La peste de los Intolerantes

«…Una nube oscura formándose
Rompe el día
Es inútil que corras
Porque viene en tu dirección…»
Stormbringer, Deep Purple (1974)

por Horacio Dall’Oglio

Llegaron de noche. Lo habían sitiado y él, en la oscuridad de su habitación, tapado con la frazada por encima de la cabeza y las piernas flojas del miedo, supo que ese era su final. Ya se escuchaban los pasos de los Intolerantes en la casa en busca del último de los Pluralistas, el último de una especie en extinción cazada por hordas de violentos e irresponsables. Pero si algo caracterizaba a los Intolerantes, pensaba él mientras sentía el sudor que le chorreaba por la frente y el propio calor de su respiración agitada lo sofocaba, era el movimiento. Esa maldita costumbre de no quedarse quietos, de no conformarse con los lugares asignados y las jerarquías, y de andar por la vida cuestionando todo. Con su final al acecho y los Intolerantes entrando armados con palos, antorchas, carteles prepotentes, cánticos ofensivos y las caras a medio tapar con pañuelos árabes, él recordaba con nostalgia los Días de Oro en que, siendo Primer Ministro del Diálogo, los Pluralistas estuvieron a punto de torcerle el brazo para siempre a los Intolerantes y de volver a las antiguas costumbres de ausencia de derechos, de salarios miserables, jornadas mortíferas de trabajo, embrutecimiento e ignorancia generalizada; pero ni siquiera en esos bellos días de balas certeras, de sangre secándose al sol y magullones por doquier, los Intolerantes cesaron en su violento afán de impertinencia y arrogancia, de agitadores infectados en contra de los Supremos Mandatos del Pluralismo: «Venerarás al Divino Dinero», «Amarás la Santísima Propiedad «, «Comprenderás a Tu Opresor» y «Honrarás el Progreso y la Civilización». De pronto, se destapó, se sentó en la cama y gritó al aire, colérico:

—¡Vienen por mí!, ¡quieren convertirme en uno de ustedes! ¡No lo van a lograr!, ¡no van a arrastrarme a su pensamiento nómade de mierda! —alguien en la negrura de la habitación chistó molesto y él tuvo la certeza de que los Intolerantes ya habían entrado a su pieza, que se refugiaban en el anonimato de la oscuridad y que no lo dejaban expresarse. El chistido hizo su efecto; se calmó y bajó la voz— Tengo que reconocerlo —dijo con tono conciliador, hipócrita—, si hay algo que los Pluralistas aprendimos de ustedes los Intolerantes fue la importancia del cambio, del movimiento, del flujo, de no parar nunca, y así conseguimos seguir la farsa una y otra vez, escondidos detrás de un juego de máscaras que nunca se detuvo, hasta ahora —dijo, y volvió a encender su discurso— ¡¿Que Intolerante fue el que escribió: «aguas distintas fluyen sobre los que entran en los mismos ríos»?! ¡No tengo la más puta idea!, ¡pero qué bien nos vino! ¡Nos iluminó sobre la mejor manera de darles un “estate quieto” a ustedes, Intolerantes del orto! -se aplacó de nuevo-. Y así fue como con el intercambio, el mercado, el movimiento de las mercancías, la circulación de los bienes y de las deudas, los Pluralistas, cuando ustedes menos se lo esperaban…

—Aburrido… —se escuchó desde algún punto indefinido de la habitación, pero él continúo, indemne.

—…los domesticamos, y con el tiempo nos hicimos más sutiles, menos evidentes, y no tuvimos que promover más dictaduras para que hagan el trabajo sucio; con una democracia liberal era más simple y limpio. ¡Y les dimos la casa, la familia, los falsos dioses, los cementerios, el trabajo y los analgésicos para poder seguir adelante, y les dimos automóviles para que se muevan, pero sentados, quietitos, y vayan de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, y de ahí a visitar a sus dioses, y de ahí al cementerio! Les dimos hamburguesas…

—¿Cuántas te comiste, gordo? —se escuchó del mismo lado de la habitación de donde había venido el chistido, junto a una risa contenida, pero Pablo prosiguió con su discurso, aunque ya algo aturdido por las interrupciones de un Intolerante escondido en las sombras.

—…para que no tengan que salir a cazar, y le dimos la televisión para que se coman la hamburguesa, y finalmente le dimos internet y las redes sociales para aislarlos en burbujas fantásticas, encapsulados, impotentes, enfrascados en sus teléfonos como modernos lotófagos que vagan sin rumbo en un mar infinito de fantasías. ¡Pero no hay poronga que les venga bien, Intolerantes de mierda! Siempre tienen una razón para quejarse, siempre algo les viene bien para cortar las calles y las avenidas, y cortar el flujo de las mercancías, del intercambio, de los negocios, así como vienen ahora con esos palos y esos pañuelos —hizo una pausa como para sentir las respiraciones ajenas en el mismo espacio, hasta que por fin dijo—: ¡Salgan de una vez, cagones! —pero solo tuvo por respuesta un ancho silencio— Por eso lo nuestro siempre fue una Guerra Santa; somos tan Pluralistas que no soportamos que haya disidentes y para eso fue preciso enseñarles a ser libres, para que elijan «libremente» el amo que más nos convenía. La hermosa libertad que tanto añoraban no era más que un espejismo; se trataba de nuestra libertad para hacer negocios. Pero ustedes los Intolerantes siempre traen tormentas; peor aún, son como moscas, moscas en la sopa, un enjambre de moscas…; o peor, son una peste, son como langostas…, como ratas…

La luz de la habitación se encendió y al instante se iluminaron seis camas desvencijadas, enfrentadas en dos filas de tres y separadas por cortinas de un plástico amarillento. Él, sentado en su cama, con la cara enrojecida y sudada y el pijama mojado a la altura del pecho, de pronto se calló, mientras sus compañeros de pabellón parecían dormir arropados en sus camastros.

—¿Otra vez vos jugando a ser Pluralista a las dos de la madrugada? Dale, che, que vas a despertar al resto de los Intolerantes y ahí sí que cagaste —la enfermera atravesó resuelta el umbral, se acercó a su cama armada con una jeringa repleta de pluralidad, le inyectó el cóctel sedante y ahí se quedó él, quietito en su cama y bien dormido.

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