El Cadáver Peregrino

Por Daniel Chiarenza.

Los afanes de los «libertadores» chocarían con un obstáculo impensado: el cadáver embalsamado de Evita. Esos restos incorruptibles, producto de la pericia del Dr. Ara, habían sido olvidados en la orgía destructiva inicial. Ese cuerpo prolongaba de manera fantasmal la presencia aborrecida de Eva Perón.

Al momento de estallar el golpe de Estado, el Dr. Ara, quien durante años había trabajado en la conservación del cuerpo de Eva Perón, continuaba yendo regularmente a la CGT a fin de controlar la evolución del embalsamamiento.

En los primeros momentos nada ocurrió y el médico pudo disipar los temores que abrigaba acerca de la posible suerte de los restos que le habían sido confiados: en esos momentos se ocupó en hacer confeccionar un largo vestido de lino, a manera de las indumentarias de las estatuas medievales, para reemplazar la simple túnica que todavía seguía cubriendo el cuerpo de Evita.

Aunque nadie había irrumpido en el segundo piso de la central obrera, el cadáver representaba una seria preocupación para el gobierno de facto. En el mes de octubre la familia Duarte solicitó a Lonardi la entrega de los restos, sin obtener respuesta alguna: Lonardi se mostraba cauteloso pero no ignoraba que el cuerpo de Eva podía erigirse en un poderoso símbolo, capaz de convocar la voluntad de lucha de los peronistas.

«Cualquiera fuera el lugar elegido para el descanso de los restos, éste iba a atraer de inmediato una peregrinación de peronistas. Lonardi se debatió frente a este problema y no tomó decisión alguna. Sin embargo, cuando Aramburu clausuró la CGT, se hizo imposible postergar por más tiempo la adopción de alguna medida», sostiene Joseph Page.

No bien el 16 de noviembre fue intervenida la CGT, numerosos militares arribaron al edificio para ver los restos: corrían diversos rumores acerca de su supuesta destrucción y su reemplazo por una estatua de cera, de manera que los ocupantes desconfiaron de la autencidad de lo que mostraba Ara.

El gobierno llegó a formar una comisión para que examinara la cuestión. «Como único medio de `destruir el mito` -sostienen Nicholas Fraser y Marysa Navarro- (el gobierno golpista) habría querido demostrar públicamente que el cadáver de Evita fue una farsa, y se aferraban a esta ilusión a pesar de la gran cantidad de documentos indiscutibles aportados por `el embalsamador`.

Según ellos, toda aquella evidencia podía ser inventada. Fue necesaria una segunda sesión de rayos X y otra serie de exámenes médicos, incluida la amputación de un dedo del cadáver, para convencerlos de que el cadáver era auténtico, lo que se convirtió para ellos en un problema profundamente molesto, más difícil de resolver de lo que la razón sugería» («La verdadera vida de Eva Perón»).

Circulaban versiones de que grupos peronistas -y también antiperonistas- asaltarían al edificio de la CGT con el propósito de apropiarse del féretro y esto urgía aún más para el gobierno: había que eliminar ese cadáver que, de algún modo, seguía vivo.

«Se preguntó al doctor Ara -dicen los autores- si el cadáver podía descomponerse, en algunas circunstancias determinadas; si, por ejemplo, una avería en el equipo de aire acondicionado podría causar ese efecto. Cuando contestó que no y les hizo saber su negativa a prestar ninguna ayuda a los militares en ese sentido, se realizaron algunas investigaciones informales acerca de si existían algunos casos en los que la iglesia pudiera aprobar su cremación».

La respuesta fue negativa y el nuevo dictador Pedro Eugenio Aramburu desechó esa idea y dictó un decreto secreto ordenando que el cuerpo fuera sepultado en una parcela numerada y sin nombre, en el cementerio de la Chacarita.

Fue encargado de la tarea el coronel Carlos Eugenio Moore Koening, jefe del Servicio de Informaciones del Ejército, quien el 22 de diciembre irrumpirá en la CGT acompañado de un grupo de oficiales de civil y fuertemente armados. Integraban el comando, entre otros, el mayor Eduardo Arandía, el capitán de navío Florentino Frácoli y el mayor Gandolfo.

El cuerpo de Eva Perón comenzárá su doloroso peregrinar por diversos escondites, misteriosamente seguido de ofrendas florales que manos anónimas iban depositando subrepticiamente frente a cada uno de los edificios donde era trasladado el cadáver hasta que, con la ayuda de las autoridades eclesiásticas, fue enviado a Italia bajo el nombre de María Maggi de Magistris y sepultado en el Cementerio Mayor de Milán.

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