Crónicas VAStardas

INTI

por Gustavo Zanella

Día mil desde que el sol se puso un parripollo en la Argentina. Vamos a entendernos, para los Incas, la deidad suprema regidora del universo era Inti, una figura asociada al sol, como en toda religión henoteista que se precie. Haploides de vuelo bajo como Pichetto o consumidoras seriales de cebada fermentada como Bullrich aprovecharían la volada para pedir su expulsión del país por inmigrante ilegal, promotor de sequías, cortes masivos de luz y anarkotroskokirchnerismo mapuchense. Dirían, a su vez, que no hay que culpar al desmonte y al monocultivo propios del adn patrio, sino a Inti que es peruano o boliviano y que viene a robarle el trabajo al dios cristiano que promete saciar el hambre y la sed de justicia de los bienaventurados y luego les hace pito catalán y te queda debiendo, de puro choto pederasta.

Resulta -eso sí- que Inti está bien del orto con la Argentina. No sabemos si porque ganamos el mundial o porque todas las bandas dicen que somos el mejor público del mundo; porque el papa es Argentino o porque a Anna Taylor Joy y Viggo Mortensen les cabe el dulce de leche. No lo sabemos, y lo que sabemos, lo sabemos porque, como las actrices del porno, Inti sólo habla a través de sus actos.

La cosa es que nos tiene tan montados entre huevo y huevo que hace que el viento que entra por las ventanillas del bondi sea fuego sólido. No hay aire acondicionado y aun así hay gente que pide que cerremos la ventanilla. Una vieja lleva, cual bufanda, dos botellas de agua congelada que le cuelgan atadas con un piolín. El hielo se derrite y le chorrea la blusa y va dejando el charquito bajo el asiento. Un trajeado con esos zapatos que parecen de duende, lustrosos y charolados, hace lo imposible por evitarlo, pero no tiene mucho espacio. Unos metros más adelante va un pibe con síndrome de down vestido con todo el conjunto de la selección y una gorrita que dice Ferraresi conducción, el ministro de vivienda que sólo construyó un castillito de arena en las playas de Reta en unas vacaciones que hizo allá por el ’84. El pibito va sentado al lado de su mamá que está dormida. Intenta abrir una botella de agua a medio congelar y no le encuentra la vuelta. Nadie se ofrece a darle una mano. Cuando lo consigue sale disparado un chorro que le da al trajeado, a mí, y a un tipo con cara de zombi deshidratado que no se da por enterado. El trajeado masca bronca pero no dice ni mu. A mí ya todo me importa un carajo. Si tuviera medio kilo de cocaína adulterada del conurbano le pongo agua y me hago una gelatina.

Me preocupa el tipo zombi. Está parado, bañado en sudor, la mirada fija en la nada. No está tan grande como para despertar compasión y darle el asiento. De todos modos la mejora no sería mucha. Voy del lado del sol. Lo miro con atención. Sospecho que debe andar por los cincuenta pero está bastante cascoteado. La mirada del tipo es la del que está enfrascado en un recuerdo o en una fantasía triste. Podrían darle un cuchillazo y seguiría en sus cavilaciones. Como lo tengo al lado puedo verle las manos agarradas al asiento. Aprieta con fuerza y suelta, aprieta y suelta. Transpira, como todos, pero más. Por ahí flashea asesinato, bronca, resignación. Mientras no se muera justo a mí lado me doy por hecho.
Le suena el teléfono. Atiende. Listo, más de cincuenta. Nadie menor habla ya por teléfono por importante que sea.

-Norber sí, sí anoche te llamé -dice-. Loco, me tenés que tirar una punta. Me quedé sin faso -Escucha lo que le comentan y sigue-.

-No, nada de nada. Llamé, fui, pregunté. Nadie sabe nada. Que todavía no floreció, que está toda en la Costa, que el prensado que venía se lo quedó la cana de Entre Ríos, en la caminera de Nogoyá. ¿Vos sabés algo? ¿Nada? Uhhhh, loco qué cagada… ¿Alguna otra cosa? -escucha-. No, ya no estoy
en esa, aparte no me alcanza. No tengo una moneda. Se me cagó el ventilador. 20 días andando sin parar, pobrecito. No le podía pedir a los pibes que se cagaran de calor. 20 lucas me quieren cobrar por arreglarlo. ¡Son unos hijos de puta! -escucha-.

-No, no, a la Villa no me meto más. Veo qué hago. Sí, dale te encargo si sabés algo -corta. Se queda mirando el horizonte de cuarta que nos brinda la autopista. Cada vez transpira más. Saca una botellita de agua a medio congelar de una marca que se dejó de vender hace mil años. Se la toma de un sorbo. Golpea al hielo del fondo para ver si afloja. Sus manos tienen ahora un fino temblor. Se agarra con más fuerza. Se pasa una mano por la cara, como si se la lavara, como si quisiera sacarse algo, como si quisiera masajear una tensión que no se va ni se quita. De pronto dice, se pregunta, para sí pero como si le hablara a alguien a su lado, a mí, a nadie en especial,

– ¿Cómo voy a hacer?

-No sé, papu -pienso- no sé.

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