
Marcelo Valko. Signos, ancestros y el para qué de la Historia
por Mariane Pécora
Autor de libros como “El malón que no fue”, “Cazadores de poder”, “Desmonumentar a Roca”, “Pedagogía de la desmemoria”, “Fui Roca” …, Marcelo Valko entiende la Historia no como un relato objetivo, sino como la secuencia de signos arquetípicos que, al estar entrecruzados con mandatos ancestrales, revelan patrones, tendencias y posibles puntos de inflexión en el devenir social. Así lo pone de manifiesto en su último libro “Crónicas de la memoria: signos, arquetipos y ancestros”, donde explora las huellas invisibles de su propia historia familiar. Un recorrido por una serie de signos que aparecen como contrapuestos, pero que finalmente se acoplan y entrelazan en la cronología de un pueblo signado por la desigualdad, el condicionamiento de clase y la barbarie de una burguesía opulenta que no escatima en masacrar para apropiarse de un territorio que le es ajeno.
Entrevistamos a Marcelo Valko en la redacción de VAS, comparando la época de la revuelta de 2001, que nos impulsó a hacer este Periódico, con el presente. Hace 23 años, en plena revuelta, no sabíamos bien hacia dónde íbamos. “Si no sabes adónde vas, vuelve para saber de dónde vienes”, era el lema del Periódico. Por eso decidimos contar la historia del Barrio, luego la de la Ciudad y más tarde la de la conquista española. Ahora, sabemos de dónde venimos y también sabemos que vamos hacia un futuro desgraciado. Notamos también que como sociedad no hacemos mucho para revertir este destino. Preguntamos entonces: ¿Cuál es ahora el sentido de la Historia?
Marcelo Valko: Primero tengo que aclarar que no soy historiador de formación, soy psicólogo. Me he dedicado a investigar desde una perspectiva antropológica el genocidio indígena y afrodescendiente. ¿Cuál es el sentido de la Historia? Creo que se trata de signos: señales que marcan momentos. Ahora, en Argentina, espero que haya un signo. Quizás una reacción, como que Milei se brote durante una transmisión en directo (ríe). Pero, por algo muy difícil de entender, la gente lo votó y, pese al hambre, lo sigue apoyando. ¿Cuántos médicos, jubilados o estudiantes lo habrán votado, creyendo que acabaría con la casta?
Volviendo a la pregunta, creo que la Historia está hecha de signos, signos que son como chispazos de revoluciones, por ejemplo: la famosa Primavera Árabe, que empezó cuando un vendedor ambulante se prendió fuego. Más allá de quienes estuvieron detrás, la revolución aparece cuando un hombre se inmola. La historia es más visceral que racional, avanza por sensaciones colectivas de hartazgo. Hasta que la gente dice basta. Milei y su motosierra también representan un signo, una señal emocional. ¿Por qué no dicen basta ahora? Creo que hay una sensación de desánimo muy fuerte. Estamos experimentando un repliegue muy brutal y tenemos que sostener a la gente que va cayendo.
—Una pregunta para vos, que también nos hacemos nosotros: ¿Para qué sirve todo esto que estamos haciendo? Antes escribíamos el periódico y sabíamos para qué lo hacíamos; era para la sociedad que habitábamos y que buscábamos. Ahora sabemos que estamos en un abismo, que estamos perdidos. Nos preguntamos qué es lo que podemos dar a través de la Historia para que políticamente aporte a un cambio de paradigma.
MV: Pienso lo mismo. No quiero que mis libros se queden en un estante. Anhelo que funcionen, que sirvan. Por ejemplo, «Pedagogía de la desmemoria» ayudó a un fiscal a establecer una continuidad histórica en las acciones represivas del Estado argentino. Esto se debe a que el exterminio indígena del siglo XIX y la represión política del siglo XX comparten los mismos patrones: desaparición forzada, tortura, despojo territorial y ocultamiento institucional. Así, el modus operandi del Ejército Nacional durante la dictadura de Videla no fue una anomalía, sino una repetición sistemática de prácticas ya empleadas un siglo antes contra los pueblos indígenas durante la llamada «Conquista del Desierto». Otro de mis libros, «El Malón que no fue», cuestiona la versión oficial de la masacre del pueblo mocoví del 21 de abril de 1904 en San Javier, Santa Fe. Un episodio de genocidio indígena, que la prensa de la época tergiversó, presentando a las víctimas como integrantes de un supuesto «malón», cuando en realidad hubo más de cien bajas del pueblo mocoví enterradas en fosas comunes. Este hecho pudo ser judicializado gracias a la documentación recopilada en el libro; y en 2022 se presentó una denuncia ante la Fiscalía Federal que reconoció la matanza como delito de lesa humanidad.
Pero volviendo a la pregunta, Osvaldo Bayer también siempre se preguntaba cuántos de quienes lo llamaban «maestro» habían leído realmente “La Patagonia rebelde” o alguno de sus libros.
Afortunadamente, este año mucha gente joven conoció a Bayer porque destruyeron su monumento en Río Gallegos, lo cual, irónicamente, es bueno. La brutalidad de quienes lo hicieron fue una suerte para nosotros, porque ahora en innumerables ciudades lo recuerdan, lo conmemoran y seguramente lo leen.
—En tu último libro exploras una serie de acontecimientos que no solo marcaron tu historia personal, sino que también dejaron una huella profunda en la Historia del país. ¿Por qué los defines como signos?
MV: Creo que, a partir de una historia personal, se puede ir reconstruyendo el itinerario del país. Obviamente, me considero un marxista confuso porque entiendo que esta teoría de los signos no se condice con el materialismo dialéctico. Sin embargo, cada vez estoy más convencido del poder que tienen los signos. Siempre cito como ejemplo a Osvaldo Bayer, que de niño vivió un tiempo en Río Gallegos, donde escuchó sobre la masacre de la Patagonia, tema que desarrolló años después en “La Patagonia rebelde”. Eso es un signo: algo quedó en su memoria que lo impulsó a investigar esa matanza.
Durante el transcurso de las investigaciones que hice sobre el genocidio indígena, descubrí que mi historia personal también estaba atravesada por ese exterminio.
—¿De qué forma?
MV: Por ejemplo, en 1928 mis abuelos emigraron de Yugoslavia y se instalaron en General Conesa, Río Negro. En ese lugar, que funcionó como “depósito de indios” durante la Campaña del Desierto, nació mi padre en 1931. Y, ¿qué eran los depósitos de indios? Sitios temporales donde se trasladaba a los indígenas expulsados de la Patagonia. Recordemos que Roca vació la Pampa y la Patagonia de su gente porque necesitaba despejar la región de esos “subhumanos” a los que consideraba un obstáculo. Los facsímiles de estos traslados forzosos están publicados en “Pedagogía de la desmemoria”. Años más tarde, ya en Buenos Aires, mi abuela trabajó al servicio de Zulema Devoto, la esposa de Dionisio Schoo Lastra, quien se hacía llamar “condesa” por la servidumbre. Y, ¿quién fue Dionisio Schoo Lastra? Un bon vivant, hacendado, terrateniente y político argentino que de joven supo desempeñarse como secretario privado de Julio A. Roca, autor de “El indio del desierto”, «La lanza rota» y «Aullido”, una obra que reivindica a los ideólogos del exterminio indígena en la Patagonia. Durante los meses de verano, esta familia huía del calor porteño al casco de la estancia que tenía el General Pinto, y llevaba consigo a mi abuela junto a su hijo. Mi padre, que por entonces era un niño, vivía en una humilde pensión del Bajo Belgrano, carente de servicios básicos. Así que, al llegar a la estancia, quedó deslumbrado con esa construcción palaciega donde por primera vez vio una canilla de agua caliente. También, debido a que su aspecto —rubio y de ojos claros— no desencajaba con la estirpe de Schoo Lastra, solían llevarlo a misa. Lo sentaban en el banco que la familia había comprado en la iglesia del pueblo. En 2012, cuando fuimos a reemplazar el nombre Roca por Pueblos Originarios en una calle de General Pinto, le conté a Osvaldo Bayer sobre estos signos y él me impulsó a escribir este libro que, a través de indicios y recuerdos, intenta desentrañar el legado que llevamos en los genes de nuestros ancestros.
—¿Qué te motivó a investigar sobre el genocidio?
MV: Otro signo. En 1968, un empresario inglés le ofrece a mi padre un puesto como jefe de mantenimiento en una empresa que tenía en Paraguay. Se trataba nada menos que de la Industrial Paraguaya. Y mi viejo, cuyo horizonte geográfico más lejano era la veraniega Mar del Plata, partió para allá. Un año más tarde, el resto de la familia lo seguimos. Vivíamos prácticamente en medio de la selva. ¡Y mirá el signo! Mi padre solía volver del trabajo espantadísimo porque, para expoliar el monte para extraer la madera, los capataces corrían a tiros y mataban impunemente a los indígenas. Con mis hermanos más de una vez vimos cadáveres flotando en el Río Paraná. Este tipo de exterminio, denunciado por el geógrafo y pensador Élisée Reclus, el anarquista Rafael Barrett y el escritor Augusto Roa Bastos, jamás fue judicializado, de manera que La Industrial Paraguaya siguió matando indígenas impunemente. Ese era el Paraguay de Stroessner, donde las escuelas se venían abajo, los docentes parecían un elenco de Fellini y los empresarios engrosaban sus fortunas a costa del sacrificio de vidas humanas.
Cuando siete años después volví a Buenos Aires, ni siquiera sabía que existía la carrera de Antropología, así que me inscribí en Psicología. La universidad pública me dio la posibilidad de adentrarme en las ciencias antropológicas y, como las imágenes de esas matanzas habían quedado grabadas en mi mente, comencé a indagar en el genocidio indígena. Mi primera gran investigación fue un libro que se llama “Ciudades malditas, ciudades perdidas”, que documenta el primer depósito de indígenas que existió en 1633 en lo que hoy es el territorio argentino. Luego me introduzco en el genocidio indígena con “Pedagogía de la desmemoria”. Y así siguieron los libros hasta llegar a estas “Crónicas de la memoria”.
—Siempre dices: “Es lento, pero viene”. ¿Qué significado le das a esta frase?
MV: (Ríe) Mucha gente me dice: “Pero bueno, ¿cuándo viene?” Bayer siempre decía: “Hay que llevar esperanza a la gente”. No importa que narremos algo espantoso; el mensaje siempre tiene que ser esperanzador. Nuestros textos tienen que servir; ese es el deber que tenemos para con nosotros mismos.
La voluntad de que la memoria funcione como herramienta de transformación recorre la obra de Valko; sus investigaciones procuran reconstruir las huellas ocultas bajo la desmemoria oficial, visibilizando las continuidades de la violencia histórica y los mecanismos silenciados de exclusión. Así, en “Crónicas de la memoria”, los ecos familiares, la marca de clase y la herida colonial se entretejen en relatos que habilitan la pregunta política sobre el para qué de la Historia.