La Otra Historia de Buenos Aires

Antecedentes
PARTE XXIII
Del infierno hasta la Argentina

El infierno desatado en Roma (la ciudad consagrada al cielo) por la invasión de los ejércitos cristianos de Carlos V el 6 de mayo de 1527, no acabó tras la batalla librada en las murallas, por las calles, los puentes, las escalinatas vaticanas, y en las 7 colinas. El infierno no acabó ese día tras las muertes de miles de romanos y la huida del Papa al castillo de Sant´Angelo. No acabó una vez vencida toda resistencia y adjudicada la victoria militar a los ejércitos de Carlos, el rey de España y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. El infierno se extendió durante ocho días de saqueo, entre fogatas de humos negros que marcaban las casas asaltadas, cadáveres abandonados en las calles, orgías en las iglesias y los conventos. Y se extendió aún más, cuando empezaron a faltar los alimentos (porque los proveedores no querían entrar a la Ciudad), cuando los cadáveres se descomponían en las calles y llegaban las ratas, y cuando apareció la peste, que hacía estragos entre la pestilencia y la falta de alimentos, mientras se multiplicaba la sífilis en las orgías.
El 1º de junio llegan dos ejércitos de la Liga papal comandados por el duque de Urbino y el marqués de Saluzzo, pero son repelidos con bravura -y con los perdigones fundidos de los vitrales de las iglesias- por los ejércitos imperiales al mando del príncipe de Orange. No llega más apoyo francés para la Liga. El Papa se rinde en Sant’Angelo el 6 de junio y ofrece un rescate por su vida de 400.000 ducados, más el paso al control imperial de varias ciudades pontificias. Se le respeta la vida, pero continúa el infierno cristiano y la fiesta para las tropas. El Papa ha prohibido en Roma los oficios eclesiásticos, los hábitos religiosos y la administración de sacramentos. No les importa a las tropas imperiales, que celebran orgías y operas bufas en las iglesias, dando hostias a los asnos, crucificando a los curas y desnudando a las monjas. Todo se transforma. La caída de Clemente VII, el papa de la familia Médici, trasciende y provoca una reacción política en Florencia, donde vive por entonces Miguel Ángel. Los florentinos aprovechan la caída de Clemente para hacer una revuelta contra los Médicis que dominan la ciudad. Y consiguen echarlos, fundan una república. Y para proteger a Florencia del asedio de las tropas de la Liga papal, nombran a Miguel Ángel gobernador y procurador general de la fabricación y fortificación de las murallas, quien -a diferencia de Benvenuto Cellini- no simpatiza con el poder papal ni con los Médicis.
Mientras tanto en Roma, junto con el saqueo y la opera bufa, la falta de alimentos, el calor y la putrefacción, la peste mata más que la guerra. Los ejércitos imperiales, ricos y eufóricos, pero famélicos, se expanden sin dejar la plaza, en procura de alimentos y buenos aires. Y el ejército francés, que esperaba el Papa, aparece en el norte de Italia recién en agosto. Los franceses, aliados al famoso almirante genovés Andrea Doria, toman Génova, después Alessandría y Savona; saquean Pavía el 5 de octubre; y en noviembre, pasan por las ciudades pontificias de Piacenza y Parma sumando milicias, y llegan a Bolonia. Mientras tanto en Roma, los imperiales sueltan al Papa, quien ya ha cubierto parte del rescate, y se acantonan esperando a los franceses. Recién en febrero de 1528, con frío y sin alimentos pero con las arcas llenas, las tropas imperiales abandonan Roma y van hacia al sur, a tierras más templadas y pródigas, rumbo al reino de Nápoles, que pertenece a Carlos V. Las siguen el ejército francés, la flota del almirante Doria y las milicias de las ciudades pontificias, que se han reagrupado en Bolonia. Y les ponen sitio en Nápoles el 29 de abril de 1528.

Soliloquio de Carlos
Mientras tanto en Valladolid -a 2.100 kilómetros de Nápoles, yendo por tierra, y a 1.600, yendo por mar- Carlos es un cúmulo de fuerzas y emociones encontradas. Lo sobrecoge el horror que los arcedianos le transmiten desde Roma. Y al mismo tiempo lo conmueve el nacimiento de su primer hijo, ocurrido durante el saqueo, habido tras dieciséis horas de parto con peligro de vida para su esposa, la reina Isabel de Portugal. Lo llena de gozo el heredero, que consolidará la unión de España. Y lo atormenta el avance otomano en Europa. Los turcos, los más grandes enemigos de la cristiandad, han entrado al mando de Solimán El Magnífico, siguiendo el río Danubio: primero tomando Belgrado, después Budapest (tras un triunfo descollante en la batalla de Mohács, donde perece la flor y nata de la nobleza húngara, incluido su rey, Luis II), y ahora avanzan hacia Viena. Todo esto fue posible, razona Carlos, porque él ha descuidado Hungría y enviado sus ejércitos a Italia para combatir al traidor Francisco y a la Liga clementina. ¡Pero él no sabía que ocurriría tal horror, la apostasía y el infierno de Roma! ¿Cómo limpiará su nombre del sacrilegio a los altares? (Lo harán con claros argumentos sus escribas erasmistas). Por lo pronto, él repudiará todo y ordenará el luto en la Corte (como medida escenográfica), por las muertes y las afrentas a sacerdotes y religiosas, por la destrucción y profanación de las iglesias y por el saqueo de los sagrarios, las bibliotecas vaticanas y los palacios de cardenales y obispos. Los escribas erasmistas explicarían su inocencia: hablarán de la avidez desenfrenada de la tropa (porque no cobraba sueldo regularmente) y de la perfidia de Francisco, que rompió el acuerdo de paz firmado en Madrid, incitado por el papa Clemente, quien no se sentía parte y se oponía a la expansión universal y católica de los habsburgos. Ahora Carlos tenía dos frentes: Nápoles y Viena. Tenía la tristeza del luto y la alegría por el bautismo de su hijo. Y le preocupaba Viena, donde reinaba su hermano Fernando I de Habsburgo, quien reclamaba a su vez el reino de Hungría, tomado por Solimán. Mandaría ejércitos a Viena para apoyar a Fernando, salvar a Europa del turco, y recuperar la bandera de la cristiandad, ahora enarbolada por Clemente y Francisco.
Lo que no sabía Carlos era que precisamente Clemente y Francisco, el papa y el rey de Francia, habían abierto las puertas de Europa a Solimán, para aliarse con él sin prejuicios religiosos y derrotar juntos al Imperio Habsburgo.

Gaboto y García
Mientras tanto, a 10.000 kilómetros de Valladolid, por el río Paraná, frente a una profunda arboleda situada entre las actuales ciudades de Goya y Bella Vista en la provincia de Corrientes, Argentina, se encuentran dos adversarios que no deberían estar allí. Sebastián Gaboto y Diego García. Gaboto, que había capitulado (hecho contrato) con Carlos para llegar a las islas Molucas, cargar especias y socorrer a la flota de Loaísa y Elcano, de la que no se tenían noticias. Y García, que había hecho un contrato similar con Carlos y con el mercader de especias Cristóbal Haro, donde se le daba, sí, cierta libertad exploratoria para descubrir tierras y riquezas y obtener beneficios, pero siempre respetando el objetivo principal que era llegar a las Molucas. Ambos habían traicionado los contratos, internándose en el Continente para buscar al Rey Blanco y la Sierra de Plata. García reprocha y condena a Gaboto por haber faltado al emperador. Y Gaboto alega que le pertenece la conquista del río Paraná por haber sido su descubridor. Pero la cuestión es que no hay tribunal ni fuerzas para hacer justicia ni cumplir reclamos. Están a 10.000 kilómetros de España, absolutamente solos, en tierra desconocida y en un río mucho más arduo que el Guadalquivir, con la tripulación mermada, falta de bastimentos, y entre indios hostiles. De modo que (con buen criterio) los adversarios deciden aliarse, repartir probables beneficios, y postergar los reclamos para España. Así es que vuelven a Sancti Spíritus para rehacer fuerzas, organizarse, procurar bastimentos y construir varios bergantines para remontar el Paraná con velas, remos y a la sirga. La flota con 5 bergantines y 130 remeros parte aguas arriba. Sin embargo no será esta la expedición que conmoverá a España, sino otra bastante más modesta. Será una expedición terrestre, de menos de 15 hombres, sin caballos ni porteadores, que parte del fuerte Sancti Spíritus -casi al tiempo de la flota- en noviembre de 1528.
Esta expedición, al mando del capitán Francisco César, se divide en tres: una va hacia el suroeste en territorio querandí, otra hacia el oeste, y otra siguiendo el río Carcarañá, conducida por César. Fracasa la expedición naval remontando el río Paraguay en tierra de los chandules (tal como había ocurrido antes con Gaboto), debido a la pésima relación entre los europeos y los indígenas (atribuible a los malos tratos para procurarse víveres, desde la soberbia conquistadora europea). Vuelven a Sancti Spíritus los marinos. Y vuelven Francisco César y cinco hombres de la modesta expedición terrestre, en febrero de 1529, a tres meses de haber partido, trayendo muestras de oro y plata, tejidos y piedras preciosas.

La Argentina
Cuenta César del buen porte, la educación y el aspecto de los indígenas que encontraron, de las casas suntuosas, las calles y los arreos, de la amabilidad y generosidad (que seguramente en este caso fue correspondida por los viajeros). Cuenta César de una ciudad maravillosa y plateada, próspera y rica, enclavada entre ríos y montañas. Y los dichos, ornados con muestras de oro y plata, y también con más adjetivos que sustantivos, recorrerán los puertos y las ambiciones del Imperio y de toda Europa. Y ese lugar de ensueño, donde no hay enfermedades, la gente es angélica, no envejece, y fluye el oro y la plata sin necesidad de trabajo, será llamado la Ciudad de los Césares.
La leyenda, puesta en verso y hecha libro por el arcediano Martín del Barco Centenera con el título de “Argentina”, será un estímulo para los españoles y criollos que partirán con Juan Garay desde Asunción para fundar Santa Fe y Buenos Aires en 1580. Y será la esencia del libro: “Argentina y conquista del Río de la Plata”, en 1612, publicado por el primer historiador criollo, Ruy Díaz de Guzmán -nacido en Asunción-, que hará una crónica de la expedición terrestre de César relacionada con el Imperio del Rey Blanco (en Perú), la Sierra de Plata (en Bolivia), y le dará nombre a un país todavía inexistente.

¿Dónde estuvo realmente Francisco César? Considerando el tiempo empleado en la travesía (tres meses), el tipo de terreno, la dirección señalada, el desconocimiento absoluto del lugar, la falta de caminos, el tiempo necesario de descanso y la procura de alimentos, se puede estimar la velocidad de esta expedición pedestre en 4 leguas por día (como máximo), es decir, 22,5 kilómetros por día. Con este dato y considerando un mes y medio de trayecto (lo que duró el viaje de ida), se estima la distancia que pudo recorrer la expedición desde Sancti Spíritus a lo sumo en 1.000 kilómetros (sin detenerse más de un día en ninguna parte). De modo que César, siguiendo el río Carcarañá y luego el río Tercero, llegó al Valle de Calamuchita, Córdoba (450 kilómetros) y pudo haber llegado, atravesando las sierras, al Valle de Conlara, San Luis, y a San Juan (800 kilómetros), o, yendo hacia el noroeste, hasta La Rioja (1000 kilómetros).
De ninguna manera pudo César llegar a Bolivia, y menos a Perú, donde se situaba el Incanato y la leyenda del Rey Blanco. La expedición tomó contacto con los comechingones y tal vez con los diaguitas, quienes vivían en aldeas de casas de piedras llamadas pucarás, alzadas en las sierras, tenían terrazas de cultivos, producían alfarería, y trabajaban el cobre, el oro y la plata.


(Continuará…)

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