La Otra Historia de Buenos Aires

Antecedentes
PARTE XXXIII
La invasión a Perú

por Gabriel Luna

Año 1532. A fines de marzo Francisco Pizarro desembarca por segunda vez en Tumbes; donde estaba la maravilla y el comienzo del Imperio inca ahora encuentra una ciudad destruida y abandonada. ¿Qué ha pasado? Los sobrevivientes cuentan de un tremendo ejército -más de 50.000 hombres- que responde a Atahualpa, de la guerra contra Huáscar por la sucesión del trono, de los curacas aliados a uno o a otro y sus desgracias, de las ciudades y los pueblos arrasados por la crueldad de Atahualpa; y también cuentan de una ciudad imperial llamada Cuzco, con palacios dorados y calles de plata (que es lo que quieren oír los españoles). Parece un sueño dentro de una gran desolación. El afán de la riqueza individual ante la amenaza de un ejército de 50.000 luchando contra 200 ilusos sin abastecimiento ni refuerzos en tierra desconocida. ¿Qué hacer? ¿Cómo se sostiene esto? Con ambición, soberbia y religión. Ilusión y disciplina. Pizarro decide hacer base en Tumbes y despachar un barco para pedir refuerzos y pertrechos a Panamá. Cuatro soldados y dos frailes despiertan de la ilusión y aprovechan para solicitar el regreso. Son pocos, Pizarro los deja ir, que no vuelva a decirse de él, como se dijo tras disciplinar a su tropa en la isla del Gallo, que era un déspota y un carnicero.1 Vuelve a organizar, disciplinar y entrenar a su pequeño ejército mientras espera durante un mes y medio a los refuerzos. Pero no llegan. Y entonces continúa el sueño, aunque parezca increíble.

El aliento de la invasión, Pizarro y Cortés
El 16 de mayo de 1532, pese a la advertencia de un gran ejército victorioso y en pie de guerra, Pizarro abandona Tumbes y va hacia el sur internándose en un desierto (la tierra desolada), desgastando en la inclemencia a su tropa, para enfrentarse finalmente a un ejército que los supera en número 250 veces. No hay causa noble, emancipatoria o espiritual que lo justifique, sólo apoderarse de la riqueza ajena.
Pizarro deja un contingente de 24 hombres en Tumbes -por si llegaran los refuerzos (que tampoco cambiarían la tremenda desigualdad, serían a lo sumo 100 hombres)- y entra al desierto siguiendo los rastros de un camino inca que bordea la costa hacia el suroeste -por la actual ruta Panamericana-; van los caballos sobre pequeñas nubes de arena, acarreando pertrechos, la mayoría de los hombres a pie, los rostros curtidos, silenciosos, entre el viento y el polvo, y al final, los perros de guerra, como una manada de lobos en fila; y encuentran cada dos días un oasis, con pastizales, reserva de agua y charqui2 almacenado en pequeños tambos de piedra. Así hacen 250 kilómetros, toman contacto con el grupo étnico de los tallanes y llegan en junio al río Chira, que tiene vertiente en el océano Pacífico, forma un valle y se interna en las sierras; y siguiendo el río llegan al pueblo de Poechos -donde está actualmente el embalse más importante de Perú, que irriga y torna cultivable a buena parte del desierto recorrido por nuestros españoles-. Allí reciben la acogida del curaca Maizavilca y de otros curacas, que les ofrecen alimentos, chicha y albergue, pero Pizarro decide acampar junto al pueblo y no en él, para evitar conflictos entre la tropa y los naturales. Tiene la idea de crear alianzas con los tallanes para enfrentar al ejército de Atahualpa, pero no sabe bien cómo hacerlo.

Pudo hacerlo Hernán Cortés en 1521 para tomar Tenochtitlán, en México, creando alianzas con los tlaxcaltecas,3 pero Cortés era letrado, abogado de hecho, y sabía cómo crear entuertos y llevar a las gentes, engañándolas con floripondios y monsergas, por los caminos que a él le convenían. No es el caso de Pizarro, quien era sagaz, ambicioso, militar y tenaz como Cortés, y hasta pariente, pero iletrado. Pizarro pertenecía a la rama pobre y bastarda de la familia, había sido en su juventud porquerizo, cuidador de chanchos, no había tenido la educación de Cortés, a quien admiraba y trataba de emular. Haría lo imposible para seguir sus pasos. De hecho, se había reunido con Cortés en España durante 1527 y éste le había trasmitido las tácticas y estrategias de su valorada campaña mexica. Es más, muy probablemente, la decisión tomada por Pizarro de seguir hacia Cuzco cuando encontró arrasada Tumbes, pese a la desolación, la guerra vigente y la tremenda desigualdad de fuerzas con el ejército de Atahualpa, fuera debida a la influencia de Cortés.

El espía del Inca
Además de crear aliados, Pizarro busca establecer un puerto en la desembocadura del río Chira en el Pacífico para relacionarse con Panamá. Manda entonces dos expediciones: la del fraile Vicente Valverde, que encuentra una bahía apropiada para el puerto; y la del capitán Hernando Soto, que remonta el río desde las orillas y a caballo. Este grupo de veinte jinetes percibe cierta hostilidad en los nativos, y Soto, que tiene un carácter arrogante (no el más indicado para hacer aliados), vuelve con tres curacas prisioneros y noticias urgentes de las sierras. Se pelea allí, está triunfando Atahualpa, quien luego se dirigirá al Cuzco para tomar la ciudad y ser coronado.
Pizarro condena a uno de los prisioneros y reparte sus bienes y atributos entre los otros dos curacas (como si fuera un gobernador español). Y atento a la hostilidad en las sierras, manda a su hermano y lugarteniente Hernando Pizarro a traer el contingente de Tumbes, porque harán falta fuerzas y porque pronto fundará una ciudad a orillas del río Chira, la primera ciudad española en el Tahuantinsuyo. Los tallanes no soportan a los españoles, pero disimulan. Y el curaca Maizavilca -quien los ha recibido con agasajos y chicha en Poechos- urde un plan para deshacerse de ellos: persuadir a Pizarro de que suba a las sierras a encontrarse con Atahualpa y acompañarlo al Cuzco; y por otro lado, mandar a Atahualpa el mensaje de que han llegado del mar unos viracochas, gente con pieles de metal y pelos en la cara, armas de trueno y animales muy grandes, altos como un llama encima de otra, que comen piedras, y otros más chicos pero furiosos, de muchos dientes, rápidos como yaguares, y que obedecen como niños a esa gente. El plan es sencillo. Al ver que no son viracochas, la ira de Atahualpa y sus enormes fuerzas destruirán a los españoles -de eso no tiene dudas Maizavilca-; y después los tallanes se disculparán ante el Inca por haberlos confundido con viracochas, los dioses que vienen del mar.
Hubo una parte del contingente de Tumbes que llegó por tierra y otra que trató de llegar por mar en un bergantín, pero fue capturada por los tallanes. Enterado Pizarro, parte con la caballería al rescate dejando la infantería en Poechos a cargo de su hermano Hernando Pizarro. Pronto descubre al bergantín y a sus hombres en una orilla arbolada del río Chira, retenidos por el curaca Amotape. Pizarro somete a los tallanes sin necesidad de combate. Y hace un juicio sumario, a modo de castigo y ejemplo, donde condena a garrote vil a Amotape y sus seguidores principales, por traición a Carlos I (¡cómo si estuvieran en Castilla y se tratara de súbditos españoles!). Luego quema sus cuerpos, a modo de espectáculo. Y absuelve al curaca de Chira (para crear aliados) y le entrega los bienes y atributos de Amotape.
Mientras tanto ha llegado a Poechos un extraño personaje que vende pacas -roedores grandes de carne sabrosa traídos de las sierras-. El hombre, sin adornos ni armas, embozado y vestido simplemente de negro, no llama la atención de los españoles pero sí la de los tallanes. El vendedor vigila los caballos, los perros, a los soldados barbados de corazas brillantes, arcabuces, ballestas, y en especial al lugarteniente Hernando Pizarro, que es quien da las órdenes; lo sigue por todas partes, hasta que el lugarteniente sospecha o se olvida de algo, desanda sus pasos y lo atropella, a propósito o no. ¿¡Qué cosas está haciendo aquí!? Se disculpa el personaje, señala su cesta de pacas. El español lo alza del vestido negro, lo arroja al piso y patea, vuelve a patearlo. Varios tallanes gritan discursos, el lugarteniente no entiende lo que dicen. Y el vendedor aprovecha para huir, pierde el embozo y quedan al descubierto sus grandes orejas. Ya no necesita la cesta porque tiene lo que ha venido a buscar: los caballos no comen piedras, estos hombres no tienen piel de metal ni son dioses, los perros furiosos pueden matarse a pedradas, también estos falsos viracochas, que además son muy pocos, no alcanzarían si fueran sirvientes para llevar entre todos ni la mitad de los avíos del sublime Inca.

Las primeras ciudades coloniales y el misterio de Caxas
Mientras tanto, 50 kilómetros al norte de Poechos, a orillas del Chira, el gobernador Pizarro y el fraile Valverde, junto a los curacas aliados, ya han decidido la ubicación de la primera ciudad española en el Perú. Estará a 30 kilómetros de la bahía de Paita, donde habrá puerto y la conexión con Panamá. El 15 de agosto de 1532 se funda San Miguel de Tangarará, con misa, chicha y gran ceremonia. Se inscriben como vecinos 46 soldados, a quienes Pizarro distribuye tierras y solares y manda a los tallanes pagarles tributo (trabajo y servicios a cambio de la guía y protección española).
Ese mismo año, al otro lado del continente y a 4.500 kilómetros de San Miguel, Martín Afonso Sousa funda San Vicente, la primera ciudad portuguesa en Brasil, con oposición de los nativos y apoyo de los traficantes de esclavos. Sousa también reparte solares, cultiva caña de azúcar, construye un pelourinho, una iglesia, un cabildo; y el 22 de agosto de 1532, convoca a elecciones de capitulares, las primeras con esas características que ocurren en América.
Pizarro, más que colonizar -como es el caso de Sousa-, pretende dar un beneficio y reconocimiento a sus hombres, hacerlos sentir propietarios y señores, tenerlos felices y de su lado, porque se aproximan tiempos difíciles y va a exigirles mucho. Considerando la propuesta del curaca Maizavilca y las noticias de hostilidad en las sierras, Pizarro designa a Hernando Soto con sesenta jinetes e infantería para explorar la región, y si fuera posible contactar con Atahualpa. Esta misión acercará aún más los tiempos difíciles.
Soto parte de San Miguel de Tangarará -actual Tangarará- a principios de octubre e ingresa a los Andes por el valle del Chira, tiene varios guías quiteños, la altura aumenta, las sendas de estrechan; llevan los caballos de las bridas, se cansan, no hay provisiones, sufren la altura, hasta que los guías les descubren el camino del Inca. Se trata del Peabirú, la red de caminos también buscada por la expedición de Sousa para llegar hasta el Rey Blanco. Aquí se trata de una arteria principal de la red, la que une Quito con el Cuzco, el norte con el sur del Tahuantinsuyo. Es un camino ancho, adoquinado, por donde pueden pasar hasta seis caballos, con acequias y tambos de piedra -como los que había en el desierto tras salir de Tumbes-. Un camino como los que trazaba el Imperio romano. Y por ese rumbo, tras hacer 80 kilómetros, los españoles llegan a la ciudad de Caxas en el valle del Piura -cerca de la actual Chulucanas-. Hay un silencio exagerado, poca gente en las calles, algunas casas destruidas, y cuerpos colgando, suspendidos de los tobillos, frente a un amplio edificio misterioso de construcción rectangular y cúbica, de dos plantas con ventanas, que se extiende sobre los tres lados de la plaza, y parece ser el centro y el origen de toda la ciudad.

(Continuará…)

1. Ver “Francisco Pizarro”, en La Otra Historia de Buenos Aires, Libro Primero, Antecedentes, PARTE XXIV, Periódico VAS Nº 159.
2. Carne en fetas, secada al sol y adobada por los incas que podía conservarse durante mucho tiempo.
3.Ver “La invasión a México”, en La Otra Historia de Buenos Aires, Libro Primero, Antecedentes, PARTE XVIII, Periódico VAS Nº 153.

 

 

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