¡Doña Sabina y la Rosita!

por Marcelo Valko

La foto me la facilitó doña Sabina, una de las integrantes del Tercer Malón de la Paz, que durante aquellos meses de agosto a diciembre de 2023 permaneció acampado en Plaza Lavalle frente a Tribunales esperando una justicia que nunca ni siquiera se asomó a mirarlos por alguna de sus ventanas. Mucha gente fue a apoyar su reclamo, sobre todo al principio, el mismo reclamo de justicia que sus ancestros trajeron a la ciudad de Buenos Aires en 1946. Al igual que en aquel entonces, la esperanza de ser escuchados acabó en nada. Varias veces me acerqué al acampe para relatar con asombro cómo es que la historia vuelve una y otra vez a repetirse. En casi todas las ocasiones, me interesaba hablar con estos maloneros de la paz. Cada vez que conversaba con doña Sabina ella siempre terminaba contándome de sus cabritas. Extrañaba la habitualidad de su casa, los trabajos con las plantas y el cuidado de sus animales. Hablaba a diario con sus familiares que le contaban desde la puna jujeña las novedades de su gente y también de su rebaño, algunos nacimientos de nuevas cabritas y también de una muerte en el corral que nadie supo explicarle cómo ocurrió. Quizás fue algún mal viento, o un ojeo… me dijo.

Una de las veces que fui al acampe en Tribunales quisieron que los acompañe a la Universidad Jauretche de La Plata para explicar las injusticias que padecen en Jujuy a manos del entonces gobernador Morales. En ese viaje me mostró la foto del rebaño. Me señaló a alguna que otra comentando sobre sus distintas maneras de ser y de comportarse con ella, cuál era la más traviesa, la más remolona en volver a entrar al corral y le maravilló la siguiente historia sobre cabras. No se la conté una vez sino varias, ya que me pedía que volviera a relatarla cada vez que volvíamos a vernos.

Años antes, durante la hiperinflación de Alfonsín, mi hermana Carolina y su marido Santiago, ambos médicos recién recibidos en la UBA decidieron dejar Buenos Aires y comenzaron a trabajar como residentes en el Hospital Rural de Sarmiento, en medio de la meseta de Chubut. Como ven, mi familia está integrada por gente así, que cree en la Patria Grande y en la Justicia Justa, no en vano mi abuelo en 1931 a dos años de venir de Eslovaquia, fue expulsado de Patagonia por cuestiones políticas con un hijo de pocos meses… al menos zafó de que le aplicaran la Ley de Residencia 4144 y lo expulsaran del país.

A poco de estar instalados en Sarmiento, estos jóvenes médicos consiguieron alquilar una casa amueblada con varias habitaciones que pertenecía a una de las primeras familias galesas. La casa era antigua y tenía sus defectos, pero hubiera venido perfecta como locación para una película ambientada a comienzos del siglo XX, con sus ventanas con postigos de madera, varias habitaciones y hasta un piano. Incluso, habían dejado colgados viejos retratos familiares, gente ya diluida en el tiempo y que, sin embargo, seguían estoicos y protegidos por las molduras de los retratos o quizás encarcelados por ellas. Atrás de un jardín y un detalle más, la puerta de entrada tenía una de esas llaves antiguas de forja, largas y cilíndricas con un solo diente con acanaladuras simples. En ese lugar y en aquel entonces era más que suficiente como cerradura. Por la noche, en ocasiones, se escuchaba el silbido del feroz e incansable viento patagónico. Pero vayamos al asunto de la cabra que tanto le gustó a doña Sabina.

Un paciente muy agradecido por el tratamiento que según sus palabras lo había “dejado como nuevo”, un día se les apareció en la Guardia con una cabra. Susana podría preguntar: ¿Viva? En este caso la respuesta es afirmativa, sí, con una cabra vivita y coleando. Ambos agradecieron, pero se excusaron agradecidos, dijeron que no, no era necesario. La persona insistió de tal modo que no hubo forma y se las dejó en la Guardia. ¡Qué podrían hacer esos dos médicos porteños con una cabra viva! La idea del hombre, claro está, era que hicieran un regio asado. La sola imagen a ellos les causaba horrorosa impresión. Y la cabra se quedó nomás y se llamó Rosita como la soltera del tremendo texto de Lorca, ya que no había ningún pretendiente por los alrededores. Sin embargo, Carolina le colocó un colorido lazo al cuello ya que nunca hay que perder las esperanzas. Muchas veces los fui a visitar en los años que vivieron en Sarmiento y conocí a Rosita. Realmente era como un perrito, pero con pequeños cuernos a quien le encantaba que le rasquen la frente o la barbilla y jugar a empujarla, pero se afirmaba de tal modo con sus pezuñas y tenía tanta fuerza que siempre vencía y uno quedaba arrinconado contra la pared quedando satisfecha de su demostración de poderío. Cuando al atardecer regresaban del hospital que estaba a un par de cuadras, los recibía dando saltos de alegría y balando como loca, comportándose en un todo de acuerdo con el dicho: loca como una cabra. Era necesario ir a saludarla para que se aquietara y luego ella, a través de la ventana, parada en dos patas, seguía atenta a los movimientos del interior. Entre tanto, Rosita se comía el duro pasto que tenía el jardín de la casa y, confieso, lo dejaba bastante parejo. Por eso más de un vecino con jardín se las pedía.

Cuando finalmente se fueron de Sarmiento, la cabra quedó a cargo de una compañera del hospital casada con un muchacho que había heredado un pequeño campito. La condición obviamente era que no acabara en la parrilla. La pareja que le había tomado cariño a Rosita en las distintas visitas cumplió el pedido…
Doña Sabina siempre se emocionaba con este final y repetía: las cabritas son como personitas, demostrando la cercanía de los pueblos originarios para sentir, vivenciar y consustanciarse con la naturaleza, experimentando una verdadera fraternidad con la reciprocidad que nos ofrece la Pachamama a cambio de un uso racional.
Es lento, pero viene…

 

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