
Ruido en la ciudad de la furia
En Buenos Aires, el ruido dejó de ser un detalle del paisaje para convertirse en tema de salud pública. Mediciones recientes colocan a la Ciudad Autónoma como la metrópolis más ruidosa de América Latina: autopistas como la 25 de Mayo, Perito Moreno y Arturo Frondizi registran niveles que superan los 80 decibeles, equivalentes al zumbido ininterrumpido de una aspiradora industrial. Avenidas emblemáticas —Rivadavia, Jujuy, San Juan, Callao y Corrientes— oscilan entre los 70 y 80 dB, muy por encima de los límites fijados por la Ley 1540 de la Ciudad (55 dB diurnos y 40 dB nocturnos).
No se trata solo de una situación incómoda que nos impide comunicarnos; la Organización Mundial de la Salud señala que niveles superiores a 65 dB pueden resultar perjudiciales para la salud física y mental. En la práctica, en el territorio porteño, ese umbral se supera con frecuencia, lo que explica por qué especialistas relacionan la exposición crónica al ruido con trastornos del sueño, aumento del estrés, hipertensión y problemas cardiovasculares. A la larga, la exposición persistente puede producir pérdida auditiva irreversible. Incluso la vida silvestre urbana se resiente: las aves tienden a abandonar corredores ruidosos en busca de refugios sonoros más seguros, alterando la biodiversidad local.
La Ciudad cuenta desde 2004 con la Ley 1540, que fija parámetros y exige a actividades potencialmente ruidosas la presentación de un Informe de Evaluación de Impacto Acústico. Además, el Gobierno porteño publica periódicamente mapas de ruido —diurno y nocturno—, herramientas imprescindibles para identificar focos y priorizar intervenciones. Entre las acciones puestas en marcha figuran la colocación de asfalto fonoabsorbente en avenidas de alto tránsito, la instalación de pantallas acústicas en áreas ferroviarias y campañas de concientización para desalentar el uso excesivo de bocinas y promover el mantenimiento vehicular.
Estas medidas muestran intención y cierto impacto localizado, pero frente a una ciudad que suena sin pausa resultan parciales: el asfalto absorbente atenúa —no anula— el tránsito; las campañas inciden en conductas, pero chocan con urgencias cotidianas y hábitos consolidados; y las pantallas protegen tramos puntuales, no barrios enteros.
Fuera del ámbito porteño, la respuesta nacional es desigual. Argentina no cuenta con una ley nacional de control del ruido. Desde 2006 se presentaron proyectos en el Congreso —algunos con media sanción—, pero ninguno llegó a convertirse en norma. En la Provincia de Buenos Aires también hubo iniciativas para crear un observatorio de ruido y un mapa acústico provincial, pero tampoco prosperaron. Esa falta de marco normativo nacional complica la articulación de políticas integrales: sin estándares uniformes y sin recursos coordinados, la gestión queda fragmentada entre jurisdicciones, con soluciones dispares y muchas veces insuficientes.
Las políticas posibles tienen diferentes grados de dificultad y costo, y todas requieren voluntad política sostenida y participación ciudadana. Algunas líneas de acción concretas:
- Fortalecer la fiscalización y aplicar sanciones disuasorias contra infracciones recurrentes (uso innecesario de bocinas, escapes liberados en motos, obras que exceden niveles permitidos).
- Extender y articular mapas acústicos entre jurisdicciones para priorizar intervenciones y evaluar resultados.
- Incentivar la renovación de flotas de transporte público por vehículos más silenciosos y con mantenimiento correcto.
- Ampliar el uso de superficies fonoabsorbentes y barreras acústicas en corredores críticos, junto a evaluación periódica de su eficacia.
- Programas educativos sostenidos que modifiquen hábitos urbanos (respeto por el descanso ajeno, controles técnicos obligatorios).
- Avanzar en una ley nacional que armonice estándares y facilite financiamiento e investigación.
El ruido urbano es, en esencia, un problema de convivencia. Sus causas son múltiples—tráfico, obras, transporte público, actividad cultural y hábitos individuales—y, por lo tanto, su solución exige respuestas conjuntas. Construir una ciudad menos ruidosa implica equilibrar la vitalidad cultural y económica con el derecho al descanso y a la salud. Sin ese equilibrio, Buenos Aires continuará siendo, además de bulliciosa y creativa, una urbe cuyos decibeles cobran factura en la salud de sus habitantes.
La banda sonora porteña seguirá sonando; la pregunta es si la sociedad y sus instituciones elegirán amortiguar ciertas notas para recuperar fragmentos de silencio que permitan dormir, pensar y convivir mejor.