La Otra Historia de Buenos Aires

PARTE XXXI
Buenos Ayres festeja la victoria y el centenario

por Gabriel Luna

La batalla por Colonia do Sacramento empezó con las primeras luces del sábado 7 de agosto de 1680 y terminó en apenas una hora entre cañoneos, flecherías y degüellos con un saldo de trescientos muertos. Al mediodía las luces eran llamas entre humos turbios. Ardían empalizadas, baluartes y techos de casas luego del saqueo. La victoria fue de los porteños, de los santafesinos y los correntinos, pero sobre todo de los indígenas misioneros que mostraron su valor y dejaron la sangre. Todos ellos, convocados por el gobernador bonaerense José Garro y ordenados por el maestre de campo Antonio Vera Mujica, sitiaron y tomaron la fortaleza llamada Colonia do Sacramento, emplazada como una amenaza frente a Buenos Ayres. Y desbarataron el avance portugués en el Río de la Plata. Que era precisamente la estrategia de Portugal e Inglaterra para comerciar directamente con Potosí, sin la injerencia española.

Buenos Ayres recibió la noticia del triunfo al día siguiente, el domingo 8 de agosto, traída casualmente por un Domingo, el sargento Domingo Iriarte, oriundo de Pamplona pero radicado en Buenos Ayres hacía veinte años. Iriarte, de 37 años, ojos hundidos y nariz chata, era feo pero español y se había casado gracias a eso con Margarita Cáceres Maldonado, que era hermosa, criolla y de familia acomodada, y ya tenía cinco hijos con ella. De modo que Iriarte podía considerarse feliz, con bella mujer, sana descendencia, buena dote. Y defendía su lugar en el mundo. Había participado de las negociaciones con Lobo, en el sitio y en la toma de Sacramento. Una vez capturado Lobo, el gobernador portugués fundador de la plaza -que se salvó por un pelo del degüello-, Antonio Vera Mujica dio por acabado el combate y envió al sargento Iriarte a dar noticia del triunfo.
Iriarte, que conocía bien el río por haber sido piloto del capitán José Gómez Jurado en la fragata San José, embarcó con su tercio en una chalupa y partió a remo, porque no había viento, y sabiendo que mucho antes de llegar los alcanzaría la noche. Lo que no sabía Iriarte es que en ese preciso momento la San José navegaba por el río Guadalquivir rumbo a Sevilla donde Gómez Jurado, enviado por el gobernador Garro, explicaría esgrimiendo astrolabio y planisferios, la audacia del gobernador Lobo, que había llegado desde Janeiro hasta el Río de la Plata para fundar un fuerte portugués en tierra castellana.
Iriarte llegó la madrugada del 8 de agosto al puerto del Buen Ayre pero sin viento a favor, porque era invierno, y cabalgó envuelto en capa manchega hacia el Fuerte para despertar al gobernador Garro con el triunfo; fue con las primeras luces a la catedral para dar la buena nueva al obispo Azcona Imberto, antes que empezara el oficio del domingo; fue después al Cabildo para que el portero corriera a informar a los capitulares; y recién después fue a su casa.
Mientras tanto, era la tarde en Sevilla, y hacía calor. Gómez Jurado caminaba plácido y admirado rodeando la famosa catedral custodiada desde la altura por la Giralda, esa gigante de piedra que había enamorado a Cervantes. ¡Tan alta era la catedral que la Giralda apenas se veía sobre la torre, y eso que la gigante medía tres metros! Gómez Jurado se alojaba frente a esa torre, en la Casa de Contratación, donde al día siguiente haría una exposición sobre la invasión portuguesa en el Río de la Plata, y mostraría en un mapa a los cosmógrafos y matemáticos de la Casa, como escudriñando en un bosque lejano, la zona ocupada por el Lobo.

Mientras tanto en Buenos Ayres era más temprano, recién era mediodía pero hacía frío en las calles. Domingo Iriarte almorzaba en su casa junto al brasero de la cocina, rodeado por la bella Margarita y sus cinco hijos: Ignacia, Ana, Clemente, Juana Dominga, y la pequeña María, de apenas cuatro meses, que Iriarte no conocía porque estaba sirviendo en la Banda Oriental. Iriarte examinaba complacido a María cuando sonaron las campanas de la catedral llamando al tedeum oficiado por el obispo Azcona.
El pueblo salió a las calles a celebrar, a vivar al Gobernador, a agradecer a dios junto al Obispo en la catedral, y a tomar el buen vino en las pulperías, que el Cabildo había rebajado de precio con un bando. Porque no sólo se festejaba el triunfo contra el portugués, que atropellaba contra los intereses y la soberanía desta república, sino además los cien años desta ciudad de Trinidad y puerto de Buenos Ayres. Que se cumplieron ya el 11 de junio pero no pudieron celebrarse como es debido, precisamente por la guerra contra el portugués. Hubo lluvia de monedas en el Cabildo y salvas disparadas por los cañones del Fuerte. Acabado el tedeum comenzaron las fiestas, en la Plaza Mayor -actual Plaza de Mayo-, en las pulperías y en los salones, según gustos y jerarquías. El gobernador Garro fue al salón de doña Ana Matos, quien prometía contar la verdadera historia de Buenos Ayres. Los soldados y campesinos fueron a las pulperías. El clero fue a la Casa del Obispo -ubicada en la actual esquina SO de Moreno y Bolívar-, donde se habían hecho todas las juntas de guerra por Colonia do Sacramento.
Y mientras la todavía hermosa, mística y estanciera Ana Matos, ya de 68 años, describía con precisión y astucia a los primeros gobernadores de Buenos Ayres, hubo un estruendo de artillería. Se detuvo la historia y poco después llego un mensaje para el gobernador Garro. Acababan de arribar dos sumacas con las tropas porteñas y los prisioneros -habían adelantado el viaje planeado para el lunes- y los saludaba una salva entera de cañones. Pronto los vecinos se dirigieron a flanquear la calle Mayor -actual calle Defensa-, que era la principal porque llegaba hasta el puerto, y vieron llegar las columnas. La primera, de la tropa porteña y santafesina encabezada por el maestre de campo Antonio Vera Mujica, montado con estandarte, y los capitanes Francisco Cámara y Juan Aguilera, también montados. Y la segunda, de los prisioneros, donde iban a pie el gobernador grafómano Manuel Lobo, el padre jesuita Manuel Poderoso, y el estado mayor de Lobo casi completo -exceptuando al maestre de campo Manuel Galvao que fue degollado sorpresivamente por un indígena misionero-, con los capitanes Francisco Naper, Simón Brito, otros oficiales, subalternos y tropa.
Garro los trató con hidalguía, les dio alimento, pero los alojó en el presidio con centinela de vista. Y la fiesta siguió en la Aldea, esta vez incorporando a la columna vencedora. Se hicieron fogatas en la Plaza Mayor, se asaron carnes, cedidas por la estanciera Ana Matos, el Cabildo abrió sus puertas y un cofre de monedas, corrió el vino sin discriminación social en las pulperías, se bailó rodeando los fuegos, y fue todo como en una gran noche de San Juan, donde empezaba otra etapa, se compartía el pan, se reflejaba la risa, y unía a todos una historia de cien años con la gloria de la victoria.

La Otra Historia de Buenos Aires. Libro II (1636 – 1737)
Parte I
Parte I (continuación)
Parte II
Parte II (continuación)
Parte III
Parte III (continuación)
Parte IV
Parte IV (continuación)
Parte V
Parte V (continuación)
Parte V (continuación)
Parte VI
Parte VI (continuación)
Parte VII
Parte VII (continuación)
Parte VIII
Parte VIII (continuación)
Parte IX
Parte IX (continuación)
Parte X
Parte XI
Parte XII
Parte XIII
Parte XIV
Parte XV
Parte XV (continuación)
Parte XVI
Parte XVII
Parte XVIII
Parte XIX
Parte XX
Parte XX (continuación)

Parte XX (continuación)
Parte XXI
Parte XXI (continuación)
Parte XXII
Parte XXII (continuación)
Parte XXIII
Parte XXIV
Parte XXIV (continuación)
Parte XXIV (continuación)
Parte XXIV (continuación)
Parte XXV
Parte XXVI
Parte XXVI (continuación)
Parte XXVII
Parte XXVIII
Parte XXIX  
Parte XXIX (Continuación)
Parte XXIX (Continuación)
Parte XXX
Parte XXX

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