
Restobar «Che, Papusa»
Atendido por Luchadoras
En tiempos de persianas bajas, abrió un nuevo restobar en la Ciudad de Buenos Aires: «Che, Papusa». Y se celebra doble: porque es gestionado y atendido por víctimas y sobrevivientes del delito de la Trata, y también por sus familiares. Frente a un Gobierno que no da soluciones, la sociedad civil crea proyectos para generar empleos formales.
por Jesica Farías
El restaurante bar café que la organización Madres Víctimas de la Trata lleva adelante en Paraguay al 1500 es más que un establecimiento gastronómico: “’Che Papusa’, para mí significa libertad, y esa palabra no tiene precio. Significa ser yo, reírme, aprender. Saber que debo cumplir y que puedo ganar mi dinero sin asco. Es Marga, es Marce, es Maru. Es gente mirándonos con respeto”, nos dice Loli, una de sus trabajadoras. Su voz serena es más dulce que el muffin de super chocolate del menú. Es breve, pero contundente. Y habla de la libertad, de la verdadera y no de esa que gritan tantos políticos.
“Esta idea no es nueva, sino que viene de 2018 como un proyecto para permitir que las chicas que eran víctimas de violencia de género y de Trata pudieran incorporarse al sistema laboral porque el Estado no las acompaña ni las ayuda”, recapitula Marcela Cano, abogada coordinadora del Área Legal Madres Víctimas de Trata. En nuestro país hay un marco normativo para la lucha contra ese delito que establece definiciones, penas, medidas de protección y mecanismos para combatirlo, pero ¿se aplica? “Se obliga al Estado argentino a acompañar, es decir, a que cubra todas las necesidades básicas, pero no lo hace. Nunca lo hizo por completo ningún gobierno desde 2009, y menos que menos en este último tiempo”, nos responde entre sorbo y sorbo de café recién hecho. Las tazas suenan contra los platos. El típico murmullo del local apaga el ruido de los autos que pasan por Paraguay y Paraná. Las bandejas van llenas hacia las mesas y vuelven vacías.
También nos acompaña Margarita Meira, presidenta de la organización y mamá de Susana Betker, secuestrada para ser prostituida en 1991 y hallada asesinada un año después. Durante la entrevista le suena el celular muchas veces: mensajes y llamadas. Su trabajo —que no tiene remuneración— no para porque el delito crece mientras se reduce el presupuesto en programas de asistencia a víctimas. En 2018, vio un emprendimiento gastronómico en la zona de Puerto Madero, charló con su dueño e hicieron un acuerdo para que muchas víctimas y sobrevivientes fueran empleadas formales. Pero el sueño se desmoronó en diciembre pasado cuando el Gobierno de la Ciudad decidió no renovar el contrato de alquiler del espacio. “Se tiraban al piso, lloraban”, recuerda Marga. Se secaron las lágrimas y junto a sus compañeras, buscaron nuevas locaciones hasta que encontraron una histórica, la esquina donde Aníbal Troilo componía sus tangos. Y volvieron a arrancar, a base de préstamos, porque sobran las ganas, pero los fondos escatiman. “Este lugar —nos dice Marcela— era lúgubre, los vecinos se quejaban de las ratas, pero en menos de tres meses lo pusimos en valor y arrancamos sin sacarle la esencia del tango”.
Una buena idea
En el lunfardo, papusa significa linda, bonita, como la que lucha, como ellas. En la esquina del tango ahora suena un reggaetón. “Te invito a que vengas en otro horario para escuchar folclore, tango, boleros, melódico, porque nadie que venga a este lugar se va a ir ofuscado por lo que escucha. Las chicas ponen trap, disco, electrónica”, cuenta Marcela y Margarita interrumpe: “Todavía no pusieron clásico, que me encanta”. Pero sí sonó porque en una esquinita del bar, contra la ventana que da a Paraná, se sienta por las mañanas una vecina que trabajó muchos años en el Teatro Colón, que queda apenas a unas cuadras.
Abierto desde las 8 de la mañana hasta las 23.30, por el momento Che Papusa emplea a seis trabajadoras y trabajadores que fueron víctimas y sobrevivientes de la Trata, pero también por familiares que, como Marga, buscaban o buscan a hijas, hermanas, madres. El objetivo es sumar a nueve más, para completar un equipo de 15 personas. “Todavía no es posible porque necesitamos que la concurrencia permita el sueldo de todas, vamos de a poquito”. Hay muchas mesas, cuadros en las paredes, techos altos y unos ventanales que permiten ver ese pedacito de ciudad a resguardo o como si se estuviera en un museo viendo alguna obra. El menú acompaña por su variedad: infusiones sabrosas, cositas dulces —muchas con mermeladas caseras preparadas por Marga— y saladas. Y las especialidades como el choripán Troilo, las cazuelas, los gnocchi de papa o de cabutia. Hay pescados y parrillada, pero también opciones veganas y vegetarianas. No faltan, por supuesto, los clásicos: entraditas, empanadas, ensaladas varias. Y hay algunas joyitas como las empanadas Maleva, que son de lenteja y de chorizo colorado. Entre todas pensaron cada plato. Dicen que si vas, no te podés ir sin probar el budín de pan.
Los buñuelos de verdura tienen una historia propia, que da cuenta de todo el amor y pulmón que le ponen a Che Papusa. Resulta que una de las chicas hizo unos de verdura. Era la primera vez. Mezcló los ingredientes con paciencia, después de medir la harina, buscar especias, cortar y picar. A un lado, la sartén con aceite iba tomando temperatura. Cuando llegó a su punto, se dispuso a recibir varias cucharadas que en un ratito tomarían forma, pero… “¡Se deformaron!”, evoca Marcela. “Ella se sintió mal, no se sentía útil para el trabajo, decía que lo que hacía no servía, que se quería ir”. Y ahí se vieron los coletazos del fenómeno delictivo que borra y barre derechos humanos: entre muchos efectos, la baja estima. Pero, una vez más, entre todas le levantaron el ánimo para que hiciera el resto, que no fueron redonditos sino más bien una masa crujiente que empezaba de una forma y terminaba de otra, irregular. Se apresuraron a presentarlos en una tabla, a la que le sumaron unas salsitas hechas por otra compañera, y los llevaron a la mesa de uno de los primeros comensales del restorán: “¡Son espectaculares!”, fue el veredicto. “No lo puedo creer”, dijo la cocinera, y todas festejaron. El olor, cuentan, llegó a otra mesita e hizo apurar la decisión de quienes tenían la carta en las manos. “Nosotros también queremos unos buñuelos”, se escuchó. Así, de a poquito, se va instalando otro clásico en esa histórica esquina donde Pichuco componía.
En estos momentos, insertarse en el mercado laboral formal no es fácil para nadie, menos para ellas que fueron víctimas de violencia de género y del delito de la Trata. “A veces no pueden hacer ocho horas seguidas de trabajo porque suelen tener alguna crisis o están con asistencia psicológica o psiquiátrica, entonces deben ir a consultas”, explican Marcela y Margarita. Puede ser que un cliente les recuerde a algún tratante o que una historia les evoque la suya o que pase caminando, muy suelto, alguno de sus secuestradores por la calle. A veces vivencian bajones profundos y otras es la ansiedad la que las mueve, pidiendo hacer más horas. Pero en Che Papusa piensan estrategias para acomodarse a esa realidad. Y todo marcha, claro, con fritas.
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Foto de portada: Rodrigo Ruiz
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