La Otra Historia de Buenos Aires
Parte VIII
por Gabriel Luna
1 de enero de 1614. Amanece. Llueve sobre la aldea Trinidad. Las gotas oscurecen los techos de paja, las tapias del Fuerte, los senderos de tierra. La Plaza Mayor, gris y espejada de charcos, ya no parece plaza, mercado o posta de carretas, sino una laguna o parte del mismo Río de la Plata.
La lluvia se convierte en llovizna, el cielo sigue cubierto. Un resplandor y un rumor de cascos se acercan desde el Norte por una senda sin nombre trazada entre gramíneas, tunales, y unos pocos ranchos. Tres jinetes vienen por esa senda (que hoy se llama calle San Martín) galopan juntos, bordean la Iglesia Mayor (hoy la Catedral Metropolitana), y pasan cerca del Rollo de Justicia plantado por Juan de Garay. Uno de los jinetes, vestido con capa raída y sombrero de ala ancha, es Cristóbal Remón: campesino y escribano del Cabildo. Va entre dos soldados, de gavias, corazas y botas largas, que sostienen antorchas. Los tres caballos cruzan la plaza salpicando con fuerza, dejando estelas y reflejos en el agua como si fueran barcas, pasan frente a la Casa de Oficiales Reales y entran al Fuerte. Ha de matarnos tanta agua, musita Remón ya en pie, quitándose la capa empapada, y agrega: el agua e todos los males que vienen con ella por este Río de la Plata y arrasan la tierra.
La alusión hacía referencia al comercio naval, usualmente clandestino, que traficaba esclavos negros y plata en Potosí perjudicando el desarrollo de las industrias locales de los productos de la tierra: harinas, cueros y tasajos.1 La sociedad porteña se dividía entonces por los intereses contrapuestos entre mercaderes y campesinos. Los mercaderes eran recién llegados, españoles y portugueses, contrabandistas, marineros, piratas y advenedizos, se los llamaba “confederados”. Los campesinos eran criollos, mancebos de la tierra que habían llegado con Garay desde Asunción o descendientes de ellos, se los llamaba “beneméritos”. Y conforme crecía el tráfico de esclavos respecto a las industrias locales, unos se hacían ricos y los otros pobres. Esa relación entre el tráfico y la industria local se regulaba mediante el poder, de modo que los dos grupos chocaban en contiendas políticas. En 1613 bajo la gobernación interina de Ayala, los “confederados” controlaban el Fuerte, que era el poder militar y ejecutivo de la aldea, y tenían influencia en la Iglesia a través de Juan de Vergara. Los “beneméritos” también tenían influencia en la Iglesia, y hacían valer su condición de vecinos fundadores para controlar el Cabildo, que era el poder judicial y legislativo. La siguiente contienda, con forma de fraude electoral, ocurrió cuando los “confederados” intentaron controlar el Cabildo. Era el primer día del año 1614 y los ediles se reunieron para elegir a sus sucesores.
Ha dejado de llover pero el cielo sigue cubierto. El Cabildo es una línea de casas bajas, encaladas, con techos de tejas y corrales en los fondos. Una de las casas oficia de sala capitular, otra de cárcel, y el resto son viviendas, despachos y tiendas que arrienda el Municipio para sostenerse. La casa de la sala capitular se distingue en la entrada por una modesta campanilla (que compró por tres pesos Bernardo de León, alférez real y depositario del Cabildo). El interior, alumbrado para la ocasión por una araña veneciana de doce velas (traída por Simón Valdez del burdel2 de su propiedad), cuenta con dos escaños enfrentados de madera dura (hechos con siete tablas pagadas a razón de un peso en el convento de San Francisco) y cojines de terciopelo genovés (propiedad de Vergara), un escritorio de jacarandá con marquetería en marfil (propiedad de Diego de Vega), y una alfombra oriental, un tapiz de Flandes, y una cortina de tafetán castellano (propiedades de Juan Vergara). La austeridad es campesina y el lujo mercantil.
La campanilla toca por tercera vez. Más que el lujo de la sala, a los “beneméritos” los sorprende la ausencia del escribano Cristóbal Remón y también la del regidor Domingo Griveo. Al iniciarse la sesión presidida por el gobernador interino Ayala, los “beneméritos” se enteran de que Remón y Griveo están presos en la cárcel del Fuerte y de que ha sido liberado Juan Quinteros, un regidor detenido por causas criminales. La sorpresa se convierte en ira. Francisco Salas protesta por las detenciones maliciosas de Remón y Griveo, y por la presencia de Quinteros: porque estos asuntos fueron urdidos por los mercaderes para sacar electo un alcalde dellos que los defienda e asista en sus marañas del Puerto, dice Francisco Salas y agrega: pido por tanto, que esta elección sea tachada de nula hasta tanto vuelva el delincuente Quinteros a la cárcel e salgan della el escribano Remón y el regidor Griveo para dar su voto. Se unen a la protesta y al pedido el alférez real Bernardo de León y el regidor Gonzalo Carabajal.
El silencio es impresionante. Cruzan miradas Simón Valdez y Juan Vergara con el gobernador Ayala. Y Ayala, presidiendo la sesión desde el escritorio de jacarandá con marquetería en marfil, explica que se ha pagado la fianza de Quinteros y por lo tanto, como hombre libre y regidor que es, puede presentarse en el Cabildo y votar. En cuanto a Remón y Griveo, dice que él mismo ha impuesto causas criminales contra ellos, de las que sólo dará cuenta a Su Majestad, y que ninguno dellos tiene fianza ni podrá salir bajo custodia. Por último, dice que en ausencia de Remón y para legalizar el acto ha nombrado escribano de registro a Gaspar de Acevedo. Y ordena comenzar la elección, recomendando toda paz, quietud y sosiego.
Los “beneméritos” sintiéndose aún en mayoría, acatan. El cuerpo del Cabildo está formado por dos alcaldes y seis regidores. Los electores usualmente once (dos alcaldes más seis regidores más tres oficiales reales) en esta ocasión son diez porque está preso el regidor Domingo Griveo. Los diez se disponen en los escaños enfrentados de la siguiente manera:
Simón Valdez (of. real y confederado)
Tomás Ferrufino (of. real y confederado)
Francisco Manzanares (alcalde y ben.)
Felipe Navarro (regidor y benemérito)
Juan Quinteros (regidor y benemérito)
Miguel del Corro (regidor y benemérito)
Bartolomé de Frutos (regidor y benem.)
Francisco Salas (alcalde y benemérito)
Gonzalo Carabajal (regidor y beneméri.)
Bernardo de León (of. real y benemérito)
Se procede en primer lugar a la elección de los dos alcaldes. Los “beneméritos” proponen a Gonzalo Carabajal y Domingo Griveo, los “confederados” a Juan Vergara y Sebastián de Orduña. Para sorpresa de los “beneméritos” los votos quedan igualados en cinco, según están divididos los electores en los escaños. Los “beneméritos” sabían que Quinteros había vendido su voto por la libertad; pero no, que también los habían vendido Navarro y Manzanares por cargos públicos.
El siguiente golpe a los “beneméritos” lo da el escribano de registro Acevedo. Acevedo tacha el voto que Carabajal se ha dado a sí mismo, y dice que por haber empatado Griveo, Vergara y Orduña con cinco votos cada uno (a Carabajal le computa sólo cuatro) debe votar el presidente para zanjar la situación. Ayala elige como alcaldes a Juan Vergara y Sebastián Orduña. Conmoción en el escaño de los “beneméritos”.
Bernardo León se pone de pie e impugna la elección: porque Juan de Vergara quien fuera antes leal al Rey y al gobernador Hernandarias, ya no lo es. Que ahora tiene compañía dese cristiano nuevo Diego de Vega y es como él, poderoso mercader, intrigante, e dueño de inmensa fortuna amasada haciendo muy gran daño a Su Majestad e a los vecinos deste puerto. ¡Y si tanto mal ha hecho sin ser alcalde, qué es lo que haría siéndolo! Vergara, presente en la sala pero sin derecho a voz, mira las botas de León y una ligera mancha de barro sobre su alfombra oriental de color azul. En cuanto a Sebastián Orduña, continua León, lo mismo le cabe, ya que aguarda de próximo una nao ilegal suya e de su hermano.
Interviene entonces Gonzalo Carabajal para señalar que esa nao viene cargada de negros, rompiendo la orden expresa de Su Majestad que impide el tránsito de personas por este puerto sin su licencia. También se opusieron al acto Miguel del Corro y Bartolomé Frutos. La alfombra oriental azul queda manchada por los “beneméritos” y sus protestas. El gobernador interino Ayala no hace lugar a las contradicciones, ni se mete en los asuntos de una nao que todavía no a arribado al Puerto, confirma la elección de Vergara y Orduña como alcaldes, y ordena hacer la votación de los seis regidores. Hay acuerdo de los dos escaños en tres nombres, los otros debe elegirlos con su voto el gobernador.
Ajenos de lo que ocurre en el Cabildo, Domingo Griveo (que ha dejado de ser regidor) y el escribano Cristóbal Remón ocupan una calabozo en la plaza norte del Fuerte. La celda tiene las paredes de adobe, piso de tierra apisonada, y el techo de paja todavía está oscuro y húmedo por el temporal. La luz se filtra por un ventanuco que da al terraplén de artillería y por un espacio entre el piso y la puerta. El escribano, sentado junto a su compañero en un jergón, mira precisamente esa franja de luz, le está calculando una altura de lo menos medio palmo cuando una sombra, un bulto, se escurre trabajosamente en la rendija y entra. ¡Pardiez!, grita Remón. La rata enorme, gris y con manchas negras, también lo mira. Griveo se sobresalta. El animal ataca. Remón envuelve al bicho en su capa y lo golpea varias veces contra el adobe. Antes no había destas alimañas, dice, ¡que parecen diablos de tan malos! Vienen de los barcos, dice, con la fiebre de la plata e de los esclavos.
Debido al fraude electoral, el Cabildo de 1614 fue controlado por los mercaderes. Ya en el poder, los “confederados” repartieron premios y castigos. Felipe Navarro y Francisco Manzanares obtuvieron los cargos de alcalde de campaña y síndico procurador, respectivamente. Al escribano Cristóbal Remón se lo separa de sus funciones y a Bernardo de León, depositario del Cabildo, se le rechazan cuentas obligándole a reembolsar de su bolsillo 2200 pesos. El tráfico de esclavos negros fue impune y se hacía a pleno día, sin necesidad de enmascararlo con el recurso de las arribadas forzosas.3 Los mercaderes Diego de Vega (también honrado con puesto público) y el alcalde Orduña desembarcaban sus cargas de esclavos directamente en las propiedades costeñas de Simón Valdez, sin pasar por Aduana ni Puerto. Y desde allí, con los papeles en regla, partían las caravanas de negros rumbo al Potosí para ser vendidos, dejar pingües ganancias a los “confederados”, y dejar sus vidas trabajando en las minas de plata.
Las diferencias económicas entre mercaderes y campesinos se extremaban. Los “beneméritos” no se quedaron con la derrota, dieron parte de los sucesos al Rey, a Hernandarias, y a la Audiencia de Charcas (que ya había sido advertida del avance “confederado” en el poder político tras la misteriosa muerte del gobernador Marín Negrón). A mediados de 1614 llegó a la aldea Enrique Jerez, un visitador enviado por la Audiencia de Charcas. Jerez descubrirá algo notable: que el gobernador Marín Negrón había sido envenenado por orden de Juan Vergara, cabecilla de los “confederados”, alcalde del Cabildo, tesorero de la Santa Cruzada, y notario del Santo Oficio de la Inquisición.
BIBLIOGRAFÍA
Actas del Cabildo de Buenos Aires (Fojas 263 a 273 del libro original)
Historia Argentina Tomo 1, José María Rosa. Ed. Oriente, 1981.
El Primitivo Buenos Aires, Héctor Adolfo Cordero. Ed. Plus Ultra, 1986.
La Pequeña Aldea, Rodolfo González Lebrero. Ed. Biblos, 2002.
Hernandarias de Saavedra, Col. Felix Luna. Ed. Planeta, 2000.
AGRADECIMIENTO
Al Sr. Alejandro Jankowski del Archivo General de la Nación, por su esmerada atención y permitirnos el acceso a las actas originales del Cabildo de 1614 que ilustran esta edición.
1 Ver Parte VII
2 Ver Parte VI