Crónicas VAStardas

Willendorf

por Gustavo Zanella

92 personas en la fila. Todas puteando al creador del cielo y de la tierra, al pelotudo del Tío Alberto y al subnormal de Milei que de tanto practicar el incesto se olvidó de arreglar el asuntito del subsidio con los colectiveros; y los tipos, como todo empresario que se precie, deciden cagarse en el prójimo en pos de pagar la cuota que les queda del yate. La fila llega hasta la esquina y la dobla, complicándoles la vida a la trabajadora sexual, a un vendedor de empanadas al paso y a un discreto vendedor de paco que atiende en esos lares. Estoy en mitad de la fila, así que hace más de una hora y media que espero. Llega el último, el de las 11 de la noche. El chofer, un pibito gaucho que no había nacido cuando se estrenó Gran Hermano, deja pasar a los que no tienen saldo en la SUBE y nos pide, porfa, que hagamos lugar, así suben todos. También se copa y nos advierte que vayamos haciendo números, porque parece que el boleto del semirápido se va a $500 y la vamos a parir.

-Tranqui -dice- lo paga la casta. Algunos se ríen. Un par masca broca entre dientes y una vieja se larga a llorar. Me pongo los auriculares, ya bastante tengo con mi propia pobreza. El otro día compré aceitunas para el vitel toné y creo que no voy a recuperarme financieramente hasta heredar los terrenos de la abuela.

Llegado el momento en que la cantidad de gente se vuelve incompatible con el espacio comienzan a escucharse algunas quejas, pero la mayoría se la fuma. Tal vez el espíritu navideño los hace más empáticos o simplemente se imaginan en el lugar de los que todavía están abajo y se les eriza la piel de sólo pensar cómo carajo volver al conurbano profundo. Uber: no se puede porque todavía no se reglamentó eso de pagar con órganos.

Por esas cosas inexplicables del destino pego asiento, solo, justo abajo del aire acondicionado que no puede más con su vida. Tira algo de fresco a pesar de estar funcionando a toda castaña, pero no da abasto por la cantidad de gente. Cuando el bondi frena, algo se mueve en la cañería y escupe un hilito de agua medio gelatinosa que nos cae en la cabeza a Corchito y a mí. Corchito es una de las nuevas pasajeras habitués. Debe andar por los 18 o 19. Tiene el uniforme de las playeras de estación de servicio Shell. Hará uno o dos meses que apareció en la fila. Es bajita y posee un escote portentoso, mítico, cual Venus de Willendorf, pero delgada. Tiene el afán de mostrarlo, exhibirlo, darle publicidad. La felicito, cuando uno tiene una virtud, nunca está de más ejercitarla. Alguna vez la escuché mandando mensajes de audio por whatsap en perfecto guaraní. Estamos tan pegados y ella es tan bajita que tengo el hombro literalmente incrustado entre sus senos. Es una situación incómoda porque ella no para de disculparse y yo hago lo mismo tratando de no mirarla porque sus pechos me quedarían a la altura de los ojos. El viaje es demasiado largo como para hacerme el caballero y darle el asiento, además, punto uno, invertir los lugares sería todavía peor -ustedes me entienden- y segundo, podría ser mi hija. Además, no sé qué usará de corpiño, pero siento un alambre arañándome. De hecho, en una curva que el colectivero agarra muy jugado, algo de metal se me clava y doy un salto. Ella vuelve a disculparme y se acomoda las tetas como puede. La lloviznita cada vez es peor y por estar justo abajo nos comemos todo el olor a trapo de piso húmedo que sale con el aire semifrío. La muchachada transpira como testigo falso, pero con Corchito estamos empezando a tener fresquete porque estamos mojados del menjunje ese que nos cae.

Un grupo de borrachines pide con espamento que alguien les haga lugar cerca de una ventanilla porque uno de ellos tomó ginebra y no le cayó del todo bien. Por suerte están lejos. Ojalá no me llegue el olor.

En el peaje de la autopista 25 de mayo, nos para la cana. Amagan con hacernos bajar porque están buscando manifestantes que fueron a la marcha de Tribunales. No veo a los milicos, pero los insultos que reciben desde arriba no dejan lugar a dudas, no van a subir, ninguno de nosotros va a bajar y ellos se quedarán rascándose el higo y pegándole a gente inocente como suele ocurrir.

-¡Qué te hacé el de la casta, guacho, si sos más negro que yogur de aceite! –le grita uno a un policía. La monada se caga de risa y hasta el que está vomitando larga una carcajada.

-Eh, que mi hijo es policía- grita la vieja llorando.

-Lo hubiese criado bien, doña -le contesta uno. Todos asentimos. El bondi arranca.

 

 

 

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