
La batalla por la hegemonía global
Trump, China y el impacto de la guerra comercial
por Juan Pablo Costa
A pocos meses de asumir su segundo mandato, la guerra comercial desatada por Donald Trump está provocando sacudones en las estructuras económicas que sostuvieron el capitalismo desde los años 50. ¿Qué significa esto para la Argentina?
Si uno hiciera el ejercicio de comparar al actual Trump con aquel que gobernó Estados Unidos desde 2017 a 2020, notaría rápidamente que se trata de un presidente más temerario, menos dubitativo; en suma, más seguro de la tarea que le tocó asumir.
Donald Trump está convencido de que su misión es, como dice su eslogan, “Hacer grande a Estados Unidos de nuevo”. MAGA son sus siglas en inglés: Make America Great Again, porque en un acto de soberbia hegemónica se confunde a Estados Unidos con todo en el continente americano. Pero dejando eso de lado, ¿qué significa concretamente el eslogan lanzado por Trump? Si lo analizamos con detalle, hay por lo menos dos conclusiones que sacar. La primera, casi una confesión involuntaria, es que Estados Unidos ya no es “grande”; la segunda, que “debe” volver a un pasado glorioso.
Y realmente hubo un pasado notable. Si hay una causa por la que el eslogan de MAGA caló profundo en las clases trabajadoras norteamericanas es porque es cierto. Con la implosión de la Unión Soviética en los años 80, Estados Unidos se convirtió en la potencia hegemónica de un mundo unipolar. Ese es el pasado glorioso al que Trump propone volver. Pero Estados Unidos perdió su lugar porque emergió un contendiente que en pocas décadas lo alcanzó y superó en áreas claves de innovación, trabajo y tecnología: la República Popular China.
Así, la desfachatez de Trump en realidad oculta la reacción desesperada de Estados Unidos ante esa pérdida y la amenaza latente de seguir descendiendo. Lo paradójico es que China, un país que se reconoce socialista, le está ganando la partida con las armas del capital. Estamos como en un cuento al revés, pero ante una realidad, donde Estados Unidos, la tierra del libre mercado, propone aranceles comerciales por doquier y desandar las Cadenas Globales de Valor creadas durante los últimos treinta años; mientras que China, un país socialista, defiende el libre mercado. ¿Resulta extraño? En realidad, si lo pensamos un poco no es tan extraño. El libre mercado suele ser beneficioso para aquel que está en una posición de poder o de ventaja relativa, posición que, en muchos aspectos, hoy ocupa China.
La legendaria paciencia china
En un discurso reciente, el vicepresidente Vance reconoció que la globalización no le salió a Estados Unidos como se esperaba. La idea original era que los países ricos diseñaran y los pobres ensamblaran, pero la realidad mostró que esos «ensambladores» desarrollaron capacidades y diseños propios, especialmente en China. Esto no fue por azar. Beijing impuso condiciones a la inversión extranjera: transferencia tecnológica y asociación con firmas locales. Con el tiempo, ese conocimiento acumulado derivó en la innovación propia.
Este modelo fue posible por una característica central del sistema político chino: el disciplinamiento del capital a través del Partido Comunista. Es ese partido el que traza las líneas estratégicas, en un marco de estabilidad institucional que contrasta con el sistema estadounidense, donde las prioridades varían según quién gane las elecciones y donde el lobby empresarial muchas veces marca la agenda. En China, el capital está subordinado al proyecto nacional. En Estados Unidos, el proyecto nacional suele estar subordinado al capital.
Un nuevo orden multipolar
La proyección global china se expresa no sólo en su disputa con Washington, sino también en la articulación del Sur Global. En ese camino se fortalecen iniciativas como la de los BRICS, una asociación económica-comercial de 5 países emergentes —Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica— que se propone como alternativa al G7, grupo integrado por Estados Unidos y otros países desarrollados.
El Banco de Desarrollo de China (CDB) y el de Exportaciones e Importaciones (BEIC) financian las infraestructuras de los BRICS en varios continentes, mientras que proyectos como el de la nueva Ruta de la Seda buscan reconfigurar las rutas del comercio global. Uno de los movimientos más significativos de los BRICS es el intento de abandonar el dólar como moneda de referencia en los intercambios. De prosperar, esto podría afectar la hegemonía financiera estadounidense en el mediano plazo.
En paralelo, China expande su influencia política y económica con una lógica multilateral que desafía el orden establecido. La incorporación de nuevos países a los BRICS —como Arabia Saudita, Egipto, Etiopía, Irán y Emiratos Árabes Unidos— refleja un reordenamiento geopolítico profundo. Este proceso apunta a consolidar un bloque de países con creciente peso económico y capacidad de incidencia en las reglas del sistema internacional.
Frente a ese escenario, Estados Unidos redobla su presencia en América Latina con una versión rejuvenecida de la Doctrina Monroe. La llegada de Javier Milei al poder facilitó ese viraje. Su alineamiento tan entusiasta con Washington ruborizaría al ex canciller menemista Guido di Tella, el ideólogo de las “relaciones carnales” durante los años 90.
Entre las concesiones de Milei a Trump se cuentan: el rechazo a ingresar a los BRICS (cuando el ingreso ya había sido confirmado), el congelamiento de proyectos energéticos con China, el abandono de la planta de GNL con Petronas -empresa estatal malaya de petróleo y gas-, el guiño diplomático a Taiwán, y el progresivo desinterés por el Mercosur y la integración regional.
Este alineamiento de Milei no responde a una lectura estratégica del contexto global, sino a una afinidad ideológica que puede resultar muy cara. No se trata de elegir entre Estados Unidos y China como si se tratara de una competencia binaria. Se trata de defender intereses nacionales. La eliminación de aranceles de importación en un escenario de guerra comercial internacional es simplemente un gran error. Cuando otros países cierran sus mercados y acumulan excedentes, abrir el propio mercado sin condiciones equivale a debilitar notablemente la producción local.
Además, nuestra política de acuerdos comerciales debería considerar el análisis de la complementariedad de las economías. En el caso de la Argentina y China, existe cierta complementariedad, lo que justamente potenció el crecimiento del comercio bilateral durante los últimos 25 años. Sin embargo, la Argentina con los norteamericanos no tiene una economía complementaria, sino competitiva en varios mercados, como el de la soja, el trigo, el maíz y la energía.
Ideología sin estrategia
La política exterior argentina parece regirse por una lógica de corto plazo. El alineamiento es con Trump, el G7 y el FMI. El rechazo a fuentes alternativas de financiamiento e inversión no solo reduce el margen de maniobra macroeconómico, sino que compromete las capacidades estratégicas de largo aliento. En un mundo cada vez más fragmentado, donde las potencias disputan influencia a través de la economía, una diplomacia sin rumbo puede convertirse en una condena al estancamiento.
Como se anticipó en esta misma columna tiempo atrás, no hay fundamentos económicos que justifiquen una subordinación a los Estados Unidos, y menos en un contexto de declive. En lugar de adoptar una estrategia pragmática y multilateral, el Gobierno argentino parece decidido a atarse al mástil de un barco que hace agua por todos lados.
Frente a un escenario internacional cada vez más incierto, la política exterior debería guiarse por criterios de soberanía, autonomía y defensa del interés nacional. En cambio, se elige una ruta de dependencia que achica el margen de maniobra y relega las posibilidades de una inserción inteligente. Con semejante capitán al mando, Argentina se encamina a atravesar una tormenta con las velas rotas y sin timón.