
Rozenmacher y la paranoia de la clase dominante
Hace 54 años, en un viernes de invierno marplatense, la literatura argentina perdía a uno de sus narradores más insignes: Germán Rozenmacher. Tenía 35 años cuando, en un viaje de trabajo que había combinado con una estadía familiar, murió junto a su primogénito Juan Pablo en un accidente que conmocionó a la redacción de la Revista Siete Días y a muchos lectores. La publicación, testigo y empleadora de Rozenmacher, consignó el drama con palabras que aún parecen vibrar por su crudeza: una “disparatada ráfaga de espanto” que arrancó de golpe a un escritor en ascenso, cuyo legado literario y periodístico exigiría, con el tiempo, una lectura atenta y continuada.
La tragedia que cercenó su vida y la de su hijo dejó además, para la memoria pública, una imagen recortada entre rumores —“escapes de gas”, “hornallas encendidas”— y la verdad de una familia que buscaba explicaciones. La esposa, Amelia Figueiredo (Chana), y el menor de los hijos, Lucas, sobrevivieron por una casualidad dolorosa: una afección infantil que los había obligado a pasar la noche en una clínica. La noticia, publicada en agosto de 1971 por la revista donde trabajaba, no solo narró la pérdida, sino que dejó en claro que aquel viernes “de sol que prometía mejores cosas” había sido despojado de su promesa.
La vida y la obra de Rozenmacher merecen, sin embargo, ser leídas más allá del suceso final. Autor del célebre libro de cuentos Cabecita negra y de la pieza teatral Réquiem para un viernes a la noche, cultivó una prosa que interrogaba la identidad nacional, las jerarquías sociales y las fisuras del tejido urbano argentino. Su escritura —a veces irónica, otras veces punzante— desplegó personajes y situaciones que condensaban miedos, desbordes y tensiones de una sociedad en transformación. Además de su labor creativa, su oficio periodístico en Revista Siete Días lo colocó en el corazón de una práctica cultural que combinaba crónica, opinión y compromiso con la escena literaria emergente.
Los ecos de su voz no se apagaron con su muerte: escritores posteriores y críticos han recuperado su obra como parte esencial de una genealogía literaria que atraviesa la segunda mitad del siglo XX en la Argentina. Entre quienes reconocen esa impronta aparece Juan Ignacio Pisano, nacido una década después del accidente y autor, entre otras obras, de la premiada novela El último Falcón sobre la tierra. Para Pisano, Rozenmacher dejó “una huella imborrable en la literatura argentina por una obra que con los años se volvió indispensable”. Esa valoración no es un simple gesto de admiración: refleja cómo ciertos relatos –en particular “Cabecita negra”– se volvieron piezas clave para pensar la formación de sentidos sobre la clase, la raza y el temor social en la narrativa argentina.
Analizar “Cabecita negra” hoy obliga a situarlo en conversaciones críticas ya instaladas: Ricardo Piglia, por ejemplo, propuso una lectura que lo emparentaba irónicamente con “Casa tomada” de Julio Cortázar. Pero, como advierte Pisano, esa comparación es posterior y depende de interpretaciones que se consolidaron en contextos culturales específicos —especialmente tras las lecturas mediadas por Juan José Sebreli en 1966—, cuando el cuento cortazariano fue visto como una expresión del miedo de las clases medias ante el avance de los sectores populares encarnado por el peronismo. Leídos con detenimiento, los cuentos de Rozenmacher despliegan otra capa interpretativa: no solo la paranoia de la clase dominante frente a la alteridad, sino la experiencia del goce ajeno como detonante de intolerancia.
En “Cabecita negra”, el protagonista, el señor Lanari, representa una clase con ciertos bienes y comodidades que, en una noche de insomnio, percibe la intromisión de dos “cabecitas negras” en su domicilio. La amenaza no es meramente física ni material; lo intolerable para Lanari es el goce del otro: la manera en que ese otro disfruta de la vida pública y cotidiana —los consumos, las reuniones, los modos de celebrarlo— de una forma que la clase dominante percibe como usurpadora. Desde una lectura lacaniana, como sugiere Pisano, el rechazo se articula en torno al goce del otro: el racismo y la estigmatización aparecen entonces como mecanismos para marcar y mantener fronteras simbólicas y materiales. El cuento sigue siendo vigente porque reproduce, en clave literaria, las formas repetidas con las que se nombra y se teme a “los otros” en la vida política y cultural argentina: los “cabecita negra”, los “negros”, los “negros cabezas” que, según ciertos discursos, se movilizan por lo elemental —el choripán y la coca— y, en esa acusación, se los reduce y se les niega complejidad.
Entendida en ese sentido, la obra de Rozenmacher no solo registra un momento: piensa las formas en que se construyen y reproducen hegemonías culturales y raciales. Escribir sobre esos mecanismos implica identificar cómo una clase impone sus modos de ver y sentir como norma y, simultáneamente, cómo esa imposición deja marcas duraderas en la vida social. Pisano, profesor y doctor en Letras, señala que la vigencia del cuento radica precisamente en su capacidad para mostrar “la marca imborrable de la argentinidad”: una historia nacional que, con frecuencia, se imagina prístina y homogénea, y que se ve interrumpida por la presencia de aquello que no encaja.
El reconocimiento de Rozenmacher en su tiempo y después de su muerte no fue un fenómeno aislado. Vicente Battista, por ejemplo, recuerda su encuentro con el autor durante el Segundo Concurso de Cuentistas Americanos en los comienzos de los sesenta, donde formó parte del jurado junto a figuras como Augusto Roa Bastos, Beatriz Guido, Humberto Costantini y Dalmiro Sáenz. Entre 360 cuentos presentados, el jurado decidió otorgar cinco premios en lugar de uno solo, apreciando la calidad dispersa de las propuestas. Uno de esos relatos galardonados fue “Los pájaros salvajes”, de Rozenmacher, que llamó la atención por su singularidad y le permitió entrar en la escena literaria nacional. Battista, al rememorar al autor, evoca detalles humanos —“su pelo enrulado, su mirada”— que devuelven a Rozenmacher más allá de la figura pública: como un hombre con rasgos y presencias que se inscriben en la memoria colectiva de quienes lo conocieron.
Leer hoy a Rozenmacher implica, por lo tanto, transitar varias capas: la del talento narrativo desplegado en cuentos y textos teatrales; la del periodista comprometido con su época; la de un autor cuya sensibilidad percibió y problematizó las fracturas de la sociedad argentina; y la de un sujeto cuya muerte prematura dejó preguntas sobre lo que podría haber sido. Su obra exige una lectura histórica y crítica que reconozca tanto sus virtudes estilísticas como su potencia para interrogar la construcción de la otredad y las jerarquías sociales.
Además, recuperar a Rozenmacher es un acto de memoria cultural: permite trazar líneas entre generaciones literarias, del mismo modo en que Pisano asimila elementos de aquella “genética” en su propia narrativa. Esa continuidad no es lineal ni inmutable; es más bien un diálogo en el que ciertas preguntas —sobre la identidad, el miedo social, las prácticas de exclusión— vuelven a plantearse con pluralidad de tonos y soluciones formales. La lectura contemporánea de textos como “Cabecita negra” obliga a confrontar la persistencia de estereotipos y quebrantos sociales, y a reconocer que la literatura puede ser un dispositivo privilegiado para mostrar cómo se producen y naturalizan las desigualdades.
Finalmente, el legado de Rozenmacher también pone en evidencia la importancia de los espacios culturales colectivos —revistas, concursos, redes de escritores— que en su tiempo hicieron posible la visibilidad de voces emergentes. La Revista Siete Días no fue solo el medio que comunicó su muerte: fue también el ámbito donde su trabajo periodístico convivió con su producción literaria, y desde donde su figura alcanzó a lectores que hoy todavía lo releen y lo reivindican. En ese sentido, la figura de Rozenmacher se reconstruye entre la obra publicada, los testimonios de quienes lo conocieron y las relecturas críticas que lo situaron como autor relevante para pensar la argentinidad.
Así, más allá del accidente que lo arrancó prematuramente, Rozenmacher persiste como un autor cuya obra invita a pensar los intersticios de clase y cultura en la Argentina del siglo XX. Recuperarlo es reconocer la vigencia de preguntas que su escritura planteó con lucidez y que siguen, medio siglo después, abruptamente presentes.