La mirada lúdica y disidente de val flores

Un desafío a las jerarquías de la lengua y los géneros

Con líneas de conexión entre la poesía y el ensayo vinculadas por un disparador lúdico, la autora feminista val flores -quien escribe su nombre en minúscula como gesto político contra «la supremacía del ego»- presenta los libros «la borra de la afonía» y «labiar del desierto», que habilitan lecturas desobedientes en torno al lenguaje, la escritura y el cuerpo, y se inscriben en un contexto de libros que el mercado editorial presenta como «escritos en clave Lgbtiq+», una categorización que despierta sensaciones ambivalente en la autora.

«El mercado necesita clasificar y segmentar para vender como novedad, promoviendo la identidad territorial de cada texto. Habría que examinar qué es lo que al mercado le interesa de esa literatura en clave lgbtiq+ para el consumo masivo, qué es lo vendible y qué no, qué termina siendo lo escuchable y deseable en las tribunas públicas -dice flores-. Me resulta una situación paradójica porque a la vez que hay una mayor circulación de voces y experiencias, también me surge la inquietud por la política textual y sexual que movilizan esas producciones culturales para trozar el alfabeto disponible y tramar relaciones, preguntas, conexiones, interpelaciones, sobre los modos de normalización de la vida».

Publicados ambos por La Libre, «la borra de la afonía» y «labiar el desierto», ambos libros se proponen como un dispositivo que intenta desfondar las jerarquías de la lengua. Mientras «la borra de la lengua» es un poema largo que juega con la disposición de las palabras en el papel y donde los versos aparecen desparramados de principio a fin, «labiar en el desierto», en cambio, adopta una forma más similar al ensayo, en el que la autora reflexiona sobre los procesos de escritura a la vez que practica algunas verdades: «¿escribir? una adivinación sexy en las fauces de cada respiración», define esta investigadora y activista lgbtiq+ que durante 15 años trabajó como maestra primaria en escuelas públicas.

En su relación con la escritura, flores encuentra «una atmósfera» y «un acontecimiento» que se remonta a su infancia. «La atmósfera del trabajo de mi mamá, que era profesora de geografía en la universidad y en escuelas secundarias, implicaba estar envuelta en libros, mapas y fotografías aéreas. Ella leía con fruición, sistemáticamente, a la vez que su mesa de trabajo, que era pequeña, estaba llena de papeles con apuntes. Además, ya siendo yo más grande la ayudaba (o eso pensaba yo) con algunas tareas de investigación, recuerdo los mapas de catastro de un departamento de la provincia de Neuquén para dilucidar en manos de quién estaban las tierras. Creo que hay allí una atención singular a la propiedad no solo de la tierra sino de las letras, un contagio de esa presencia escritural que tomaba diferentes materialidades», cuenta.

El acontecimiento se trata de un tropiezo y, a su vez, «un deseo y rebelión hecho caída». «No tendría más de diez años y llevaba puestos unos cancanes blancos que odiaba. Estaba cruzando las vías del tren y de repente trastabillé y me caí sobre los durmientes, y mis cancanes quedaron engrasados y, por lo tanto, inutilizados. Fue una alegría desaforada esa caída y esa mancha que daba curso al deseo de esta chonguita de no usar más esa ropa que me feminizaban», recuerda.

Tus libros están escritos todos en minúscula, una decisión que extendiste a tu nombre ¿Cómo surge esta decisión de cuestionar las convenciones gramaticales?

Las minúsculas en mi nombre son una estrategia de minorización del nombre propio, de problematización de las convenciones gramaticales, de dislocar la jerarquía de las letras. Es un gesto político y gráfico disonante que apunta al desplazamiento de la identidad y el lugar central del yo en el texto. Se inscribe en una genealogía de feministas que han adoptado esta estrategia para enfrentar desafiantes la supremacía del ego y sus ramificaciones simbólicas y materiales, entre ellas, la educadora y teórica negra bell hooks. A su vez, busca interrumpir la mitología de la autoría. No desaparece el nombre propio, pero se lo hace funcionar de otro modo.

Mi pregunta es «¿qué queremos que se le pegue al nombre propio? ¿qué modos de hacer? ¿ecos comunitarios que reconocen la im-propiedad de las palabras? ¿qué conexiones políticas y sensibles propone un nombre propio? ¿qué modos de vida secreta un nombre propio? ¿las minúsculas pueden conectar ese nombre im-propio con otras comunidades vivientes?». También la escritora Diamela Eltit ha usado el nombre propio en minúsculas en sus novelas «Lumpérica» y «El cuarto mundo», como un grafismo cultural más, desnaturalizado, de la productividad textual y que se ensambla dentro de la operatoria narrativa.

¿De qué está hecha la «lengua animal» de la que hablas en «labiar del desierto»?

Está hecha de fragilidades, de un sentimiento de una vulnerabilidad común de lo viviente. Es un guiño interespecista que busca corroer las jerarquías especistas creadas por lo humano. Un roce con lo salvaje como atentado a lo normal. El etólogo Marc Bekoff decía que «un animal es una manera de conocer el mundo», entonces podemos pensar en esa lengua como una manera de ser, un modo de práctica de las potencias, de los poderes de afectar y de ser afectadx en ese llevar el desierto en los labios. Una lengua animal como una manera de conocer, de entrar en relación con otrxs, con un medio, y consigo mismx.

Esa lengua animal que busca reponer el desierto como un significante histórico para la geopolítica nacional, el desierto como evocación de un genocidio de pueblos originarios a manos del estado argentino, zona liberada para el actual modelo extractivista, territorio militarizado en el que continúa la criminalización del pueblo mapuche, la extensión del exterminio. Una lengua animal como una cicatriz propensa al desorden de las tradiciones, que se lanza a liberar a la escritura de la obligación convencional del entendimiento para desgobernar modos de la sensibilidad que exigen transparencia y claridad, apostando a que la poesía invite a la pausa del enigma insoluble, al detenimiento de la desorientación, a ralentizar la progresión de legibilidad sin dificultad, a trabajar contra el propio tiempo.

En «la borra de la afonía» los versos se ubican fragmentariamente, ¿cómo surgió esta decisión?

Podríamos pensar esa decisión como una dirección no soberana, una elección bastante fortuita y contingente que emergió en la intimidad del juego experimental de probar las palabras en una espacialidad no lineal que provoca otra temporalidad de la lectura, otras desorientaciones, empujando a quien lee a tomar sus propias decisiones de por dónde sigue. Fue como el montaje de muchas piecitas poéticas que se pueden leer en diferentes trayectorias, como una posibilidad de intervenir la linealidad de la lectura, retrasar su avance automatizado, incitando a volver hacia atrás, a volver a pasar la lengua por una voz pero desfigurando su sentido y su ritmo para diseminarla en una multiplicidad.

¿La catalogación Lgbtiq+ restringe o visibiliza las producciones culturales?

Aquí habría varios asuntos para pensar. El mercado necesita clasificar y segmentar para vender como novedad, promoviendo la identidad territorial de cada texto. Habría que examinar qué es lo que al mercado le interesa de esa literatura en clave lgbtiq+ para el consumo masivo, qué es lo vendible y qué no, qué termina siendo lo escuchable y deseable en las tribunas públicas, qué suceden con las propuestas escriturales más refractarias a la hegemonía de la representación o con las poéticas de opacidad escritas como políticas queer/cuir. A la vez, hay un volumen de producciones feministas y de la disidencia sexual que se ha incrementado en los últimos años. Desde mi experiencia poética, teórica y activista me resulta una situación paradójica porque a la vez que hay una mayor circulación de voces y experiencias, también me surge la inquietud por la política textual y sexual que movilizan esas producciones culturales para trozar el alfabeto disponible y tramar relaciones, preguntas, conexiones, interpelaciones, sobre los modos de normalización de la vida. He escuchado a algunxs poetxs proponer la des-solemnizar del lenguaje como oposición a ciertos usos letrados, pero eso no puede significar la implantación de un nuevo imperativo moral de escritura. Porque la subversión de los textos muchas veces roza la ilegibilidad, abruma los pactos de lectura.

¿Se puede pensar a la poesía como una herramienta de lucha política?

Prefiero pensar en lo poético más que en la poesía, y en un juguete más que en una herramienta. Porque me parece que de este modo se activan imaginarios más vinculados a la incerteza, el azar, a la improvisación. Lo poético habita en muchas otras escrituras como (des)composición de la imaginación disponible, y la poesía puede ser una materialización singular de lo poético. Por ejemplo, mi escritura teórica tiene un fuerte pulso poético. Me gusta pensar lo poético como un juguete más que como una herramienta porque esa condición lúdica e inventiva le reintegra la capacidad de maleabilidad, plasticidad y ficcionalización a las operaciones del pensamiento. Y todo juguete hecho con cierto fin, con un destino predeterminado, funciona situada como un experimento de la imaginación con aquellos elementos no contenidos en el propio juguete.

Foto/Fuente: Télam

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