. El relato sobre la ineficiencia y racionalización del gasto público tiene su origen en la gestión de José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de Economía durante el gobierno de facto. Con esta narrativa, las empresas públicas se endeudaban en dólares, no para invertir, sino para financiar la represión y, principalmente, para fugar capitales a través de la especulación financiera. Este tipo de endeudamiento incrementó de 7 a 45 mil millones de dólares la deuda externa argentina. En 1982, Ferrocarriles Argentinos había aumentado exponencialmente su deuda en dólares y en pesos. Para tratar de solventarla, se redujo un 30% la circulación de trenes, se suprimieron 10.000 km de vías, se clausuraron 1.000 estaciones, se cerraron talleres y 50.000 trabajadores quedaron en la calle. Al retorno de la democracia en 1983, si bien se compraron coches a Japón y se electrificó la línea Roca, la empresa Ferrocarriles Argentinos se mantuvo intervenida, dando paso a los inversionistas privados. Esto produjo un incremento de los conflictos laborales, aumentos de tarifas y el despido de 65.000 empleados. El golpe final lo asestó un peronista, Carlos Menem, que privatizó casi la totalidad de las empresas estatales. Los flamantes concesionarios de las líneas férreas, en su mayoría grupos empresarios más interesados en el lucro que en prestar un servicio eficiente, suspendieron los recorridos poco rentables y desplazaron, jubilaron o despidieron a gran parte de los trabajadores. Ante la enérgica resistencia gremial, Menem sentenció: “Ramal que para, ramal que cierra”. Y esta vez cumplió. Pueblos y localidades, cuyas vidas giraban en torno al ferrocarril, quedaron aislados o deshabitados. Los concesionarios privados desmembraron el servicio de trenes urbanos e interurbanos del AMBA. El servicio de cargas se reestructuró según las directrices del Banco Mundial y de la lógica extractivista; esto aceleró la disolución de Ferrocarriles Argentinos en 1995. Paradójicamente, el sistema ferroviario siguió siendo financiado por el Estado a través de subsidios o compensaciones millonarias que cobraban las empresas concesionarias. Esta red de corrupción desembocó en 2010 en el asesinato de Mariano Ferreyra durante una protesta de trabajadores tercerizados y, en 2012, en la tragedia de Once que arrojó 51 muertos y 700 heridos. Ambos episodios pusieron al descubierto décadas de desinversión y desmanejo. En 2013, durante el segundo mandato de Cristina Fernández, el Ministerio de Transporte rescinde las concesiones e impulsa una serie de reformas en el sistema ferroviario. En 2015 renace la empresa Ferrocarriles Argentinos, que absorbe a la mayoría de los corredores existentes, a excepción del Belgrano Norte, operado por Metrovías, y el Urquiza administrado por el grupo Roggio. Entre 2015 y 2019, durante la presidencia de Mauricio Macri, la gestión ferroviaria estuvo marcada por promesas de modernización, fomento de la inversión privada, clausura de ramales, recortes de obra pública, corrupción y endeudamiento. Entre las vacilaciones que caracterizaron a la presidencia de Alberto Fernández, se recuperaron vías férreas, se restablecieron servicios de pasajeros y se reconectaron provincias y ciudades. La actual gestión de gobierno impulsa, en cambio, la lógica privatizadora y extractivista característica de los gobiernos liberales. En este tándem de idas y vueltas, marchas y contramarchas, avances y retrocesos, a nuestro país le quedan tan solo 18.000 km de vías férreas, la misma extensión que a principios del siglo XX. “Un país sin trenes no corre ni camina, apenas se arrastra”, sentencia Alejandro Villa, autor de “Silencio en las vías”, el cuadernillo patrio que acompaña a “Bellos Durmientes”.
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