Crónicas VAStardas

Normalidades

por Gustavo Zanella

En la antigua normalidad se viajaba como el orto. En la nueva también, pero para no ser desagradecido hay que reconocer que, como ya no lo llenan hasta las bolas, se reduce bastante la posibilidad de que te apoyen el paquete en el hombro cuando el bondi pega el frenazo. Está el detalle ese de la espera. Antes lo esperabas dos horas y como pasaba repleto no te paraba. Ahora lo esperas dos horas, pasa semivacío y tampoco te para porque los colectiveros dan rienda suelta a su sentido cívico dejándote a gamba, así como la policía piensa que hace patria cagándote a palos.

Como soy un tipo que nació con la buena estrella impresa en los huesos, sólo tengo que caminar veinticinco cuadras hasta la cabecera del 236 si me pinta ir a comprar a Morón los remedios que, por alguna razón, no venden en Kathan city. A otros no les va tan suave. En la fila estoy más o menos en el puesto cincuenta y pico, pero no me importa porque estoy agradecido por salir a dar una vuelta, aun a riesgo de pegarme el bicho y matar a toda mi familia. De todos modos, sé que en Morón habrá fila de media cuadra para todo pues, dato curioso, los locales no pueden tener gente en su interior, pero los vendedores pueden seguir pelotudeando con su celular, como antaño, como si la gente no se apilara en la puerta durante tres cuartos de hora sólo para comprar un sobre de anilina y un ruedo de elástico pa’arreglarse los calzones.

En la fila eterna de un cajero que sólo larga de a $4000 en billetes de 100 tengo delante a dos flacas tirando a chetas. O al menos más chetas que la gente que uno se cruza en los tres cajeros piojosos que hay en Kathan para trescientos mil infelices. Rubias, ojos claros, tapabocas de diseño y alcohol en gel del caro, de ese con perfumito a magnolias del kurdistán.
Una le dice a la otra:
– ¿Cómo está Miriam, tu prima?
-Sigue en Italia, pero tiene un re quilombo en puerta.
– ¿Por? Pregunta la otra.
-Está mal con el marido. Parece que ya casi no cogen. Y ella medio que en el laburo se encajetó con un compañero que está en la misma.
– ¡Noooo! ¡Me jodés!
-No, boluda. Me lo dijo el otro día que me wasapeó por el cumpleaños de la nena. Palabra va, palabra viene me lo contó con detalle. Parece que hace rato que está con eso. Lucas, el marido, vos lo conocés, es medio lento para darse cuenta de todo y a ella se le fue yendo el amor. Andá a saber. Mucha historia para irse, conseguir los papeles, conseguir laburo. Encima con un hijo chico y Lucas no muy convencido de quedarse allá. Parece que tampoco se acostumbra. Un garrón.
-Y qué va a hacer? – pregunta la flaca mientras se levanta el tapabocas que tiene impreso un diseño de Mondrian, saca un pucho y se lo prende.
-No sabe. Dice que con el chongo se tomaron un tiempo pero que sabe que no va durar porque hay algo más que piel.
-Ah, está hasta las tetas.
-Sí.
-Pobre. Igual que aguante. Que se coja a los dos. Tan terrible no es. Y el marido no es tan feo. Por lo menos hasta que el virus se calme y lo pueda echar al marido. Pero que no se vuelva. ¿Mirá si le tiene que pasar guita para la nena viviendo acá? Allá, con lo que sea que le mande, no se va a poder comprar ni un café. ¿Sabías que al marido yo me lo apretaba en el colegio?
-¿Noooo? ¿En serio?
-Sí, boluda, estaba bueno, yo…
Les llega el turno. Entran. Se pasan veinte minutos sacando guita entre las dos.

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En la fila de otro banco tengo a dos tipos atrás. Uno tiene overol de mecánico y el otro normal, con esos jeans chupines que vienen rotos de fábrica y hacen que después de cierta edad parezcas un liqui paper con arrugas. El del overol, a viva voz, cuenta la fórmula de la felicidad financiera: endeudarse en pesos para comprar dólares y dejar que todo fluya por obra y gracia de la santa inflación. Lo cuenta y dice que los economistas de renombre le avalan la fórmula. En algún momento dice Milei. Al instante subo el volumen de los auriculares hasta reventarme los oídos.

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Tengo que pasar por una perfumería a comprar artículos de limpieza. Siempre voy a la misma. La última vez un tipo de seguridad privada te tomaba la fiebre con una pistola de calor, te bañaba en alcohol y te encomendaba a la virgen de Itatí. Hoy hay una flaca que, por sus contornos, seguro aspiraba a ser modelo antes de la pandemia y ahora, con cara de fastidio te mira de reojo con desprecio.
El local estalla de gente entre unos pasillitos diminutos repletos de Mr. Músculo, pasta de dientes de $500 y ofertas de una lavandina que mata el 99,9% de virus y bacterias, menos los que importan.
– ¿Saco número y espero? – le pregunto a la flaca. De mala gana mira al interior del local.
-Pasá- Me dice cortante.
Adentro hace un calor del santo infierno debido a las luces dicroicas que destacan los perfumes y los lápices de labios que se derriten en los exhibidores. Por los parlantes suena al palo un concierto en vivo de Ricardo Arjona. De pronto se corta. Se escucha una discusión acalorada entre alguien que parece ser el gerente y una mina que parece ser la encargada de algo. El tipo la boludea delante de todos. Le dice que el volumen está muy alto, que no puede poner eso, que espanta a los clientes y que hay que tener buen gusto. La mina se va a la calle furiosa. Ahora suena reguetón, al mismo volumen, y la letra dice:

«La mujere’ aquí no son televisore’
Pero la ponemo’ en 4K
La mujere’ aquí no son televisore’
Pero la ponemo’ en 4K-K-K (¡Wuh!)»
Pago y me voy. La simpática de la puerta mueve la patita.

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En la parada estoy primero. Al toque llega un chabón. Fuma con el barbijo puesto de un modo indescriptible. El pucho le sale por abajo y el humo por arriba. Es raro de ver. En una mano tiene una Coca-Cola y en la otra un hiper pancho de los que sólo venden en Morón. Es una cosa de medio metro, que se desborda de las dos bandejas de cartón con que las venden. El tipo le puso todo: papas, mayonesa, savora, ketchup, salsa criolla. Cada vez que mueve la muñeca esparce papitas a su alrededor. Se saca el faso de la boca con la misma mano que sostiene el pancho. Se mancha media jeta y el barbijo con el menjunje de aderezos. Le da un tarascón bestial que casi no mella el tamaño del pancho. Por algún motivo que se nos escapa a todos los de la fila, llega el colectivo cuando no pasamos 5 minutos de espera. Subo. Escucho cómo el chófer le dice al del pancho que no puede subir con eso, ni con el pucho ni con el barbijo mal puesto, que se baje y tire todo, que cuando suba el último se va al toque. El tipo, de una pitada, se fuma todo el pucho. Sin expulsar el humo, se manda todo el pancho en la boca y se lo traga. No sé cómo hace pasar todo eso por la faringe. Como no se le cae nada el chófer no dice ni mu, le cobra y lo deja pasar. Salimos. Cuando estamos cerca de la base militar de Morón, se sienten unos eructos cantarines. Es el tipo. El olor a pancho lo perfuma todo.

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