“¿Qué traerá el mañana?”
por Marcelo Valko
La primera vez que me invitaron a España, aproveché para hacer una escapada a Portugal. Anhelaba conocer Lisboa, la enorme ría, el muelle de Alcántara de donde partieron los navíos en los siglos XV y XVI que abrieron la geografía hacia aquellos mares prohibidos jamás transitados, recorrer sus calles antiguas, viajar en tranvías en las empinadas cuestas hacia el Alto y, por supuesto, tomar algo en el Caffé Martinho da Arcada en el Baixo, frente al malecón en la amplísima desembocadura del Tajo. Se trata de un pequeño bar que arranca en 1782. Acodados en la barra, como sentados en sus mesas pasaron infinidad de trabajadores de la mar, desde intrépidos navegantes que alcanzaron tierras exóticas, sobrevivientes de naufragios, tripulantes que aseguraban haber visto al legendario Holandés Errante, esclavistas despiadados que consideraban “piezas” a las personas y obviamente también poetas. Uno de sus fieles habitués fue el increíble Fernando Pessoa, una joya lusitana de la literatura mundial. La mayor parte de su obra se publicó post morten y gran parte, unos 30.000 folios escritos en todo tipo de cuadernos, hojas sueltas y libretitas, permanece aún inédita en un baúl de la Biblioteca Nacional de Lisboa.
Claro que Portugal tiene otros dos tremendos referentes, como Luís de Camões con Os Lusíadasde (1573), se trata de una epopeya náutica de “los hijos de Luso” exaltando las hazañas marítimas enfocadas en el viaje de Vasco Da Gama dando la vuelta al África hasta llegar a la India. Recordemos que entonces estaba en boga la creencia aristotélica y enarbolada por la Iglesia que aseguraba que el hemisferio austral estaba vedado a los humanos. El sur del Ecuador, conocido como Zona Tórrida, era inhabitable y de extremo peligro a quien se atreviera a cruzarla; allí se abría el abismo del cielo. Más conocido en la actualidad es el exquisito José Saramago, que estuvo fuertemente influenciado por ambos, tan así que fue inevitable que se convirtiera en habitué del bar de Pessoa.
Retomando el Caffé Martinho, allí bajo las arcadas de la Plaza del Comercio, Pessoa todas las tardes dejaba atrás su vida gris de traductor de correspondencia comercial y una mesa de mármol ubicada en una estratégica esquina se convertía en su escritorio y se sumergía en su patria, que según él “era la lengua portuguesa”. Allí en el puerto era otro, quizás por aquello que representa, ya que un puerto obviamente tiene relación con una puerta, un portal con sueños de lejanía para ingresar a una realidad diferente. Y así, surgieron las tremendas páginas del Desasosiego. Hoy el bar sigue estando igual, pero tiene otro nivel y otros parroquianos y lo visitan algunos turistas como en mi caso. Esa mesa, su mesa, que sigue siendo suya a casi un siglo de su muerte, ubicada en el mismo rincón, es la única que se mantiene tal cual, sin mantel, dejando el mármol a la vista donde descansan varios de sus libros, un pocillo de café y una copita del infaltable aguardiente Águia Real del que era devoto, justo él, tan capturado por el suelo como evidencia su obra, pero que seguramente el Águia Real lo ayudaba a levantar vuelos distantes y de hecho Águia fue el nombre de la revista literaria de sus primeras publicaciones. Así como el checo Kafka expuso su propia Metamorfosis en el escarabajo Samsa al que le adjudicó de modo evidente la misma cantidad de letras de su nombre, Pessoa fue más allá dado que se ocultaba detrás de 75 heterónimos, todos con un nombre, apellido y dotados de una personalidad individual. Los heterónimos no son seudónimos, sino máscaras, desdoblamientos, personas (pessoas) verdaderas a través de las cuales hablaba ocasionalmente, llegando a enviarse cartas a sí mismo desde alguno de ellos. Aseguraba que “todo buen portugués es varias personas”. No en vano, en el enorme bagaje cultural que los lusitanos trasladaron a Brasil, desembarcó la palabra saudade, un sutil sentimiento cuya traducción es bien compleja, se trata de una nostalgia inconsolable, un desgarramiento entre el llamado del mar y el apego a la tierra y la necesidad de estar en ambos simultáneamente.
Su personalidad como su literatura era de una enmarañada oscuridad. Un ejemplo. Numerosos poetas se deshicieron en versos ante el caminar de una mujer. Nicolás Guillén habla de “una mulata de oro a la que miré pasar”, Vinicius de Moraes hizo una fiesta de sensualidad con su Garota de Ipanema mientras que Fernando Pessoa en su celebrado poema Quando ela pasa “Veo su dulce imagen / Cuando pasa… pasa… pasa…” y al final la joven acaba muerta.
Finalmente, una fría tarde después de andar por los muelles de Lisboa ingresamos al Caffe Martinho al que tanta ilusión tenía de conocer… De inmediato nos envolvió su aroma cálido. Un mozo indicó su espacio. Había poca gente; mi compañera de ese entonces que me conocía bien se sentó en una mesa cercana aguardando en silencio. Permanecí inmóvil, expectante, observando ese mismo rincón, las mismas paredes, buscando entablar diálogo con su fantasma, tratando de percibir algún eco lejano. Después, me senté junto a ella y mientras revolvía un café bien negro, recordé algunas páginas de este hombre “que esperó que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puerta”. Cierta vez, advirtió que en su caso la tarea del biógrafo sería bien sencilla: “tiene solo dos fechas, la de mi nacimiento y la de mi muerte. Entre una y otra todos los días son míos, me pertenecen”. Sin duda el narrador portugués tiene razón; todas sus jornadas le conciernen, pero también a nosotros, sus lectores, más aún si nos detenemos en la última frase que escribió a los 47 años en una cama de hospital un día antes de morir de cirrosis galopante: “¿No sé qué traerá el mañana…?”