
Una mujer en la guerra
Liliana Colino y su misión en Malvinas
Fue la primera mujer con rango militar en pisar Malvinas durante una misión de rescate de heridos en Puerto Argentino, la noche del 21 al 22 de mayo de 1982. La Fuerza Aérea nunca la ascendió. Renunció por dignidad. Su historia será llevada a la pantalla.
por Melina Schweizer
Liliana Colino se formó para cuidar la vida, primero como voluntaria en el Hospital Durand, luego con títulos de enfermera y médica veterinaria. En 1980 intentó ingresar a la Escuela Nacional de Guardaparques, pero fue rechazada por ser mujer. A pesar de la decepción, supo que ese “no” no sería definitivo. Ese mismo día, de regreso a su casa, un cartel captó su atención: «La Fuerza Aérea Argentina incorpora personal militar femenino: profesionales de enfermería». Rechazada como guardaparque, vio en la Fuerza Aérea una nueva oportunidad e ingresó ese año. La instrucción militar femenina se realizó separadamente, en un espacio improvisado en el Hotel Internacional de Ezeiza. La nombraron alférez, el rango más bajo en el escalafón de oficiales, en lugar de recibir un cargo superior, como habría correspondido a alguien con doble titulación universitaria. Era una prueba. Un experimento institucional. Había que ver “cómo aceptaban los varones” la presencia de mujeres. La decisión de incorporarse a la Fuerza Aérea también resultó incomprensible para su familia, carente de tradición militar. Pero no para Liliana Colino, acostumbrada a abrirse paso donde no la llamaban. Dos años después, la madrugada del 21 de mayo de 1982, con 25 años, pisaba Malvinas bajo amenaza de ataque aéreo, coordinando el embarque de heridos en un Hércules C-130. Fue la única mujer militar argentina que estuvo en las Islas durante el conflicto.
La historia de Liliana desafía el estereotipo tradicional de héroe o heroína. Durante su entrevista con Periódico VAS afirma: «A Comodoro me mandaron. A Malvinas, elegí ir». Una decisión que modificó su vida.
¿Cómo fue el proceso de admisión en la Fuerza Aérea siendo mujer?
En 1980, la Fuerza Aérea incorporó por primera vez en su historia personal de enfermería femenino. Vi esta oportunidad como un desafío y logré ingresar, aprobando todos los exámenes y el proceso de selección. A diferencia de los hombres, la instrucción militar la realizamos en el Hotel Internacional de Ezeiza, que se había reacondicionado para alojar exclusivamente a mujeres. En un contexto lógico, mis dos títulos universitarios me habrían habilitado para ingresar como oficial de una mayor graduación. Pero no. Me dieron el grado de alférez. Sabía que no era justo. Pero, aun así, me quedé. Porque sentía que estar ahí era también abrir un camino para las que vendrían después.
¿Qué pasó cuando estalló el conflicto bélico con Inglaterra? ¿Cuándo se enteró tu familia de tu participación en Malvinas?
En 1982, trabajaba en el Hospital Aeronáutico Central. El 28 de abril me enviaron a Comodoro Rivadavia, donde junto a la pista de aterrizaje funcionaba un hospital reubicable de la Fuerza Aérea. Era un lugar inhóspito, situado en medio de una planicie, sin comodidades de ningún tipo. Allí permanecí 35 días, manteniendo una comunicación mínima con mi familia, que consistía en una llamada de radio semanal desde la base. Les aseguraba que estaba bien, que seguía en Comodoro, sin dar detalles ni de los vuelos, ni mucho menos de mi presencia en Malvinas. No era desconfianza, sino protección; necesitaba que durmieran tranquilos y protegerme yo también.
Mis padres supieron que estuve en Malvinas recién en 1983, cuando recibí un reconocimiento oficial de la Fuerza Aérea. Hasta entonces, ignoraron que había estado en zona de combate. El impacto fue enorme. Mi madre, entre lágrimas, reprochaba mi silencio. Yo sólo atiné a decirle: «Mamá, ya pasó, estoy bien». Pero para ellos no había pasado. Recién entonces comprendieron todo lo que había vivido y todo lo que había callado. A veces ocultamos la verdad para no angustiar a los demás, para sostenernos en pie cuando todo tiembla. En mi caso, fue así… y también una forma de seguir haciendo mi trabajo sin distracciones, con la cabeza fría. Aunque lo entendieron tarde, sé que mis padres se sintieron orgullosos.
¿Cómo te incorporaste a las misiones de evacuación en Malvinas?
Una vez en Comodoro Rivadavia, ofrecieron la posibilidad de sumarnos voluntariamente a las tripulaciones de evacuación aeromédica, propuesta que acepté sin vacilar debido a mi experiencia previa en vuelos sanitarios, incluyendo evacuaciones en Fokker y Learjet, y como misiones médicas en Brasil y Costa Rica. Pero esto era distinto. Esto era otra escala. Otra urgencia. Otra amenaza.
Cuando se produjo el desembarco inglés, todo cambió. El hospital de Puerto Argentino colapsó. Estaba sobresaturado y la urgencia inmediata era evacuar a los heridos. Fue entonces cuando me pidieron colaborar en la evacuación aeromédica. Ese fue el verdadero bautismo de fuego de la sanidad en la Fuerza Aérea. No es que nosotras, las mujeres, no estuviéramos preparadas. Los varones tampoco lo estaban. Nunca se había hecho una evacuación masiva de ese tipo. Era la primera vez para todos. Por eso crucé a Malvinas. Porque el cielo no distingue género, y la urgencia tampoco. Nos subimos a los Hércules e hicimos lo que había que hacer.
¿Cómo fue esa experiencia?
El Hércules C-130, un avión enorme y pesado, se convirtió en el puente entre Comodoro y Malvinas. Pero por su tamaño, era también un blanco fácil. Así que, para evitar ser detectados por los radares enemigos, volábamos a ras del mar. Íbamos completamente a oscuras y con silencio de radio absoluto. Puerto Argentino, estaba sumido en una oscuridad total. Solo se encendían bochones de fuego, no luces, para no delatar la posición ante el enemigo. Apenas aterrizaba el Hércules, los bochones se apagaban y en poco tiempo el avión empezaba a despegar. La puerta trasera del avión bajaba en movimiento. Mientras tanto, las ambulancias llegaban intentando igualar la velocidad del avión para engancharse a la rampa. Todo era una sincronía desesperada. Los heridos que podían caminar se sentaban a los costados del avión. A los más graves los ubicamos en el centro, con las camillas engrampadas al piso. Recuerdo que corría sobre la pista, con los botines pegándose a la turba malvinense, tratando de no tropezar en la oscuridad. Lo único que pensaba era en llegar al avión antes de que se escuchara la orden de despegue. Cuando sonaba la alerta de aviones Harriers en la zona; no había margen: el piloto tenía que despegar de inmediato.
¿Qué sentiste cuando te enteraste de que fuiste la única mujer militar argentina que pisó Malvinas durante el combate?
Llena de orgullo. Pero no por vanidad. Porque sé lo que significa haber estado ahí, en ese momento, en esas condiciones… y haberlo hecho por elección. Es cierto que hubo otras mujeres en Malvinas, pero fue antes del desembarco inglés. Fueron en misiones diplomáticas, a llevar cartas y transmitir un mensaje de paz. Iban preparadas para hablar en inglés con los kelpers y explicar que Argentina no quería alterar sus costumbres, sólo recuperar su soberanía. Pero cuando llegaron, no las dejaron hablar. Mi caso fue distinto. Fui como parte de una misión sanitaria en plena zona de combate. Crucé cuando ya estaban los Harrier volando, cuando ya se escuchaban las explosiones, cuando las evacuaciones eran cuestión de vida o muerte. No me enviaron. Yo elegí ir. Eso es lo que marca la diferencia. A Comodoro Rivadavia me destinaron por orden, como corresponde dentro de la carrera militar. Pero a Malvinas fui porque me ofrecí como voluntaria. Y sabiendo todo lo que podía pasar, no dudé.
¿Por qué decidiste pedir la baja de la Fuerza Aérea en 1988?
La Fuerza Aérea no estaba preparada para las mujeres. No había antecedentes, ni reglamentación, ni voluntad real de integrarnos en igualdad de condiciones que los varones. Nos pusieron a prueba, como si tuvieran que ver si éramos aptas. No sabían qué hacer con nosotras y esta improvisación tuvo consecuencias. En mi caso, me condenaron al estancamiento. Después del conflicto, y siendo la más antigua de mi promoción, seguí teniendo el rango de alférez cuando, según el Código de Justicia Militar, al haber estado en zona de combate, me correspondía ascender en la mitad del tiempo reglamentario. Lo reclamé por todas las vías posibles. Hablé con el brigadier Crespo, mandé notas, pedí explicaciones. Me respondieron que, como era la primera vez que se ascendía a una mujer militar, los pliegos tenían que pasar por el Congreso. Pero eso lo decían para dilatar. Para no hacerlo.
Me cansé de esperar. Intuí que dejarían pasar el tiempo y que seguiría siendo alférez hasta cumplir 90 años. Entonces, en 1988, decidí darme de baja. Fue una decisión consciente, no emocional. No podía aceptar que por ser mujer me negaran lo que me correspondía. Y nunca me arrepentí. Aunque dejé el uniforme, no dejé mi historia.
¿Tenés contacto con los soldados que trasladaste?
La mayoría de los soldados que evacuamos pasaban muy poco tiempo con nosotras. El hospital reubicable era de tránsito: llegaban, se estabilizaba y luego eran derivados según la fuerza a la que pertenecían. Estaban apenas unas horas, a veces un día. Eran tantos, y llegaban a un ritmo tan frenético, que resultaba imposible registrar cada rostro, cada historia. Pero hubo un caso que me marcó y volvió a mí 42 años después. El año pasado, tras una entrevista televisiva, recibí la llamada de un excombatientes, Miguel Alario. Me dijo: “Soy el soldado que tenía la bota inflable. Hace 42 años que la estoy buscando”. Tras ser evacuado, llegó a Campo de Mayo y contó que lo había atendido una mujer, pero nadie le creía. “Te dieron tanta morfina que estás delirando”, le decían. Él insistía, me recordaba por mi voz suave pero firme en medio del caos. Su relato no tenía peso porque no se sabía de mujeres militares que habían estado en Malvinas, hasta que me vio en la tele. Y pudo decir: “Ahora les puedo demostrar que no era la morfina”. Ese reencuentro fue una experiencia hermosa, movilizante y sanadora para ambos. Porque a veces crees que esos rostros se pierden en la memoria, pero hay gestos, palabras, miradas que permanecen. Y cuando vuelven, aunque sea después de 42 años, te recuerdan por qué hiciste lo que hiciste. Que no fue en vano.
¿Qué aprendiste de esa experiencia?
Profesionalmente, fue una experiencia inmensa. Viví situaciones que ningún manual de enfermería ni ninguna sala de terapia intensiva del país, podrían haberme enseñado. Aprendí a actuar en condiciones extremas, sin margen de error, con lo justo, con lo mínimo. A improvisar con criterio, a tomar decisiones rápidas, a leer en segundos lo que un cuerpo necesita. Pero lo más importante fue que entendí el valor del trabajo en equipo. En una guerra no hay héroes individuales, solo compañeros. Dependemos unos de otros. Cuando flaqueamos o sentimos miedo, el otro nos sostiene, y cuando el otro está mal, nosotros lo sostenemos. Esa red invisible se forma en el dolor compartido. También comprendí algo muy simple y a la vez más profundo: la vida es un minuto. Y ese minuto hay que vivirlo intensamente, elegirlo, entregarse. Quizá no haya otro. Si lo hay, mejor. Pero si no, al menos sabrás que lo aprovechaste. Que no lo dejaste pasar.
Después de Malvinas, empecé a vivir con más conciencia del tiempo. No como una urgencia, sino como una decisión. No me quedé con lo que “podría haber hecho”, sino con lo que hice, aun cuando nadie lo pedía o nadie lo esperaba. Porque eso también lo aprendí: hay cosas que no se hacen por orden, se hacen por elección.
¿Cómo es tu vínculo con los veteranos varones?
Excelente. Nos respetan y valoran, también nos invitan a espacios donde antes no teníamos lugar. Hay un reconocimiento sincero. Pero no siempre fue así. Costó muchísimo lograrlo.
Al principio, cuando empezamos a contar nuestras historias, muchos pensaban que exagerábamos. Que estábamos agrandando lo que habíamos hecho. ¿Por qué? Porque no nos veían. Porque la participación de las mujeres no fue visible en el frente. Nosotras estábamos en los aviones, en los hospitales, en los barcos, en la logística, en la sanidad, no con el fusil en la trinchera. Y como el relato tradicional de la guerra se construyó a partir del combate cuerpo a cuerpo, todo lo que no era eso quedaba fuera del relato “heroico” oficial. Tuvimos que explicar, una y otra vez, que la guerra no es sólo combate. También es cargar heridos a oscuras, asistir a soldados quebrados emocionalmente, coordinar evacuaciones médicas bajo fuego enemigo, mantener vivo a alguien durante un vuelo sin luz ni presión. La guerra también es logística, abastecimiento, enfermería, contención.
Durante años se nos discutió el lugar de veteranas, incluso en los papeles. Recién en 2012 salió un decreto del Ministerio de Defensa que reconocía oficialmente a las mujeres que habíamos estado en zona de conflicto. Hasta entonces, había dudas, desconfianza. Tuvimos que soportar que nos dijeran: “¿Mujeres en la guerra? ¿Dónde estaban ustedes? Yo no vi a ninguna”. Y no, no nos vieron. Pero eso no significa que no estuviéramos.
Cuando escucharon nuestras historias completas, cuando entendieron lo que implicó estar ahí, muchos de esos veteranos se transformaron en nuestros principales aliados. Hoy compartimos espacios, marchas, actos conmemorativos. Hay cariño, hay respeto y hay una hermandad forjada desde la verdad. Pero para llegar a eso, primero hubo que hacerse ver. Y hacerse escuchar.
¿Cómo viviste el reconocimiento a los veteranos y las veteranas de Malvinas?
El reconocimiento llegó, sí. Pero tarde. El Congreso recién reconoció a los veteranos en 1992, diez años después de la guerra. Y a las mujeres veteranas, las que realmente estuvimos en zona de conflicto, recién en 2012 nos incluyeron de manera oficial, con nombre, apellido y DNI, en un decreto del Ministerio de Defensa. Hasta ese momento, nuestra existencia era casi anecdótica para el Estado.
Éramos 13 mujeres operativas en total. Seis en el Irízar, seis en buques de la Marina Mercante, y yo, en el Hércules. No fuimos a observar, ni a “acompañar”. Estuvimos activas. Trabajamos. Intervenimos. Durante muchos años nadie habló de nosotras. Y, cuando empezamos a contar nuestras historias, lo primero que nos decían era: “Mentira, yo no vi mujeres en la guerra.”
Claro que no nos vieron. Las del Irízar sólo estaban con los heridos embarcados. Las de los buques de la Marina Mercante eran parte de la tripulación. Y yo, en las evacuaciones aeromédicas, estaba con el personal herido que podía ver apenas por minutos o en medio de la oscuridad total. Estuvimos, pero no donde los medios, las partes oficiales o los libros querían mirar.
El reconocimiento es válido. Pero tiene que ser justo, completo y sin demoras. Porque si no llega a tiempo, no es homenaje. Es reparación tardía.
¿Qué significa Malvinas para vos hoy?
Malvinas, para mí, es una causa que debería unirnos a todos. Es algo que está por encima de las diferencias partidarias, ideológicas, generacionales. No es un reclamo de un gobierno ni de una fuerza armada. Es una causa nacional. Un mandato histórico. Un compromiso con nuestra soberanía, con nuestra memoria y con el futuro.
Por eso, siempre que hablo del tema, evito mezclarlo con política partidaria. No porque no tenga una opinión —la tengo, como todos—, sino porque cuando se politiza Malvinas, se la achica. Se la usa. Se la reduce. Y Malvinas no merece eso. Malvinas tiene que ser una política de Estado, transversal, permanente, sostenida en el tiempo y transmitida con convicción desde las escuelas hasta los foros internacionales.
Además, hay algo que repito siempre cuando voy a dar charlas a escuelas, jardines, universidades: los jóvenes tienen que saber. Tienen que conocer la historia real, sin adornos ni omisiones. Tienen que entender qué pasó, por qué pasó y qué está en juego. Porque algún día ellos serán los que estén en los lugares de decisión. O los que elijan a quienes deciden. Y si no saben, si no entienden lo que Malvinas significa, entonces volveremos a cometer los mismos errores.
Malvinas no es sólo el recuerdo de una guerra. Es una deuda. Es una herida abierta. Es una enseñanza. Y también, aunque parezca contradictorio, es una esperanza. Porque todavía creo que algún día, con inteligencia, con diplomacia y con unidad, vamos a recuperar lo que legítimamente nos pertenece.
¿Cómo “malvinizás” hoy?
“Malvinizo” todos los días, y lo digo con orgullo. Voy a jardines, primarias, secundarias, universidades, a escuelas rurales, a barrios, a pueblos. Recorro el país con mi historia al hombro, pero no para hablar de mí, sino para que los chicos y las chicas entiendan que Malvinas no es el pasado. Es el presente. Y, sobre todo, es el futuro.
A veces me preguntan por qué lo hago. ¿Por qué sigo yendo, hablando y contando lo mismo una y otra vez? Y la respuesta es sencilla: porque todavía hace falta. Porque hay generaciones enteras que no saben que hubo mujeres en la guerra, que no saben qué pasó con los veteranos cuando volvieron, que no entienden por qué seguimos reclamando por unas islas que muchos consideran “pérdidas”.
Malvinizar no es repetir fechas. Es explicar por qué esas islas son estratégicas, por qué están vinculadas a nuestra soberanía, a nuestros recursos naturales, a nuestra proyección en el Atlántico Sur, en la Antártida, en el mundo. Es hablar de lo que nos pertenece.
Yo sé que, muchas veces, me llaman para hablar porque soy mujer. Porque sorprende que una mujer haya pisado Malvinas durante el conflicto. No me molesta. Al contrario. Aprovecho esa visibilidad para contar lo que otros no cuentan. Para decir que la guerra no es sólo el combate, sino también la logística, la contención, la evacuación, el trabajo invisible. Y, sobre todo, para sembrar conciencia.
Si mi voz sirve para que un chico, una chica, entienda que Malvinas no es sólo una cuestión de mapas, sino de identidad y de justicia, entonces mi misión sigue en pie.
Si tuvieras que resumir en una frase lo que aprendiste de Malvinas, ¿cuál sería?
“Aprendí a vivir de otra manera”. Después de Malvinas, nunca más volví a ver la vida con los mismos ojos. Porque cuando estás en una guerra, cuando ves heridos que quizás no lleguen al final del vuelo, cuando corrés sobre una pista, entendés que cada minuto es un privilegio. Y que ese minuto hay que vivirlo con sentido, con coraje y conciencia.
Pero también aprendí algo más crudo, más difícil de aceptar: la guerra la deciden los políticos, la pelean los militares y la sufren los civiles. Esa es la realidad. Ningún militar quiere ir a una guerra. Nadie se levanta queriendo matar o morir. Pero cuando las decisiones se toman desde un escritorio, otros son los que ponen el cuerpo. Y muchas veces, los que más pierden ni siquiera empuñan un arma.
Aprendí a vivir de otra manera. No sólo en lo personal, también en lo colectivo. Aprendí a cuestionar, a no callarme, a malvinizar. A contar lo que pasó y cómo fue. Sin adornos, sin censura, sin romantizar nada. Malvinas me dejó cicatrices, sí, pero también convicciones. Y hoy puedo decir que vivo con los pies en la tierra, la frente en alto. Porque elegí estar ahí. Y sigo eligiendo no olvidar.
Al finalizar la entrevista, Liliana Colino nos dio una primicia: su historia llegará a la pantalla grande. Con emoción, pero también con precaución, contó que se está produciendo una película inspirada en su vida y que será interpretada por la actriz Eva De Dominici. Sin embargo, dejó en claro que puso una condición fundamental: “Pedí que aclaren que es una ficción basada en hechos reales. Porque viste que en las películas siempre cambian cosas, y yo no quiero quedar involucrada en una mentira”. Liliana no quiere heroísmos inventados ni licencias que tergiversen lo vivido. Quiere que la memoria se honre con la verdad, sin aderezos ni ornamentos.
Liliana Colino no necesitó que le ordenen ser valiente. Lo fue. No por protocolo ni por medallas, sino con esa valentía profunda de las mujeres que eligen dar un paso al frente cuando todas las estructuras —militares, políticas, históricas— apuestan a que se quedarán atrás.