“La historia reivindica el rol de los artistas en los procesos revolucionarios”

Virna Molina, directora audiovisual que alterna entre el documental y la ficción, comparte reflexiones sobre la potencia narrativa de la memoria, el valor del cine político en tiempos de plataformas y los puentes entre generaciones militantes y creadoras.

 

Texto Maia Kiszkiewicz / Fotos: Rodrigo Ruiz
Cobertura colaborativa con Revista Cítrica

 1994. Semana Santa. Un equipo de compañeros y compañeras del Instituto de Arte Cinematográfico de Avellaneda planea ir a un festival de cortos audiovisuales estudiantiles e independientes en Villa Gesell. Con argumentos diversos, varias personas abandonan el plan. El grupo se reduce a dos: Ernesto Ardito y Virna Molina.
Viajan a dedo, la experiencia es intensa. La pasión por el cine les une. Después de ese viaje, la vida seguirá conjunta. Habrá dos hijas, y con ellas compartirán el amor por la acción: Niki, diseñadora de imagen y sonido, realizadora audiovisual; e Isa, actriz, protagonista de Sinfonía para Ana (2007), la primera ficción de Virna y Ernesto después de muchas producciones documentales.
“Hacer una película lleva a lugares de búsqueda, de encuentro con uno mismo, con la historia, el reflexionar sobre lo que somos. Es intenso y lo compartimos”, cuenta Virna, devenida en realizadora integral —documentalista, camarógrafa, directora—.
La pareja codirigió documentales como Raymundo (2003), Corazón de fábrica (2008) y la miniserie El futuro es nuestro (2014); así como también las ficciones Sinfonía para Ana y, próxima a estrenarse, La bruja de Hitler, “que habla de ir al corazón del nazismo no como hecho histórico sino como uno de los momentos más crueles de la humanidad en el que el odio a lo diferente llevó al extremo del exterminio sistemático”, revela Virna.
La película, en tono poético y político, rompe el lenguaje clásico y se mete en el corazón del horror humano para reflexionar sobre algo que atraviesa todo período histórico. “Hay cosas fáciles de reconocer en la ficción o en el pasado, pero cuando aparecen en el presente la gente no se da cuenta. Por eso los documentales y la importancia de revisar los años setenta en los que, acertado o no, hubo un intento de repensar la sociedad desde el vivir por un objetivo colectivo, algo tremendamente solidario, que existe cada vez menos. El individualismo es brutal”.

En una entrevista que te hicieron en el canal de YouTube “Directores AV” hablás de la estética de la memoria, ¿qué es y cómo se trabaja desde el audiovisual?

¿Qué recordás de algo? ¿La escena perfecta en plano general o ese segundo, el instante, la mirada? Eso es la estética de la memoria: el detalle, un plano cerrado, la iluminación subjetiva. La luz transmite un sentimiento.

Es lo que pasa en Sinfonía para Ana, una ficción arraigada en la realidad.

La ficción permite trabajar el tiempo íntimo de la persona que ya no está. Un momento del que no hay registro. Cuando Ana, la protagonista, una desaparecida, se enamora, la primera vez que se conecta con la política, cómo repercute en el vínculo con sus padres. Todo eso, que la novela de Gaby Meik relata tan bien porque es su historia, es una recuperación histórica genuina. Es dimensionar el horror, la pasión, la inocencia, la claridad política. Hacerlo desde la experiencia humana, la existencia. De Ana y sus amigos, por ejemplo. Y, sobre todo, cuando trabajamos con un proceso como la dictadura que es tan juzgado moral y éticamente en términos de lo que está bien o mal, la búsqueda de la producción y del trabajo con la estética de la memoria es ampliar la subjetividad que tenemos los seres humanos del presente para entender la realidad que nos atraviesa y comprender que hay personas que piensan de otra forma.

¿Por qué es importante narrar esas subjetividades?

Porque el mundo es un desastre. La existencia de la humanidad lo es. Vamos directo al exterminio. No del planeta, de nuestra especie. Lo peor es el dolor de la gente que tiene vidas miserables. A veces uno tiene para comer, trabaja de lo que le gusta. Es muchísimo en un mundo en el que hay gente que está verdaderamente condenada casi a la esclavitud. Entonces, recuperar la memoria de los setenta, un período histórico en el que hubo seres humanos convencidos de que la realidad tenía que transformarse, es mucho. Y había, también, quienes pensaban que esas personas debían ser exterminadas. Eso es igual que el nazismo. Como sociedad, tenemos que reflexionar sobre esa lógica.

Hay una relación particular entre el pasado y el presente en esto que contás, en los trabajos documentales, en sus ficciones.

Las coyunturas cambian, los conflictos existenciales son los mismos. La clave para que pasado y presente se conecten es el sujeto, el ser humano, los conflictos. Nuestro trabajo empezó con el documental de Raymundo. Veníamos de períodos oscuros en los que no se sabía qué pasaría. La dictadura llevó a cabo una destrucción sistemática de archivos históricos. Argentina fue tremendamente inestable en las décadas que siguieron a la dictadura y sobre Raymundo, desaparecido por la dictadura militar, prácticamente no había nada. Sus seres más cercanos, Juana y Diego, exiliades. El resto de la familia, con miedo a compartir sus memorias. Las fuentes más fieles eran las personas. Eso marcó un modo: buscamos la historia desde los relatos. Nos acercamos al pasado desde lo personal y eso lo trae al presente.

Y también están ustedes, documentalistas, presentes en todas sus producciones, pero sin ser vistos. ¿Cómo construyen ese estar del documentalista?

Hacemos entrevistas con la cámara, solos, y se genera un vínculo fuerte entre el entrevistado y nosotros. No hay mucho artefacto. Es silencio y escucha. A veces dicen que parece una sesión de terapia. Porque, además, indagamos sobre momentos dolorosos en los que habita mucho silencio. Y es la escucha la que nos hace presentes. La persona que habla le habla a alguien en quien confía. El confiar habilita el relato y la presencia del otro que, después, es el espectador que también escucha.

 

¿Cómo está la posibilidad para realizar producciones audiovisuales?

Complicada en todo el mundo. Las formas de distribución de las películas están muy concentradas. En otras épocas, tenías una película y una cantidad de salas de cine, diferentes espacios, muchos distribuidores. Obviamente que para el cine documental, de arte, de autor, siempre fue más cuesta arriba comparado con el de industria. Por eso se crearon los institutos de cinematografía, los subsidios, que de alguna manera apoyan la producción. Los documentales son material de estudio en las escuelas, por ejemplo. No son solo para llevar espectadores al cine. El material es de libre circulación. Y el cineasta necesita un subsidio del Estado para seguir filmando. Porque el Estado garantiza cultura y educación.

¿Cómo afectan las plataformas digitales en la difusión de cine?

Tienen una línea, hay películas que no les interesan. Entonces no las incorporan.

Y hay veces en las que ves producciones de países diversos y son todas iguales.

Es lo que quieren mostrar. Es válido, pero marca un monopolio. Y afecta a las subjetividades. Si la gente consume solo relatos cerrados, facilistas, en los que no hay que pensar, lo que te muestran es siempre desde el mismo lugar, la sociedad se vuelve cada vez más cerrada, violenta y menos permeable a lo diferente. Si estás acostumbrado al formato de Hollywood, a su lógica, cuando te muestran una realidad narrada desde otro lugar ni siquiera la podés procesar.

¿Y los subsidios?

Son esenciales para que haya diversidad, pero la situación está complicada porque la plata para los Fondos de Fomento viene de las salas de cine y los espectadores bajaron después de la pandemia. Además, no están tributando al Instituto Nacional de Cine el aporte de la televisión y el cable. Se lo queda el Estado Nacional. Se necesita decisión política, que se aplique la ley vigente. Corremos peligro de que el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) desaparezca.

En la película de Raymundo aparece un interrogante: ¿qué función cumple el cineasta latinoamericano en el proceso revolucionario en el que América Latina estaba entrando? Pasaron 47 años desde el momento en el que esa pregunta tuvo lugar, ¿qué función cumple la persona que hace producciones audiovisuales en este momento de esta región?

Los audiovisuales producen sensaciones, entran en el cuerpo, hacen que se observe la realidad de manera diferente. Si bien en los setenta decían que los artistas tenían que formar parte de una organización revolucionaria por la toma del poder, la historia muestra lo contrario. Gleyzer, que se peleaba con el Partido Revolucionario de los Trabajadores porque quería hacer películas, es un ejemplo. Él decía que las películas eran importantes. Y las películas son lo que queda de toda esa experiencia. Las personas desaparecieron, los relatos políticos caducaron, envejecieron. Las películas son el testimonio vivo de que todo eso existió. Así que el rol es no entregarse a la lógica de un mercado que afianza una estructura, delimita lo que somos, genera una estaticidad de la vida que la vuelve muerte: tenés este rótulo, podés moverte en este espacio. El arte es lo contrario: no soy nada y soy todo. Puedo todo. Puedo encontrar cosas nuevas todos los días. El arte, a diferencia del mercado, es construir relatos con nuevas formas, generar interrogantes de lo que somos. Y de lo que podemos ser.

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