“Obediencia debida” según San Martín

por Marcelo Valko

A fines del siglo XVIII y principios del XIX los funcionarios realistas perciben con horror la aproximación de un Apocalipsis inminente. Los virreinatos hispanos comienzan a forcejear contra el yugo colonialista cada vez con mayor determinación. La sangre de los revolucionarios que la reacción derrama a torrentes no logra conjurar el colapso, apenas evidencia la desesperada angustia de los represores. La situación de la corona es cada vez más comprometida. Todas las ciudades están plagadas de subversivos que abandonan la clandestinidad y se lanzan en franco combate por la emancipación. En las colonias estallan rebeliones con aspiraciones independentistas. A ello se suma la complicada situación peninsular con la invasión napoleónica. Recién en 1814 Fernando VII vuelve a ocupar el trono, pero a esa altura los rebeldes cuentan con milicias, si bien armadas pobremente, pero milicias al fin, que se oponen a los ejércitos reales.

En el contexto del virreinato del Río de la Plata, especialmente en el Alto Perú, las fuerzas de la corona experimentan un innegable “temor y temblor”, advierten que es inseguro el suelo que pisan y esa incertidumbre se traduce en un accionar represivo de una crueldad inusitada. Buscan conjurar su terror infundiendo terror. Numerosos oficiales realistas cometen todo tipo de abusos, feroces torturas y amputaciones de prisioneros cuyos miembros acaban en picas colocadas a la vera de los caminos con el fin de amedrentar. Es decir, no respetan lo que por entonces se conoce como “el derecho de gentes” en la guerra, una suerte de convención tácita que en general cumplen los combatientes.

Esta actitud criminal de oficiales de la corona tenía como destinatarios a las fuerzas patriotas irregulares del Alto Perú. El general Goyeneche, fue particularmente cruel con los levantamientos de aquella región en especial en Cochabamba, donde no tuvo piedad con los patriotas capturados a los que sometieron a toda clase de tormentos seguidos de muerte, instando a sus subordinados a imitarlo como lo prueban alguna de sus instrucciones citadas por Mitre en su biografía de San Martín: “Potosí, diciembre 11 de 1812. Marche Ud. sobre Chilón rápidamente y obre con energía en la persecución y castigo de todos los que hayan tomado parte de la conspiración de Valle Grande, sin más figura de juicio que sabida la verdad militarmente… Tomará las nociones al intento de saber los generales caudillos y los que han seguido de pura voluntad, aplicando la pena de muerte a verdad sabida sin otra figura dé juicio… si es posible no quede ninguno”.

Por nuestra parte, los ejércitos de las Provincias Unidas del Río de la Plata, mantuvieron una actitud contraria a este tipo de actos de barbarie contra prisioneros indefensos. Un caso célebre, lo protagoniza Manuel Belgrano tras la batalla de Salta, dando un ejemplo muy acabado de cuáles eran los ideales y propósitos de la Revolución. En esa oportunidad liberó bajo palabra a todo el Ejército español que se había rendido poniendo en evidencia el altruismo y nobleza que caracterizó los ideales de Mayo. Belgrano les impuso una única condición, les hizo jurar que no levantarían las armas contra la Revolución.

En Santa Cruz de la Sierra, cuando Belgrano avanza victorioso al frente de sus tropas, es tomado prisionero el coronel español Antonio Landívar, uno de los comandantes más sanguinarios de Goyeneche que nada tendría que envidiar a los Grupos de Tareas que se desempeñaron durante la dictadura cívico-militar de 1976. El coronel Landívar se había destacado en el minucioso cumplimiento de las ordenes que establecían “si es posible que no quede ninguno”. Torturas amputaciones y ajusticiamientos en caliente “sin más figura de juicio a cuantos aprehenda con las armas en la mano”, sembrando de restos humanos los caminos, imponiendo terrorismo simbólico. Al ser capturado, Landívar es despachado a retaguardia acompañado de fuerte custodia, más que evitar su fuga la intención era protegerlo de la venganza popular. Inmediatamente el general Belgrano le inicia una causa por violar el derecho de gentes. A poco de iniciado el sumario, se produce su relevo en el mando del Ejército del Norte, le toca a San Martín terminar de sustanciar el juicio, entre sus considerandos señala: “No por haber militado con el enemigo en contra de nuestro sistema (dice en su auto), sino por las muertes, robos, incendios, saqueos, violencias, extorsiones y demás excesos que hubiese cometido contra el derecho de la guerra”.

Durante el debido proceso legal que se entabla, Landívar cuenta, como abogado defensor con un oficial de granaderos que actúa “con toda libertad y energía” y argumenta que el accionar de su defendido se enmarcó en “la inviolable obediencia que debía a sus jefes”. Landívar se había limitado a cumplir estrictamente las órdenes de Goyeneche. El defensor añadió además que se le debía respetar la vida ya que se trataba de un prisionero de guerra. Antonio Landívar a su vez, reiteró que su conducta se enmarcaba en la obediencia debida hacia sus superiores. En ningún momento demostró señal de arrepentimiento, desconociendo además la autoridad del tribunal compuesto por “subversivos” en un juicio que consideraba una farsa. ¿No les suena…?

El tribunal, después de efectuar un reconocimiento in situ de los lugares donde se cometieron los excesos y levantado los cadalsos donde se clavaron cabezas y brazos, emitió su sentencia condenando a muerte al coronel del Rey Antonio Landívar.

El 15 de abril de 1814, la sentencia ya había sido elevada al jefe del Ejército del Norte quien tenía la facultad de revocar el veredicto. San Martín, después de leer el expediente, escribió de puño y letra una sola palabra. Tiempo después el general le comunica al gobierno: “Los enemigos se creen autorizados para exterminar hasta la raza de los revolucionarios, sin otro crimen que reclamar éstos los derechos que ellos les tienen usurpados. Nos hacen la guerra sin respetar en nosotros el sagrado derecho de las gentes y no se embarazan en derramar a torrentes la sangre de los infelices americanos. Al ver que nosotros tratábamos con indulgencia a un hombre tan criminal como Landívar, que después de los asesinatos cometidos aún gozaba de impunidad bajo las armas de la patria… creerían, como creen, que esto más que moderación era debilidad, y que aún tememos el azote de nuestros antiguos amos”.

El caso Landívar, como dio en llamarse, es un ejemplo paradigmático de un delito de lesa humanidad. Un caso iniciado por Belgrano y concluido por San Martín sobre un crimen que no prescribe, algo que es aberrante, algo que no tiene que ver con las “leyes de la guerra” ni con el “derecho de gentes”, algo que la obediencia debida no ampara ni justifica. Por eso, el general José de San Martín, cuando le elevan la sentencia de muerte contra el coronel torturador, se limita a añadir una única palabra, nítida, clara, contundente y ejemplificadora que proviene de los inicios de nuestra historia como país: “¡Cúmplase!”.

Es lento, pero viene…

 

 

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