Crónicas VAStardas

El truco de la magia

por Gustavo Zanella

Si uno no ve escenas extrañas en su vida cotidiana, es porque sale más bien poco o mira mal. A diferencia de Dios, que te tira un milagro cada muerte de obispo, el mundo es generoso con esas cosas. Nos parece que, por lo general, no pasa nada porque, a fuerza de hacernos los boludos, nos crece un callo en la mirada de tanto no mirar lo que nos duele, nos avergüenza o nos espanta; una dureza que nos corta de cuajo la sorpresa. Cualquier antropólogo de morondanga, periodista o psicólogo social que cursa el CBC puede darse cuenta de que algo más de lo que vemos está pasando ahí afuera. No lo dice la radio, no lo cuenta la tele, se lo dice la gente, lo charla, se lo comenta a sí misma de una forma que los medios no pueden (y no podríamos) reproducir. Como un chusma que espera la hora en que llega la vecina para verla tras la cerradura, o el voyeur que asoma la cabeza por el pulmón del edificio todas las noches para ver si engancha cogiendo a la parejita del 5ºC, la mayoría de las veces solo vemos lo que queremos ver y nada más. Pescamos en una pecera unos pescaditos de mierda. Ahora bien, así como no sabemos, por obra y gracia de la superposición cuántica, si el gato de Schrödinger está vivo o muerto, tampoco podemos saber si viene o no el colectivo, si la muchachada que se apretuja a nuestro alrededor llega o no a fin de mes, si el que fuma paco en la parada se va a poner agresivo o si los pibes que se subieron al techo del Belgrano Sur perderán o no la cabeza cuando pasemos por el puente de Pompeya. Solo sabemos lo que otros dicen, lo que nos cuentan, o —con sus bemoles— lo que vemos in situ o, como dicen los pibes, de frente manteca.
Tampoco es que uno llega prístino y puro a la realidad; a ciertas edades no nos queda virgen ni la mirada, pero siempre está bueno guardarse en el bolsillo una modesta esperanza de que lo cotidiano nos haga un cambio de frente. No necesariamente piola o buena onda; ese cacho de realidad que se somete a la crónica a veces no hace más que ulcerar el dolor, escupirle agua de mar a la herida. A veces, también, la crónica es una forma de evitar el asesinato. Vivimos hacinados en todos los sentidos, incluso en nuestras soledades, tanto que el único escape posible parece ser amasijar al otro, por lo que hace, por lo que piensa, por lo que dice, a veces por sólo respirar. Pero como la vida en la cárcel tiene mala fama y está llena de pobres, en vez de rajarle 3 tiros en las bolas al colectivero que llega media hora tarde, mejor contamos que es pelado, posiblemente pito corto y probablemente libertario. Para no disculpar en vano a la vieja de mierda que te quiere robar el asiento con su certificado de cáncer, mejor contamos cómo se cuela en la fila o verduguea a las embarazadas que viajan con 3 pibes chiquitos que se sorben los mocos. No es cierto que, mirados de cerca, todos somos interesantes; lo que es cierto es que todos somos bastante mierdosos y que, puesta en contexto, esa mierdocidad puede ser simpática y ayudarnos a reconocernos en los demás, para menospreciarnos con justicia: ni un poquito de más, ni un poquito de menos. También, por supuesto, puede servir para descubrir esos raros raptos de bondad y misericordia que salvan a nuestra especie de un escarnio cósmico y definitivo; porque hay que decirlo, no todos nos hacemos los dormidos cuando sube un discapacitado motriz, ni todos los que ceden el asiento lo hacen porque son unos pajeros. Si no hubiese gente buena, sería vano hacer una revista, votar o salir de la cama por las mañanas. Alguno siempre hay.
A veces lo que pasa, terrible, urgente, severo, no tiene un caramelo para darnos de vuelto. A veces, no hay dulzor, ni enseñanza, ni aprendizaje posible ante la postal que nos cachetea con la ojota descarnada de la miseria. Estás en la fila del bondi que tiene más de 60 metros, con cientos de personas delante y cientos detrás, y los ves pasar, los escuchás que te piden para comer, te manguean para el vino, para los remedios, para pasar la noche con sus 8 hijos en una piecita que les cuesta lo que una suite en el Alvear Icon Hotel. Uno tras otro, hombres, mujeres, jóvenes, viejos, niños. Estás ahí y los mismos por ahí te ofrecen droga, sexo, celulares robados, o por ahí te cuentan su historia de vida, sus trayectorias y desventuras, porque la gente no sólo tiene hambre de pan, o hambre de un techo que no se llueva, o hambre de un sueldo digno o hambre de una caricia. A veces, lo que la gente que te rodea en ese hervidero humano tiene es hambre de un oído que también la escuche a ella, que sepa que por un rato en el casino del olvido la casa pierde, aunque la baraja esté marcada.
En Periódico VAS no inventamos la rueda, hacemos crónicas y, en tanto crónicas, son ciertas; cambiamos los nombres, cambiamos un poco las situaciones, ponemos sol y pajaritos en días donde en verdad llovió; pero son ciertas y cualquiera que salga a la calle sabe que lo son porque a veces no ponemos ni queremos la distancia objetiva y aséptica de aquellos que —como proponía Galeano— no querían ser objetivos sino objetos, para salvarse del dolor humano. Que se salven los que tengan la suerte de creer en algo. Nosotros sólo contamos lo que vemos. El resto es historia.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *