La Otra Historia de Buenos Aires.
Parte III
Por Gabriel Luna
1590. Santa María del Buen Ayre es un conjunto de chozas hechas con simples trenzas de barro. No hay otros materiales. La meseta es de tierra húmeda, sin árboles, cruzada por riachos, zanjones y pajonales. Los crepúsculos son de una soledad indecible, con dos horizontes abiertos al infinito: la pampa y el río, que entrañan difusos peligros de indios, piratas y corsarios. Las noches son tan profundas que todo parece esfumarse y hay que encender fogatas aunque no haya leña, y cortar los silencios con campanadas de maitines porque se sienten pasos de animales fantasmales a una legua de distancia; o se siente el ruido de los zancudos, que es leve pero cubre todo como un sudario. Las cosas no mejoran durante el día. A la soledad y el miedo se suman la miseria y el desamparo.
Han pasado diez años de la fundación y el proyecto de Garay, la ciudad de 142 manzanas ordenada en forma de damero al estilo europeo, se resume a una treintena de chozas o casas de barro mal distribuidas entre pantanos y senderos sinuosos. No hay calzadas ni veredas ni cercas. Los animales, vacas, cerdos, gallinas, perros y caballos, vagan libremente por la vecindad. No hay maderas para la construcción, ni herrajes, tampoco un horno de ladrillos. Las casas tienen una sola habitación, piso de tierra, no hay vidrios ni ventanas, y las puertas son un cuero de vaca extendido. Abunda el cuero. Por las mañanas, nuestros vecinos notables se dedican a la vaquería, que consiste en la caza de ganado cimarrón. La practican como deporte noble pero les hace falta para sobrevivir. Cazan las vacas corriéndolas a caballo, con perros y a lanzazos como si fueran jabalíes.1
11 de junio de 1590, tarde nublada. Suena la campana de la iglesia a una hora inusual. Vuelve a sonar. Un viento helado se cuela por los techos. Los vecinos notables con sus viejas ropas de gala caminan vadeando charcos y se reúnen en la Iglesia Mayor –ubicada donde hoy está la Catedral Metropolitana, en las calles San Martín y Rivadavia-, porque todavía no se ha construido el Cabildo. Los cabildantes sin Cabildo son: Antón Higueras, Olavarrieta, Miguel Gómez, Pedro Morán, Miguel del Corro y Juan de Basualdo, entre otros. La pobreza y la desolación se exhiben en sus ropas como heridas. Llevan las capas de Segovia lustrosas de tan gastadas, las calzas con remiendos igual que los jubones, los zapatos rotos, las gorgueras de Holanda amarillas, y las mangas antes jironadas, ahora deshechas. La pobreza no les sienta, parecen espantajos representando una farsa. Pedro Morán coloca con cierta solemnidad el papel, el lacre, la tinta y las plumas sobre la mesa del sacrificio. Todos rodean la mesa, miran esperanzados los folios. Se disponen a escribir al Rey.
Somos los que quedamos de los 64 fundadores de la ciudad llamada Trinidad por Don Juan de Garay, que los otros se fueron buscando el sosiego por las noches, y el orden e la hidalguía durante los días; ¡y mejores alimentos!, que en esta tierra no se conocen el pan y el vino, ni especias, ni alcaparras, almendras, bizcochos o quesos, y todo es comer carne de vaca o de pez, y la mandioca y mucho maíz, que es lo que comen los salvajes. Hay un revuelo. Una gallina entra en la iglesia perseguida por un gallo. Pon también carne de pollo, dice Miguel del Corro. Pedro Morán sonríe, escribe las quejas y las súplicas entre manchones, formalidades, y arabescos. Nosotros, los fundadores que quedamos e cuidamos estas llamadas Puertas de la Tierra al servicio de su Majestad, a duras penas nos sostenemos, no tenemos cirujano ni herrero, no hay herramientas de construcción ni de labranza, y tampoco esclavos, que aramos y cavamos con nuestras manos, y que el agua para beber y para limpieza la traen del río nuestros hijos y nuestras mujeres con grande menoscabo de sus propias alcurnias, e de sus vestidos, porque es menester bajar e subir cargado una barranca ardua para procurarla. La gallina escarba el piso de la futura Catedral Metropolitana y engulle una lombriz. Morán traza un arabesco y continúa, que no parecen partes del mismo reino, Santa María del Buen Ayre y el Potosí, donde luego de dar fiestas se arrojan por las ventanas las vajillas de plata a la calle, que aquí no tenemos calles, ni siquiera ventanas, ¡y ni hablar de la plata, pese al nombre del río!
Esto último deciden no ponerlo. Terminan el asunto con reverencias y lisonjas, encomendándose a la Providencia y a la misericordia del Rey. El gallo pisa la gallina. Los cabildantes firman y sellan la carta a Felipe II. Levantan la vista, rezan y se santiguan varias veces. Nada ha cambiado pero parecen distintos. Después de las invocaciones terrenas y celestes, los caballeros salen reanimados. Llovizna, descubren una carreta que emerge como un islote en el pantano de la plaza, y vuelven a sus miserias por las sendas de barro: Pedro Morán camina hacia el este, rumbo al río, vive junto a Hernando Mendoza en las actuales calles Rivadavia y Reconquista, Miguel Gómez y Juan de Basualdo caminan hacia el norte por la actual calle San Martín, viven llegando a Corrientes frente a la actual plazuela de San Nicolás, Antón Higueras y Miguel del Corro van hacia el oeste, uno vive en Cerrito y Corrientes, en la manzana hoy cortada por la Diagonal Norte y convertida en Paseo Peatonal, el otro vive en el solar de enfrente. Son los primeros vecinos de la ciudad y del barrio San Nicolás, también los primeros pobres. Sus reclamos se oponen a la política colonial de la Corona, es decir a la ideología feudal sostenida por los Habsburgo. Pero nuestros vecinos ignoran estas cosas.
Santa María del Buen Ayre no tenía libertad de comercio, esa era la orden del Rey. Podía comerciar sólo con España y sus colonias. La política de la Corona era trasladar la riqueza de Potosí y abastecer a las colonias por la ruta de Lima.2 Esta política beneficiaba a comerciantes y socios vinculados con la Corriente de Conquistadores del Pacífico3. Los productos, ya de por si caros en España, porque no se producían allí, multiplicaban sus precios por la mediación en la extensa ruta limeña y resultaban inaccesibles al llegar a Buenos Aires. Según la política imperial, Santa María del Buen Ayre, mientras no tuviera yacimiento en su haber, funcionaría sólo como punto estratégico para desalentar invasiones europeas, bélicas o comerciales, que pudieran afectar la circulación de la plata hasta Sevilla. No hacía falta para esto una gran población, ni siquiera sostener un fuerte bien pertrechado. Buenos Aires disuadía simbólicamente, por representación, era una simple ficha del Imperio en el mapa estratégico de la región, podía barrerse con facilidad pero equivalía a atacar el Imperio. Tal vez por saber estas políticas, Juan de Garay, que tenía su destino atado al de la aldea, buscó hacia el norte, hacia el oeste, y hacia el sur llegando hasta la actual Mar del Plata, el origen de la leyenda de la Ciudad de los Césares. Murió emboscado por los indios, que no entendían de representación o disuasión simbólica.
Cabe preguntarse por qué la Corona no alentaba otros desarrollos industriales y comerciales al margen de la extracción de metales preciosos. ¿Por qué no construía otras fuentes de riqueza basadas en los inmensos territorios ocupados y en los recursos humanos disponibles?4 ¿Por qué no propiciaba una sociedad de desarrollo humano y bienestar teniendo el mundo en sus manos? Las respuestas deben darse considerando el marco económico del Imperio y su ideología.
La España del siglo XVI era un imperio bélico movido por el aliento de la religión5 y sostenido por la riqueza minera americana. Entre 1503 y 1660 llegaron a la Casa de Contratación de Sevilla 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata. La plata extraída de América excedía en tres veces el total de las reservas europeas. La industria española había sido abandonada, de los 16 mil telares que había en Sevilla en 1558, a la muerte de Carlos V, sólo quedaron 400 en 1598, al morir Felipe II. Las telas holandesas, los encajes de Lille y Arraz, los tapices de Bruselas y los brocados de Florencia, los cristales de Venecia, los vinos y lienzos de Francia, y hasta las armas de Milán, inundaban el mercado español a expensas de la producción local. Esto acarreó al Imperio una cuantiosa deuda externa con las bancas europeas que se pagaba con el oro y la plata americana. La riqueza llegaba a la Casa de Contratación y se escurría rápidamente entre los acreedores. No había intenciones de revertir esto. Todo lo contrario. La Corona alentaba el crecimiento de las clases parásitas: el clero y la nobleza, que vivían de la apropiación minera y de la explotación de indios y esclavos. El trabajo por mano propia era una deshonra para los caballeros y una bajeza para los frailes ocupados en cuestiones celestes tales como el sexo de los ángeles o la presunta alma de los indios. La Corona abría por todas partes frentes de guerra y aventura mientras la nobleza se consagraba al despilfarro y se multiplicaban, en el Imperio, los curas y los guerreros, los nobles y los mendigos, al mismo ritmo frenético en que crecían los precios de las cosas, la deuda externa, y las tasas de interés.
Los primeros porteños fueron víctimas de esta economía e ideología, y también parte. A la carta de 1590 se sumaron otras. Hubo permisos esporádicos para comerciar pero no un cambio de la política imperial. La aldea parecía condenada a la pobreza. La solución que encontraron algunos de nuestros vecinos para sobrevivir fue el contrabando. Un ejemplo notable de esta actividad lo dieron los sobrinos de don Fernando de Zárate, gobernador de Santa María del Buen Ayre a partir de 1592. Los sobrinos contrabandeaban a gran escala aprovechando un acuerdo entre España y Portugal, según el cual las naves de ambos reinos que se hallaran en peligro podrían ingresar al puerto más cercano y vender toda su carga. De esta forma ingresaron a Buenos Aires decenas de naves portuguesas, supuestamente en peligro, que traían esclavos negros y una preciada gama de mercaderías que se vendían a precios muy inferiores respecto a las que llegaban de Lima. El juego se repetía, pero esta vez en la costa brasileña con naves cargadas de harinas, sebos, tasajos y cecinas. Los sobrinos Zárate compraban y remataban con intermediarios en ambos lados. Así circulaba el dinero y crecían algunas industrias derivadas de las vaquerías.
Y las cosas sucedieron como en una Epifanía, después de enviar numerosas cartas a los reyes, nuestros vecinos notables recibieron por caminos asombrosos capas, jubones, calzas, y zapatos nuevos.
(Continuará…)
BIBBLIOGRAFÍA
Academia Nacional de Historia tomo II. Ed. Planeta.
Las Venas Abiertas de América Latina, Eduardo Galeano. Ed. Catálogos 2000.
El Barrio San Nicolás, Juan José Cresto. Cuadernos del Águila N°24.
Mitos de la Historia Argentina, Felipe Pigna. Ed. Norma 2004.
Revista Buenos Aires Nos Cuenta N°8
Misteriosa Buenos Aires, Manuel Mujica Lainez. Ed. Sudamericana.
1 Las vacas traídas por Mendoza hace más de cincuenta años se han reproducido en la Pampa Húmeda, y viven en estado salvaje. De las vaquerías surgirán las primeras industrias locales: curtiembre, producción de sebo, y elaboración de la carne en tasajos y cecinas.
2 Véase Parte II.
3 Esta Corriente la formaron Hernán Cortés, Pizarro y Almagro que invadieron el continente siguiendo la costa del Pacífico.
4 Antes de la invasión, había en el continente americano 70 mill. de indígenas. Dos siglos después, quedaban 10 mill.
5 Véase Parte II.