Crónica de La Vuelta…

por Mariane Pécora

El flaco del violín entona la marcha peronista y el vagón del subte estalla. El joven hipster del la fila de enfrente levanta el puño y comienza a cantar, las pibas que lo acompañan también. En otra hilera de asientos una mujer agita dos banderas argentinas. Mujeres, hombres, niños y niñas cantan o aplauden, ríen o saltan. Cuando llegamos a Catedral bajamos en malón, cantando. Cantando nos desperdigamos por las bocas de salida. Arriba la calle vibra. El pueblo es una levadura que desborda. Miles y miles de personas festejan bajo una temperatura que acusa los 40 grados. Es 10 de diciembre de 2019. Macri se fue. Sobrevivimos.

Buscamos la salida por Bolívar y nos adentramos en una escalera nutrida de cuerpos. La calle, no es calle, es multitud que avanza hombro a hombro, piel a piel, roce a roce. En cada rostro resplandece alguna alegría o algún consuelo. A los apretones y apretujados avanzamos hacia donde nos llevan o hacia donde podemos. ¡Volvimos!, cantan. ¡Volvimos!, dicen las pancartas, las remeras, los sombreros. ¡Volvimos!

Hace cuatro años, un día como hoy, asumía la presidencia Mauricio Macri con un discurso símil spot de campaña. Lo suficientemente hueco como para no concretarse. Habló de alegría, amor, unión y esperanza. Prometió pobreza cero. Prometió unir a los argentinos. Prometió la revolución de la alegría. En cuatro años la pobreza se elevó del 29% al 40%. La indigencia se acerca al 9%. El desempleo llega al 12%. La inflación supera el 50 %. La deuda pública alcanza el 100% del PBI. Los salarios se depreciaron  un 50%. Las jubilaciones mínimas cayeron de 450 a 200 dólares. Aumentaron los despidos. Cayó estrepitosamente el consumo. Se anularon las paritarias. La incertidumbre se hizo cotidiana, también la indignación. Se recrudeció la represión estatal y la persecución política.

“No hubo alegría en cuatro años, sólo tristeza e impotencia”, dice Roxana, la mujer lleva un sombrero estampado donde se lee VOLVIMOS en letras mayúsculas junto a la foto de Cristina y Alberto, está feliz, con esa diminuta felicidad que experimentan les niñes luego del llanto. Vende latitas de cerveza que enfría con rolitos. “Me quedé, sin trabajo, sin casa, sin un plato de comida para darle a mis hijos… Espero que las cosas mejoren. Van a mejorar. ¡Volvimos!”, exclama.

En el nudo de cuerpos que se forma en la intersección de Bolívar e Irigoyen, no hay clase social, ni color de piel, ni status. Hay sí, pueblo o puebla, si queremos. Desde este vértice Plaza de Mayo es un mar de cabezas y espaldas transpiradas. Una pantalla gigante muestra el escenario. Suena Avanti Morocha … Nadie está muerto / Vamos a punguearle a esta vida amarreta un ramo de sueños…

Hoy asumió la presidencia Alberto Fernández secundado por Cristina. Encuentra un país devastado. Habló de suturar heridas, de trabajo, de solidaridad, de justicia, de igualdad y derechos, de educación. El pueblo o la puebla, festeja en la calles, inunda una plaza despojada de rejas, desborda las calles. Se reencuentra. “¿Vos sos de Carta?”, pregunta un hombre de barba y cabello blanco a otro pelilargo que toma fotografías.

Intentamos ingresar en el bar de la esquina, el mismo que alguna vez se llamó Victoria. Resulta casi imposible. Está repleto. El paisaje cambia desde adentro. Bar europeo elegante con aire acondicionado y sillones cómodos, calles de 40 Cº rebosantes de gente que apenas puede moverse. Puede ser como el ambiente confortable de los políticos dentro de la Casa Rosada y el espacio la gente expectante, amontonada e incómoda en el centro de la Plaza. Una vidriera es un muro tan transparente como real. Hay familias separadas por el vidrio que se comunican mostrando los textos que escriben en sus celulares. Pasa un hombre llevando en brazos a un niño dormido, carga en la espalda una niña. Las botellas de agua van de mano en mano por La Recova, donde la gente se agolpa para refugiarse del calor. Alguien arroja agua desde una ventana, desde una ambulancia. Es una bendición. Un niño de meses posa su mano en el vidrio del bar, se queda mirando hacia dentro con asombro. Canta la Gata Varela.

“Nos vinimos de Rosario, llegamos a las cuatro de la tarde y ya estaba así”, dice Liliana. Su madre insistió en venir. Ella quiso complacerla. Tomarán un micro por la noche para volver. “Cansadas pero contentas”.

El dueño del bar se asusta por la carga de gente en la esquina de Bolívar e Irigoyen y ordena bajar las persianas para proteger los vidrios. El lugar se vacía, nos marchamos cantando la marcha peronista. Sube al escenario Litto Nebbia.

La calle arde. Se vive una felicidad que no quema. Resplandece.

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