Tres décadas de lucha social

por Mariane Pécora

Toda lucha social es el resultante de un mecanismo de opresión; para hablar de ellas podríamos trasladarnos a Europa, al surgimiento de la Ilustración y la instauración del sistema económico capitalista, que engendró la más larga lucha social de la historia: el feminismo. Prefiero quedarme en este continente, sobre la tierra que habitamos, donde nueve años antes de que la Revolución francesa proclamara la divisa Libertad, Igualdad, Fraternidad, exactamente en 1780, Tupac Amarú, en la rebelión que encabezó contra el colonialismo español, propuso la abolición de la esclavitud, la igualdad de derechos y la libertad para todas las personas, incluso las mujeres.

La intención no es ir tan lejos, sino situarnos en el contexto histórico y social más próximo. Si nos aventuramos a retroceder treinta años, arribaremos a una década signada por la consolidación del paradigma neoliberal de dominación económica, política y social. Este dispositivo no se constituyó de una vez y en un solo paso, es el resultado del largo derrotero de calamidades que se inició en la década del setenta. La Dictadura militar intentó destruir el tejido social para imponer, mediante el terror, un modelo de sociabilidad que reduce la interacción humana a una mera relación de intercambio.

No pudo.

Porque, como escribió Julio Cortázar, lo irracional, lo inesperado, la bandada de palomas, las Madres de Plaza de Mayo, irrumpieron en la escena para, sin proponérselo, desbaratar el sueño de los déspotas. Esas mujeres que, a partir de la desaparición de sus hijos e hijas, ocupan el espacio público con estrategias novedosas de lucha, marcan el regreso de la democracia en 1983. Son sus cuerpos en movimiento, en ronda, en eterno peregrinaje, los que signan la historia, dejando una huella de lucha que será catalizada en una diversidad de expresiones culturales, artísticas y políticas.

El Siluetazo del 21 de septiembre de 1983, creación colectiva que sella la tercera Marcha de la Resistencia, dos días antes de que el Gobierno Militar declarara su autoamnistía, marca el inicio de una nueva etapa. Las miles de siluetas pintadas a mano que inundaron las principales avenidas y calles de la ciudad, ilustran la presencia de la ausencia y reafirman la consigna de las Madres: Aparición con Vida. El tumultuoso regreso a la democracia estuvo signado por la apropiación que los cuerpos hacen del espacio público, por la resistencia de Madres a la conformación de la CONADEP, que consolida la Teoría de los dos demonios, abriendo paso a la amnistía de los genocidas. Lucha que se sintetiza en multitudinarias acciones de protesta, como la Marcha de las Manos del 24 de marzo de 1985, bajo la consigna “Dale una mano a un desaparecido” y la Ronda de las Máscaras del 30 de abril de ese año, donde millares de máscaras blancas simbolizan a los ausentes. Todo lo demás: el show del horror, sus cicatrices; la vuelta del destierro; la constante amenaza carapintada; la farsa del juicio a los comandantes; la debacle económica, se combate en las calles. Lo contracultural adquiere también una dimensión inusitada, comprende a la diversidad sexual y canaliza su reclamo. Se origina la primera experiencia de teatro comunitario en el sur de la Ciudad. El feminismo sacude las cenizas del exilio y retoma la batalla por el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos. En 1986 se gesta el Encuentro Nacional de Mujeres. El imperio de la insensatez, la crisis económica y las leyes de punto final y obediencia debida, signaron el fin de este periodo, que poco tuvo de primavera democrática.

Lo que no pudo concretar a nivel económico el terrorismo de Estado, se materializó en la década de los 90 sobre un suelo fragmentado, inconexo, de instituciones, prácticas, discursos y representaciones, que hizo posible la consolidación del modelo neoliberal. En una primera etapa, generando altas tasas de desocupación y precarización laboral a partir de un profundo ajuste fiscal y de la privatización de las empresas del estado. En un segundo momento, con la puesta en marcha del modelo extractivista-exportador y el consecuente saqueo de recursos naturales, la extensión del monocultivo, la pérdida de la diversidad y la expulsión de la población rural de las tierras que habitaban.

El neoliberalismo instala un nuevo mecanismo de biopoder que establece una clara división entre incluidos y excluidos. La persona incluida, lejos de estar satisfecha, se disciplina ante el temor a ser arrojada a la tierra de nadie. Los excluidos ya no forman parte de la sociedad de consumo, no son clientes y sus cuerpos son invisibles para el mercado.

Estamos hablando de un tiempo de traiciones políticas, impunidad y exclusión social. Estamos hablando de un mundo globalizado donde el Ser se ha reducido a una sola de sus motivaciones existenciales: la económica. Estamos hablando de un sistema de pensamiento que ha convertido la subjetividad en una mercancía y ha sintetizado en el consumo el estar en el mundo. Hablamos de una ideología donde el individualismo emerge encarnado en el principio orientador de ésta: la meritocracia.

Una década signada por la lucha social

Como respuesta a este relativismo cultural, comienza a gestarse una nueva forma de protagonismo social vinculada al espíritu rebelde de los años 70. En 1990, el levantamiento popular en Catamarca tras el femicidio de María Soledad Morales deja en evidencia la perversa maquinaria meritocrática del poder político. En 1991, en repudio a la obsecuencia de la CGT ante las políticas neoliberales, se conforma la Central de Trabajadores Argentinos. En 1992, al cumplirse 500 años de la conquista española, por primera vez en la historia nuestro país se ve obligado a reconocer el bagaje cultural de los pueblos originarios, sistemáticamente invisibilizados en el relato oficial. En diciembre de 1993 se desata el Santiagueñazo, rebelión popular que pone en cuestión la opresión a la que es sometida la población originaria. En paralelo a estas luchas sociales, la resistencia de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo se intensifica con el surgimiento de Hijos, que incorpora el escrache a los genocidas como mecanismo de denuncia. Las Marchas de Resistencia se hacen multitudinarias y los organismos de derechos humanos, agrupaciones vecinales y organizaciones gremiales ponen el cuerpo para desafiar las leyes de impunidad de Menem y Alfonsín.

En 1996 y 1997 se producen las puebladas de Cultra Có y Plaza Huincul, con el trágico desenlace del asesinato de Teresa Rodríguez a manos de las fuerzas de seguridad neuquinas. Y más tarde la pueblada norteña de General Mosconi y Tartagal, que tuvo como desenlace la gestación de los llamados Planes sociales. También en 1997 comienza la resistencia docente en defensa de la educación pública, lucha que se prolongará durante 1003 días con la instalación de la carpa blanca frente al Congreso de la Nación. El asesinato del fotoperiodista José Luis Cabezas pone en pie de guerra a la prensa de todo el país y da por finalizada la era menemista. En tanto que los excluidos, aquella población que al sistema le sobra, desarrollan nuevas formas de lucha, que se canalizan en el surgimiento de las primeras redes contra los agrotóxicos, contra la megaminería, en la toma de las fábricas por parte de sus trabajadores y en una resistencia que obstruye la circulación de mercancías: el piquete. En medio del sinsentido que augura el pensamiento único, nuevamente lo irracional, lo inesperado, lo políticamente incorrecto, se pone nuevamente en escena.

Es esa muchedumbre latente, diversa, dispersa, excluida, invisibilizada, la que se condensa en las calles el 19 y 20 de diciembre de 2001, no sólo para desafiar el Estado de sitio decretado por De la Rúa, sino para repudiar a la totalidad del arco político bajo una consigna que sintetiza la intensidad del hartazgo: ¡Qué se vayan todos!

Si bien se fueron muy pocos, las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 signan la emergencia de un protagonismo social capaz de enfrentar al poder político.

Se trata de una potencia colectiva que da lugar a un nuevo tipo de intervención en el ámbito político, social y cultural, erige un concepto de lo público donde se cuestionan los canales de representación tradicionales, origina nuevas experiencias de participación social donde confluyen los movimientos de trabajadores, de desocupados, las asambleas barriales, las organizaciones piqueteras. Esta cristalización de la política se expande en múltiples iniciativas populares, creativas y autogestivas, que convergen en un conjunto de acciones sociales que expresan la falta de resignación de la sociedad a vivir en la pobreza.

En aquellos días, la Humanidad aún no había sido capturada por la tecnología informática y el espacio público seguía siendo el único territorio de disputa.

La movilización funcionó como condicionante de las decisiones del poder estatal, que, con la finalidad de amortiguar el descontento social, pone en marcha un programa de transferencia monetaria hacia los sectores más vulnerables. Etapa que tiene como colofón los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteski. La salida política se canaliza en la convocatoria a elecciones, estrategia que redunda en un retraimiento de la movilización social.

El precio de las conquistas

Ante la urgencia de recomponer la representación política, el nuevo gobierno pone en marcha un modelo de acumulación social, interviene en todos los campos movilizados, ampliando las fronteras del diálogo con los distintos sectores, y dando inicio a una etapa de conquista y ampliación de derechos. Algunas de las conquistas logradas entre 2003 y 2015 son la derogación de las leyes de impunidad. El juzgamiento a los genocidas. La puesta en marcha de los Espacios de la Memoria en manos de los organismos defensores de Derechos Humanos. La ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. La disolución y estatización de las AFJP. La Asignación Universal por Hijo. Las leyes de matrimonio igualitario e identidad de género. La reestatización de YPF y Aerolíneas Argentinas. Período, de doce años, en que el poder estatal, si bien mantuvo un cariz popular, profundizó, también, el modelo extractivista neoliberal, circunstancia que impulsó el surgimiento de una red interdisciplinaria de organizaciones sociales ambientalistas con fuerte anclaje territorial, entre las que se destaca Médicos de Pueblos Fumigados.

Con el macrismo volvió la represión, el intento de adoctrinar los cuerpos mediante el terror. La calle se hizo un circuito peligroso para la protesta social, pero no la opacó. La feroz represión al levantamiento contra la reforma previsional en 2017 tuvo un hilo de continuidad en el escarnio de la Gendarmería Nacional contra el Pu Lof en Resistencia de Chushament en la provincia de Chubut y hacia la comunidad mapuche en Río Negro, con la consecuente desaparición seguida de muerte de Santiago Maldonado y el asesinato de Rafael Nahuel. La infiltración de personal de inteligencia y la consiguiente represión de las personas que se manifiestan repudiando estos crímenes, son heridas que permanecen abiertas en la epidermis social. No pudo, el macrismo, reprimir ni hostigar, esa inmensa marea humana que significó la marcha contra el 2×1 que habilitaba a los genocidas a salir en libertad. Si pudo, bajo amenaza de usar armas de guerra, neutralizar la movilización contra el G20.

El anhelo de una sociedad más igualitaria se presenta como un espejismo tan intangible como inalcanzable. Avanzamos por un presente sembrado de incertidumbre, las relaciones carnales con el Imperio estadounidense configuran la agenda política del actual gobierno, mientras que la pobreza y la precarización laboral crecen al ritmo de la concentración de la riqueza en manos de las corporaciones extractivistas y de los especuladores de turno.

Vale la pena preguntarnos entonces si estamos ante la danza final, o todavía nos debemos el derecho de reconquistar el espacio público, antes de que la inteligencia artificial y un nuevo paradigma trans-humanista y pos-industrial nos declare prescindibles.

 

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