La Otra Historia de Buenos Aires

Antecedentes
PARTE XXXIV

por Gabriel Luna

El misterio de Caxas
Aunque el alcalde curaca trata de explicar el horror y el silencio al capitán Hernando Soto y a sus oficiales, falta algo importante que no les dice. Hay aquí una guerra entre el Norte y el Sur, entre Quito y el Cuzco, entre Atahualpa y Huáscar, por la corona del Inca. ¿Quieren saber qué ha pasado? Pues que esta ciudad, más cercana de Quito que del Cuzco, era partidaria de Huáscar; y el ejército de Atahualpa la ha arrasado, como pueden ver. Las casas destruidas, los cuerpos cuzqueños colgados de los tobillos en la plaza. ¿Eso se entiende? Sí, la sangre es fresca. Hace poco que se han ido, apenas un día, ustedes casi los topan. Pero han de volver; no el ejército, que harto mal ya hizo según lo encomendado, pero sí los guardianes -algunos ya están aquí- y los jefes, los administradores y los recaudadores. Pronto podrán verlos a todos. ¿Qué más quieren saber? ¿Cuántos? Aquí han venido sólo cinco mil y harto daño han hecho, y dicen que el ejército completo es diez veces mayor, que han arrasado ya varias ciudades a un tiempo. Hernando Soto hace una mueca de duda (aunque recuerda a Tumbes arrasada) y pregunta con cierta soberbia. ¿Y si se trata de un ejército tan poderoso por qué no viene a nosotros, por qué escapan en cuanto llegamos? Porque aún no saben si son o no viracochas, como andan diciendo los tallanes. Los viracochas son dioses que vienen del mar y no se los puede matar. Además a Atahualpa le parecerá un buen presagio que a punto de vencer a Huáscar, cuando viaje al Cuzco para ser coronado Inca lo acompañen los dioses del mar. Aunque pudiera… ¿Por qué iba a matarlos?
Soto sonríe satisfecho (tal vez por la inocencia del alcalde curaca o por haber sido considerado un dios) pero tiene más preguntas. Recuerda a Tumbes arrasada (la primera ciudad peruana que conoció), las calles completamente abandonadas. Sin embargo aquí no. ¿Qué hay en Caxas de diferente? ¿Por qué los recaudadores? La diferencia es esa enorme construcción de dos plantas rodeando la plaza mayor, se responde. ¿Y tu crees que somos dioses?, le pregunta al curaca. No sé, no lo creo. ¿Y por qué no? Los dioses no harían tantas preguntas. Soto aprieta la espada, mira al cielo. No matará al hideputa todavía; debe ir a lo que ha venido, sin vueltas. ¿Y qué guardan en ese enorme edificio rectangular custodiado por los guardianes rojos? Es un Acllahuasi, responde el curaca. ¿Hay allí un tesoro? Ni oro ni plata, pero más importante, es el centro y origen de Caxas, dice el curaca.

Las acllas, los ejes del Imperio inca
Los Acllahuasi eran en verdad los centros de las ciudades en cada región, pero formaban a su vez los ejes del Imperio. Por ellos pasaban las alianzas, las costumbres, las industrias y los conocimientos. Acllahuasi significa en quichua la casa de las escogidas. Las acllas eran mujeres elegidas por su belleza, inteligencia, habilidades, pertenencia a una región o condición social, para residir en palacios de hasta 200 claustros, donde recibían durante cuatro años una sólida educación religiosa, técnica y ancestral. Todas debían ser vírgenes, por eso eran reclutadas entre los 8 y los 12 años. Algunas se convertían en sacerdotisas -como las vestales romanas- oficiaban el culto al sol, otras hacían danza, otras canto, otras siembra, otras telares, otras alfarería, otras producían chicha. Había tres tipos principales de acllas, las dedicadas al culto -que eran como las vestales y las monjas- e incluso al sacrificio a los dioses, las dedicadas a la industria y los saberes ancestrales, y las finalmente entregadas en matrimonio -que eran la mayoría- y servían como un modo de alianza entre el Inca y los curacas de cada región que las tomaban por esposas. Estas acllas cumplían la doble función de cohesión cultural y política, algo muy valioso -más que el oro y la plata, como insinúa arriba el alcalde curaca de Caxas- que servía para integrar culturalmente y sin violencia a las cuatro extensas regiones del Tahuantinsuyo, que llegaban desde Ecuador hasta Chile y Argentina.
La arquitectura geométrica de las ciudades, su cerámica, las joyas, los tejidos, esos vestidos rojos, la red de caminos de piedra, los puentes y acueductos tallados en plena montaña, como también el refinado sistema político-religioso de los Acllahuasi, y las acllas como vestales y difusoras de un conocimiento ancestral… Todo esto debió haber mostrado a los españoles que no estaban frente a animales o frente a la barbarie, sino ante una civilización y un Imperio de características similares al de los romanos.

El múltiple Ciquinchara la maravilla de Huancabamba
Hernando Soto salta sobre su caballo y lo encabrita para asustar al curaca. Si les abro las puertas del Acllahuasi, Atahualpa me castigará, como ha hecho con éstos -dice el curaca refiriéndose a los colgados-. ¡No deberán temer de Atahualpa ni de nadie si se convierten en creyentes del único Dios y vasallos de Carlos!, nuestro señor y el más poderoso rey del mundo entero, dice Soto desenvainando la espada. El curaca asiente, más por miedo que por convicción, le entrega unas piezas de oro y plata para calmarlo. No le abre la casa de las vestales, pero designa a cinco acllas para servir y alimentar a los españoles (como si se tratara de un sacrificio a los dioses, un ritual de Cápac Cocha para honrar a los presuntos viracochas).
Al día siguiente arriba a Caxas una solemne columna de guardianes, señores y servidores, entre recuas de llamas. No atinan a reaccionar los españoles, obnubilados por la chicha y el banquete de las acllas; pero tampoco hace falta porque los incas no vienen a guerrear. Los guardianes presentan respetos a Soto y a sus oficiales y los conducen al centro de la columna, donde hay una litera con dosel, amplia, lujosa y labrada, llevada por ocho servidores. Allí está el jefe de la comitiva. Y ocurre entonces la sorpresa. No para Soto, que jamás lo ha visto, pero sí para quienes estamos siguiendo esta Historia. Porque este personaje de orejas grandes, ahora vestido de bermellón y oro, antes vestía humildemente de negro y vendía pacas en Poechos mientras vigilaba a los españoles: era el espía del Inca.1
Explican los lenguaraces a Soto que se trata de Ciquinchara, un afamado noble quiteño, sacerdote, administrador del Chinchaysuyo -una de las cuatro regiones del Tahuantinsuyo- y ahora embajador de Atahualpa. Llama la atención la diversidad del personaje, como también la flexibilidad del sistema para ejercer funciones. Ciquinchara, que parece conocer los objetivos de la expedición, le propone a Soto ir con él hasta Huancabamba, enseñarle fuerzas y riquezas maravillosas, y acompañarlo después al pueblo de Serrán donde aguarda Pizarro, el jefe de todos los españoles, porque tiene que hacerle otra propuesta a su jefe, pero ésta de parte de su señor, el altísimo inca Atahualpa.
Aturdido por la diplomacia, Soto -que es sólo un soldado y no un personaje diverso- envía un correo a Pizarro para saber cómo proceder. Mientras, subiendo juntos las arduas sierras por un asombroso y cómodo camino empedrado, con acequias y puentes entre los abismos -es el tramo principal del Peabirú, que une Quito con el Cuzco-, llegan a Huancabamba, una ciudad tallada en piedra a 2.000 metros de altura, brillante por el sol y en plena actividad, con ciertos muros de plata, sacerdotes dorados, bellas señoras enjoyadas, nobles con literas en las calles, y una multitud de guardias rojos, que ante una seña de Ciquinchara deja pasar a los deslumbrados españoles.

La decisión de Pizarro
Soto llega a Serrán -distante 45 kilómetros de Huancabamba- y se reúne con Pizarro el 16 de octubre de 1532. A partir de entonces y durante un mes, los hechos se precipitarán y resolverán inesperadamente. La expedición de Soto ha logrado su objetivo: confirma la existencia de un Imperio y de su enorme riqueza, que coincide con la leyenda del Rey Blanco; ratifica la diferencia de fuerzas entre los ejércitos, ya esbozada en Tumbes; y establece una relación diplomática con Atahualpa.
La reunión entre Ciquinchara y Pizarro transcurre entre zalemas, intercambio de regalos e información. El Norte ha vencido al Sur, ya se festeja el triunfo en las sierras. Y la propuesta del altísimo Atahualpa apunta precisamente a eso: a un próximo encuentro con Pizarro en Cajamarca para festejar y llegar juntos al Cuzco. La idea de ser coronado en Cuzco junto a los dioses del mar, campea en la propuesta; pero también, la de llevar a los falsos viracochas prisioneros, como si fueran trofeos, y ejecutarlos en el templo del sol.
Ciquinchara parte hacia la sierra con peines, tijeras, espejos, camisas y otros enseres españoles para el Inca. Y Pizarro queda abrumado, sin saber bien qué hacer, a punto de tomar la decisión más importante de su vida.

Debido al poder de fuego, las corazas, los caballos y los perros de la guerra, una correlación de fuerzas apropiada para los españoles (donde hubieran tenido un 50% de posibilidad de triunfar) habría sido de 1 a 5, es decir, de un soldado español cada cinco incas. Podría extenderse la correlación, siendo muy optimista, hasta de 1 a 10. Pero nunca de 1 a 250, como era el caso. Apenas 200 españoles, fastidiados de andar, iban a enfrentar a un ejército de 50.000 incas exultantes, que acababan de ganar una guerra. Y los iban a enfrentar en las sierras, un terreno difícil y desconocido para ellos. Pizarro sabía todo esto, sabía además que al internarse por la montaña ya no podría recibir refuerzos de Panamá. Tampoco había generado suficientes aliados y sus hombres tenían miedo. Lo sabía. Sin embargo, tras amenazar con la horca a los desertores y enviar en el último bergantín un mensaje a su socio Almagro, Pizarro y su hueste dejan el pueblo y se internan en la sierra el 19 de octubre. Como su pariente Cortés, ha quemado las naves. ¿Qué es lo que lo impulsa?
Mientras avanza, envía espías tallanes para saber los movimientos de Atahualpa. El 7 de noviembre ya ha recorrido 190 kilómetros y está en el pueblo de Zaña, a 130 kilómetros de Cajamarca. Allí convoca un consejo de guerra y recién entonces trasmite su decisión de ir al encuentro de Atahualpa. Sus capitanes lo apoyan, pero la hueste no. Aconsejado por el fraile Vicente Valverde -también pariente-, Pizarro lanza una arenga religiosa a sus hombres, les dice que ellos tienen la ayuda de Dios, mayor que cualquier ejército, porque han venido a traer a los indios el conocimiento y la santa fe católica para salvarlos de la barbarie. Les dice que ellos son los nobles caballeros de una nueva cruzada con la misión de difundir la hermandad, la generosidad, la justicia y la misericordia en el Nuevo Mundo. Y los convence.

¿Qué pasó en realidad?
A partir de aquí, la mayoría de los cronistas intenta explicar con una épica el triunfo de apenas 200 españoles sobre un ejército de 50.000 incas en Cajamarca. La verdad es que no hubo tal épica. Ni lucha sostenida por la audacia, la noble estrategia o la mano de Dios, como sugieren o dicen muchos historiadores. La Otra Historia es que hubo engaño, traición, egoísmo, y una despreciable emboscada (de las que practican los criminales, los ladrones y los estafadores) para capturar a Atahualpa. Hubo barbarie de los españoles y nobleza de los incas. Pizarro desmintió cada uno de los valores de su arenga y cruzada cristiana. Desde el principio, era su intención engañar, traicionar esos valores y secuestrar a Atahualpa para protegerse (tal como lo había hecho su pariente Cortés con Moctezuma). No tenía razones, religión, ni nobles valores para combatir a los incas (que no conocía ni le habían hecho nada); sólo venía a robar.

(Continuará…)

1. Ver “El espía del Inca”, en La Otra Historia de Buenos Aires, Libro Primero, Antecedentes, PARTE XXXIII, Periódico VAS Nº 168.
Ilustración: La captura de Atahualpa – Juan Lepiani.

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