La Otra Historia de Buenos Aires

 Antecedentes
PARTE XIII

por Gabriel Luna

Abril de 1520. Tras el motín doblegado ocurrido en los confines del mundo, en aquella bahía con forma de botella de San Julián, situada a 12.000 kilómetros de España, había que hacer Justicia. Así lo decidió el almirante Fernando Magallanes (dentro de esa botella, lejano pero muy sobrio).
La Justicia era entonces diferente a la actual en cuanto a procedimientos y ejecuciones, pero no muy distinta en lo que hace a su relación concupiscente con el Poder. La funcionalidad de la Justicia actual para con los intereses de las elites políticas, los grupos económicos y las corporaciones, no es muy diferente a la funcionalidad de la Justicia de hace 500 años para con los intereses de la corte, los mercaderes y la Iglesia. Y tampoco son muy diferentes las ganas de venganza (encubierta o manifiesta), de castigo, y el uso del miedo para disciplinar el cuerpo social.
Pero volviendo a la bahía de San Julián. Este era el segundo motín que enfrentaba Magallanes durante la travesía, y aunque lo había resuelto con eficacia y rapidez -ver en el capítulo anterior- no podía arriesgarse a otro intento. Magallanes nombra juez a su primo, Álvaro Mesquita, el capitán de la nao San Antonio, donde había comenzado el motín. Mesquita tardará dos semanas en reunir y evaluar la prueba, determinar el total de los amotinados, y dictar las sentencias. Mientras tanto se resuelve lo evidente. El capitán Luis Mendoza -de la nao Victoria- y el capitán Gaspar Quesada -de la nao Concepción-, que han sido los propulsores y jefes de la revuelta, son condenados de inmediato. Quesada es decapitado en acto público y su cuerpo abierto y trozado en cuatro. Luis Mendoza, ya ultimado durante la sedición, también es trozado en público. Y ambos restos, luego de escupirlos, son colgados y exhibidos en distintos lugares para marcar indeleblemente en la tripulación las consecuencias de la traición al rey Carlos y a su almirante Magallanes. Resulta curiosa la inclusión de Mendoza en esta exhibición.

El capitán Luis de Mendoza, pertenecía a la prestigiosa y andaluza Casa Mendoza, fundada por el gran cardenal Pedro González Mendoza, marqués de Santillana, y por su sobrino, Iñigo López Mendoza, quien conquistó para los reyes católicos nada menos que el reino de Granada. El hijo de Iñigo, Luis Hurtado Mendoza (del mismo nombre que nuestro capitán) sigue -como su padre- la lealtad a la Corona y lucha a favor del rey Carlos I contra la revuelta comunera castellana que ha estallado en 1519. La Casa Mendoza gobierna Andalucía. Y, mientras la Flota de las Molucas se instala en la remota Bahía San Julián, el joven Pedro de Mendoza (futuro adelantado del Río de la Plata y emparentado en algún grado con nuestro capitán trozado) oficia en la Corte de Valladolid como paje al servicio de Carlos I. Magallanes no podía saber esto y tampoco la historia de lealtades de la Casa Mendoza, de saberlo jamás hubiera mandado a matar al capitán, y mucho menos lo hubiera trozado y exhibido a modo de escarmiento para amedrentar a la tripulación. De hecho, por esta muerte y por los sucesos que siguen a continuación, la reputación y la fama de Magallanes (que tanto le importaban) serían oscuras durante largos años.
A las dos semanas, el juez Mesquita (vigilado de cerca por el Almirante) dicta sentencias. La menor y más apacible es la de Antonio de Coca, el contable general de la flota impuesto por el obispo Fonseca, a quien se le priva de su rango, es decir, del control económico de la flota (una sentencia que da más poder al Almirante y limita la influencia del hijo bastardo de Fonseca, Juan Cartagena, ya amotinado por segunda vez). Lo que sigue es el tormento. Magallanes, insatisfecho con la exhibición de los trozados, decide armar el espectáculo de la tortura para cimentar el miedo y la obediencia ciega de la tripulación. No es una originalidad sino un recurso usado por la Santa Inquisición desde 1480 para disciplinar al pueblo a través de la tortura y la religión. Y el primer “ajusticiado” es Andrés de San Martín, un astrónomo, también impuesto por Fonseca en reemplazo de Ruy Faleiro, el famoso cosmógrafo con quien Magallanes había concebido la circunvalación. San Martín es sometido a la estrapada (o estirón) una tortura muy común de la Inquisición que consiste en atar las muñecas del prisionero por la espalda e izarlo desde las muñecas mediante una polea. El espectáculo tiene varias etapas, que consisten en colgar al prisionero a alturas cada vez mayores y soltarlo, pero sin permitir que toque el piso. También se suele zarandear al prisionero y colgarle peso en los pies -en este caso balas de cañón- para aumentar el estiramiento. Se produce así un sufrimiento atroz, dislocación de hombros, rotura de brazos. San Martín sobrevive al tormento, pero su vida cambia para siempre. El segundo torturado es el piloto Hernando Morales a quien se le aplica el potro, otro método de la Inquisición, que consiste en montar al prisionero sobre una camilla o banco -en este caso toneles-, atar sus extremidades y tirar de ellas -separando los toneles- hasta descoyuntarlo. Morales no sobrevive. Resulta curioso lo que hay de común en ambos métodos, el afán de agrandar, de estirar al hombre en contra de su naturaleza y de sus posibilidades. No se puede. Sin embargo es increíble que todavía hoy, a más de 500 años, se insista en esto. Un ejemplo actual es el todo “se puede” que proponen algunos políticos en sus campañas triunfalistas, que luego en la gestión desembocan en torturas contemporáneas.
Por último el juez Mesquita -en expediente sumario- verifica la traición y condena a cuarenta hombres a muerte, entre los que se encuentran Sebastián Elcano, quien fuera maestre del capitán Mendoza en la nao Victoria, Juan Cartagena y un cura francés llamado Bernard Calmette. Surge entonces la posibilidad de un gran espectáculo dantesco de torturas y ejecuciones. Pero Magallanes, que ya vislumbra cierto miedo y escarmiento en la tripulación, se contiene, no puede permitirse ejecutar sin reemplazo posible al veinte por ciento de sus hombres. De modo que manda engrillar a los cuarenta, y conmuta la pena a trabajos forzados, una solución que le parece más conveniente durante el invierno en la Bahía, para buscar provisiones en la inclemencia del lugar y, sobre todo, para hacer un mantenimiento profundo de los barcos: alijo -descarga completa- y calafatería en dique seco, aprovechando las mareas.

¿Fue un acto de Justicia el de Magallanes? ¿Eran en realidad culpables esos hombres por resistirse a marchar dócilmente hacia el fin del mundo? Había un autoritarismo extremo, cierta demencia y una obsesión irracional en ese menudo almirante portugués, temperamental y cojo, que como un hechicero los empujaba de tormenta en tormenta hacia el naufragio o al abismo. El hechicero prometía riqueza y honores e invocaba en lusitano al rey español y a los intereses de España, que de seguro no conocía muy bien. Había dudas sobre su poder y conocimientos. Magallanes argumentaba que el rey Carlos le había dado autoridad total: poder de soga y cuchillo sobre la tripulación. Y resultaba más absolutista que el propio rey: no tenía consejo, ni compartía dudas o decisiones con nadie. Pero además, no sabía dónde estaba el paso, ¡ni siquiera sabía si existía!, y tampoco tenía información sobre el clima, los vientos o las costas, aunque lo fingiera. No había cartografía fehaciente desde hacía dos mil kilómetros, desde que dejaron el Río de la Plata. Todo esto era muy evidente para los oficiales (y lo transmitían de alguna manera a sus subordinados, por eso la resistencia). Navegan desde hace meses por mares desconocidos entre tormentas cada vez peores, bordeando tierras inhóspitas, en la soledad más absoluta, sin posibilidad de rescate, sobrepasando todos los recursos de la flota. Y sin embargo, el Almirante no escucha a nadie ni ve el peligro. ¿Dónde está su gran experiencia? ¿Qué ocurre con su inteligencia? Magallanes estaba obsesionado por encontrar el paso interoceánico y hacer la circunvalación. Es decir: estaba obsesionado por el reconocimiento y la fama, por eso había dejado Portugal. Había dejado de ser súbdito del rey Manuel porque éste no le dio títulos ni reconoció sus méritos, y habría dejado España si no lo hubiera valorado Carlos I.1 Magallanes no tuvo más causa que la propia. ¿Era posible en estas condiciones que impartiera Justicia?
No. Magallanes impartía un efecto religioso. Esto es, una fe absoluta en su causa con una arenga del “se puede”; y por otro lado, impartía -como el catolicismo- la disciplina por el miedo. Esto conformaba su Justicia. Y la tortura, ese estiramiento imposible del hombre que reniega de la causa, era, además de castigo y disciplina, una siniestra expresión del “se puede”. Crecerán para poder, se estirarán y se amoldarán finalmente los hombres a la causa, aunque sufran y perezcan en el intento.

Mientras tanto en Tenochtitlán, a 8.800 kilómetros de Bahía San Julián, Hernán Cortés, que también ha torturado como Magallanes usando los métodos de la Inquisición, recibe una noticia.2 Ha arribado a Cempoala un gran ejército al mando de Pánfilo Narváez, pariente y lugarteniente del Gobernador de Cuba. No es una buena noticia para Cortés. El gran ejército no viene a unirse a sus fuerzas para reforzar la conquista y buscar el oro. La cuestión de fondo es muy otra. Pánfilo Narváez viene a prender a Hernán Cortés. Lo ha enviado Diego Velázquez, el gobernador de Cuba, para arrestar a Cortés y enviarlo a España. Donde deberá ser juzgado por desobedecer las órdenes del Gobernador y hacer sus conveniencias, tales como partir de Cuba e iniciar una conquista por su cuenta y a beneficio propio, pero con los soldados, los barcos y las armas del rey. Narváez lleva consigo al licenciado López Ayllón, de la Audiencia de Santo Domingo, como representante del rey y funcionario judicial. De modo que en este caso, la Justicia examinará al Almirante, no a la tripulación. Pero la cuestión de fondo son los intereses -de Velázquez, Narváez y de otros- por los honores, los títulos, por el reconocimiento (como en el caso de Magallanes), y por los territorios y la riqueza a extraer.
Hernán Cortés medita su situación, sabe que Narváez ha enviado emisarios a Moctezuma para desacreditarlo, y sabe que éste ha respondido con regalos y zalemas. También conoce a los capitanes de Narváez, y sabe de la irrupción de la peste -traída por el gran ejército- entre los totonacas. Entonces Cortés concibe un plan. Deja en Tenochtitlán una guarnición de un centenar de hombres a cargo de Pedro Alvarado. Y el 10 de mayo de 1520, marcha con trescientos soldados españoles y otros tantos guerreros tlaxcaltecas y totonacas, hacia Cempoala.

(Continuará…)

1. Ver La Otra Historia de Buenos Aires, Libro Primero Parte I (3), Periódico VAS Nº 131.
2. Ver La Otra Historia de Buenos Aires, Libro Primero Parte V, Periódico VAS Nº 139.

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