
Pensiones por discapacidad: de las auditorías a las suspensiones
A mediados de julio, luego de meses de auditorías distribuidas por todo el país, la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS) informó la cancelación de 65.789 pensiones. Menos de un mes después, el 8 de agosto, el portavoz presidencial ampliaba esta cifra a 110.522. Dos números que en los hechos revelan un procedimiento con fallas estructurales, criterios rectores inconsistentes y consecuencias que vulneran derechos fundamentales de un colectivo históricamente marginado.
El programa afectado —conocido como pensión por “invalidez laboral”— no es un beneficio menor ni aislado. Se trata de una política de transferencia de ingresos destinada a paliar desigualdades estructurales: su monto equivale al 70% de una jubilación mínima y habilita el acceso a la cobertura sanitaria del programa “Incluir Salud”. Para miles de personas y sus familias, constituye la diferencia entre subsistir con un mínimo de dignidad o quedar expuestos a la indigencia y la exclusión. Por eso cualquier reformulación normativa o auditoría exige máxima prudencia, transparencia y, sobre todo, el respeto estricto del derecho de defensa.
En septiembre de 2024, el Poder Ejecutivo sancionó una modificación del decreto que regula estas pensiones. Aquella reforma cambió los requisitos de acceso, introdujo nuevas obligaciones para los beneficiarios —como la obligación de notificar cambios de domicilio— y creó nuevas causales de suspensión. Lo más inquietante para la defensa de garantías fue la reincorporación de condiciones que habían sido previamente declaradas inconstitucionales por la justicia y la habilitación de bajas por la imposibilidad de citar a la persona por inconsistencias en los domicilios declarados o por causas atribuibles a la propia persona. Es decir: la imposibilidad de localizar a una persona pasó a ser, en ciertos supuestos, motivo suficiente para suspender una prestación.
Poco después de esa reforma comenzó la auditoría nacional. ANDIS justificó la medida como un intento de detectar “pensiones mal otorgadas” y corregir irregularidades. Con ese objetivo declarado se desplegó una operación de citaciones masivas: notificaciones enviadas primordialmente por carta documento —un mecanismo rígido y formalista—, a pesar de la diversidad demográfica y geográfica del país, y sin medidas compensatorias que garanticen el acceso efectivo a la audiencia de control. El resultado fue previsible. Ante un pedido de acceso a la información pública presentado por la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), ANDIS reconoció que a junio de 2025 el 46% de las cartas enviadas no habían podido ser entregadas. Casi la mitad de las citaciones: un dato que interpela la lógica del procedimiento y exhibe su improcedencia técnica.
Las deficiencias allí. Muchas de las notificaciones remitidas ubicaban a las personas citadas a cientos de kilómetros de sus domicilios reales; otras no contemplaban las barreras de accesibilidad ni ofrecían alternativas razonables para quienes, por razones de salud, económicas o de cuidado, no pueden trasladarse. El contenido de las cartas documento resultó inaccesible para personas con dificultades sensoriales o cognitivas, y en numerosos casos no especificó cuáles eran los documentos requeridos ni el grado de actualización necesario. Cuando ACIJ solicitó a ANDIS información sobre las medidas adoptadas frente a quienes comunicaron impedimentos para concurrir —ya fuera por falta de acompañamiento, por institucionalización, por imposibilidad de traslado o por motivo de enfermedad—, la agencia omitió responder. Esa omisión derivó en una acción judicial promovida por ACIJ, cuya resolución todavía está pendiente.
Desde la experiencia de las personas afectadas emergen relatos que ilustran la crudeza de esta política administrativa. Hay beneficiarios que fueron notificados de la suspensión de su pensión por “no haber comparecido” o “no haber recibido la citación”, cuando en rigor nunca recibieron comunicación alguna; otros que recibieron cartas en lugares alejados de su residencia; y quienes, pese a no haber sido notificados, fueron sorprendidos al ir a cobrar y recibir un rechazo de pago porque su expediente ya figuraba como suspendido. En la carpeta de denuncias también aparecen casos de institucionalización no considerada, cambios de domicilio no actualizados por imposibilidad material y situaciones en las que las dificultades para concurrir no fueron siquiera registradas por la agencia.
El entramado jurídico que hoy permite estas bajas es problemático. Convertir la falta de recepción de una citación —en un país donde el correo no llega con la misma eficacia a todos los territorios y donde existen realidades habitacionales y de cuidado que dificultan la constancia de domicilio— en causales suficientes para la pérdida de un derecho social, plantea una tensión con principios constitucionales básicos: la tutela judicial efectiva, el debido proceso administrativo y la protección especial que exige la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Más allá de la letra del decreto reformado, la práctica demuestra que la aplicación de esas normas puede producir efectos materiales que resultan desproporcionados y discriminatorios.
La ANDIS aduce correcciones de irregularidades; organizaciones de la sociedad civil y defensores de derechos humanos insisten en las violaciones procesales. Entre ambos extremos, las cifras oficiales oscurecen más de lo que aclaran. ¿Qué proporción de las 110.522 suspensiones corresponde a casos en los que efectivamente existía fraude o error en la concesión? ¿Cuántas son las consecuencias directas de fallas en el mecanismo de notificación? ¿Qué salvaguardas se implementaron para garantizar el interés superior de las personas más vulnerables, como quienes viven en instituciones, en situaciones de calle o en comunidades aisladas? Las respuestas oficiales han sido parciales y, en muchos casos, tardías.
El diseño y ejecución de políticas públicas dirigidas a poblaciones vulnerables requieren algo más que controles: requieren garantías procesales reforzadas, mecanismos de participación y medios accesibles de comunicación. Un control riguroso y legítimo no puede sustituir la obligación del Estado de preservar la dignidad y los derechos de las personas a las que sirve. La auditoría, tal como se desplegó, mostró que la obsesión por “depurar” listados sin adaptar los procedimientos al tejido social produce más daños que beneficios. Suspender en masa pensiones por defecto de notificación equivale, en la práctica, a punir la precariedad y las barreras estructurales que impiden la vida plena de las personas con discapacidad.
Queda, además, un desafío institucional: restituir confianza. Para ello, las autoridades deberían abrir sus datos y procesos a una revisión independiente, establecer mecanismos de reparación inmediatos para quienes quedaron sin ingreso, y readecuar las formas de citación —usando múltiples vías, garantizando accesibilidad y asegurando la posibilidad de audiencia a distancia o por representación—. También es indispensable revisar las causales introducidas en la reforma de 2024 que habían sido declaradas inconstitucionales, para evitar que normas regresivas prosperen en el nombre de la eficiencia administrativa.
Si el objetivo realmente es corregir irregularidades, la vía correcta no es la desposesión sin garantías: es el fortalecimiento de procedimientos justos, transparentes y adaptados a la realidad de las personas con discapacidad. Mientras tanto, las cifras oficiales seguirán siendo números fríos que no alcanzan a medir la dimensión humana de cada suspensión: personas que dejaron de recibir un ingreso que les permitía acceder a salud, a medicamentos, a movilidad y a cuidados. En un Estado que se jacta de proteger a los más vulnerables, ese contraste no solo es problemático: es, en términos jurídicos y éticos, inaceptable.
Más allá de los aspectos procedimentales de las auditorías, la norma aplicable plantea serios problemas de constitucionalidad: permite suspender pensiones por no alcanzar un porcentaje de “invalidez laboral” pese a que la condición laboral no se reduce a categorías de “válido” o “inválido”, y aun cuando la exclusión del mercado laboral no se ajusta a porcentajes médicos; además, condiciona prestaciones al apoyo económico de familiares aun cuando la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad exige al Estado garantizar el derecho a la vida independiente. La interrupción de la pensión implica la pérdida de ingresos esenciales para alimentación, vivienda y vestido, y la pérdida de cobertura del Programa “Incluir Salud”, con el consiguiente riesgo para tratamientos y prestaciones indispensables; por ello, cualquier decisión sobre estas prestaciones debe estar precedida de máxima transparencia, respetar el derecho de defensa y ajustarse a la Constitución y a los tratados internacionales de derechos humanos.
Por último, tras el escándalo que se desató la semana pasada cuando se hicieron públicos los audios del titular de la ANDIS, Diego Spagnuolo, (recientemente removido), donde confiesa a un ignoto interlocutor que funcionarios de alto rango del Gobierno nacional exigían a esa agencia la percepción de «coimas» de hasta el 8 % en el proceso de compra de medicamentos. Produce asco hablar de ética profesional mientras se realizan auditorías solo para segregar y excluir a personas vulnerables, mientras, en paralelo, le se roban miles de dólares y se les priva de productos básicos para una vida digna .