
“La motosierra es racista”
En la Argentina del ajuste, el 25 de julio no es un símbolo: es un grito. Las mujeres negras, migrantes y disidentes resisten el racismo de Estado y la motosierra del despojo.
por Melina Schweizer
No hace falta que sea 25 de julio para saberlo. Pero hoy, que lo es, volvemos a levantar la voz. Nosotras, las negras, las migrantes, las que nacimos en este suelo y también las que lo elegimos, sabemos que la conmemoración no es un gesto simbólico. Es una urgencia. Una trinchera. Un grito sostenido mientras el mundo arde y un país se encoge.
Desde 1992, cuando más de 400 mujeres afrodescendientes de 32 países se reunieron en República Dominicana para intercambiar estrategias de lucha contra el racismo con perspectiva de género, el 25 de julio se transformó en una fecha de memoria y resistencia en toda América Latina y el Caribe. Pero en la Argentina de 2025, ese grito duele. Porque aquí no hay tregua: hay ajuste, hay misoginia institucionalizada, hay racismo de Estado, y hay un gobierno que se jacta de desmantelar todo lo que huele a derechos humanos. ¿Qué significa ser mujer afrodescendiente, migrante o disidente en este contexto? Significa, literalmente, pelear por la vida.
La motosierra no corta igual. A algunas nos arranca de raíz.
Desde diciembre de 2023, la política nacional parece dictada por un algoritmo de crueldad meritocrática. El cierre del INADI, la eliminación del Ministerio de las Mujeres, el recorte brutal a programas sociales, educativos y de salud con enfoque de género y diversidad, han dejado al descubierto un proyecto de país que no nos quiere. No nos contempla. No nos nombra, salvo para expulsarnos o culpabilizarnos.
«La precariedad, para muchos hoy en día, es una moneda corriente y tristemente naturalizada», dice Rocío Jazmín Flores, mujer afroargentina, en diálogo con Periódico VAS. «Pero no se trata solo de las condiciones actuales del país, sino de un abanico de desigualdades históricas y estructurales que se siguen acumulando». Su voz no solo denuncia: desnuda un entramado de opresiones que se refuerzan mutuamente. Porque ser mujer negra en la Argentina no es simplemente una intersección: es una línea de fuego donde se cruzan el racismo estructural, la violencia de género, la xenofobia institucional, la pobreza heredada y el desprecio clasista.
La caída de la moratoria previsional ha borrado el horizonte de una vejez digna para miles de mujeres que, como Rocío, comienzan sus trayectorias laborales en la informalidad, el multitasking forzado, los trabajos invisibles. «Multitarea» se dice ahora, como si fuera una virtud. Pero no es más que otra forma elegante de decir desgaste, explotación y ausencia total de garantías estatales. A las que limpiamos casas, cuidamos ancianos sin obra social, educamos sin sueldo fijo, ¿de qué mérito nos hablan?
La meritocracia, esa farsa blanca y masculina que repite Milei como un mantra libertario, se convierte en una burla cruel cuando se la impone a quienes cargamos con siglos de exclusión. «Cuando una lo logra, parece que tiene que justificar cada paso como si fuera un privilegio prestado, una concesión. No se nos reconoce la trayectoria, solo se nos cuestiona el lugar», afirma Rocío. Ser mujer negra y visible en esta Argentina es estar constantemente bajo sospecha. O exótica, o ilegal. O ambas.
Y, sin embargo, estamos. Persistimos. Resistimos.
La Dra. Karem Candelario, médica cirujana general, plástica, reconstructiva y de trasplante capilar, dominicana radicada en Buenos Aires, lo dice claro y sin adornos: «Lo que más nos afecta como mujeres afrodescendientes migrantes no es solo el racismo de la calle, sino la indiferencia de las instituciones. Esa indiferencia es violencia. Cuando una mujer negra llega a una guardia y su dolor se subestima, o en su defecto se niegan sus síntomas, lo que se pone en juego es nuestra vida». Su mirada, entrenada para reconstruir cuerpos, también señala lo que este país ha decidido no reparar: la dignidad que nos quitan al tratarnos como desechables.
¿Cómo se sostiene una comunidad cuando el Estado decide desatenderla deliberadamente? La salud pública ya no es un derecho: es un lujo tarifado para quienes nacieron en otra parte. Las universidades discuten si cobrar matrícula a estudiantes extranjeros mientras el presidente repite que somos «oportunistas». Se penaliza la migración pobre, se expulsa a mujeres con hijos, se criminaliza el deseo. ¡Y después hablan de «libertad”!
La autonomía corporal, otro de los pilares que tanto costó conquistar, también está en riesgo. El discurso antiderechos que avanza desde el poder intenta reinstalar el castigo como forma de orden. «Defender el derecho a decidir es también defender la posibilidad de vivir sin miedo, sin culpa y sin castigo», dice Rocío. Las mujeres negras hemos sido históricamente estigmatizadas por parir demasiado o por no parir nunca, por decidir, por desear, por hablar de nuestros cuerpos. Hoy, esa estigmatización se traduce en desfinanciamiento de la salud sexual y reproductiva, en criminalización de nuestras decisiones, en discursos que promueven el control de nuestros vientres.
«Muchas veces se espera que las mujeres negras seamos fuertes, luchadoras… ah, y encima agradecidas. Pero ¿quién sostiene ese esfuerzo?», se pregunta Rocío. La respuesta, dolorosamente, es nosotras mismas. Y a veces, ni eso alcanza. Porque el ajuste también es emocional. Nos quita salud mental, redes de contención, espacios donde construir desde el afecto. Y, sin embargo, lo intentamos. En cada ronda de mate, en cada encuentro barrial, en cada denuncia, tejemos comunidad.
No es casual que el actual gobierno intente borrar toda institucionalidad construida por y para nosotras. Porque sabe que el cuerpo negro politizado incomoda. La mujer negra organizada, incomoda. El colectivo migrante articulado, incomoda. Incomoda tanto que prefiere tacharnos de «planeras», «ilegales», «víctimas del marxismo cultural». Pero no somos víctimas. Somos sobrevivientes. Y sujetas políticas.
Las redes afrofeministas en Argentina están haciendo lo que el Estado se niega: acompañar, cuidar, visibilizar, denunciar. Pero también imaginar. Imaginar futuros. Porque la resistencia no es solo un gesto reactivo. Es también una potencia creativa. La potencia de pensar un país donde la mujer negra no tenga que justificar su existencia. Donde no se nos mida por la blanquitud de nuestro castellano, ni se nos persiga por el río del color de nuestra piel. Donde ser afrodescendiente no sea sinónimo de amenaza, sino de historia, de cultura, de potencia viva.
El 25 de julio, entonces, no es solo una efeméride más. Es una declaración. Una advertencia. Un abrazo. Una asamblea. Un espejo donde mirarnos sin miedo. Porque no somos pocas, no estamos solas, y no vamos a callarnos.
«Una aprende a rehacerse de las cenizas del racismo cada día gracias a las otras. Juntas tejemos nuevas formas de existir y resistir en esta tierra», dijo Denise Brazão hace un tiempo. Hoy, ese tejido es más necesario que nunca.
Desde los barrios, las aulas, las ferias, los hospitales, las radios comunitarias y las veredas donde construimos redes, las mujeres negras estamos diciendo: esta tierra también es nuestra. Y nuestra lucha, también es por ustedes.
Porque un país que maltrata a sus mujeres negras no puede aspirar a la libertad. Ni a la justicia. Ni a la dignidad.
Hoy es 25 de julio. Y no venimos a pedir permiso. Venimos a recordar que estamos aquí. Con nombre, con historia, con voz. Y con la convicción de que resistir también es reescribirlo todo.
Porque sí: la motosierra es racista. Porque el ajuste, disfrazado de eficiencia, ataca siempre por los cuerpos más expuestos. Porque el recorte no es neutral: tiene color, tiene género, tiene frontera. Porque en nombre del ahorro, se decide quién vive y quién sobrevive. Y porque para esta Argentina que se encoge, las vidas negras valen menos. No lo vamos a permitir.